Río Negro Online
La Argentina dista de ser el único país en que la apatía electoral resulta motivo de viva preocupación. Tampoco es el único en que los partidos tradicionales se han desintegrado.
Que pocos hayan mostrado mucho interés por la campaña electoral que acaba de culminar es, sin duda, inquietante. Hay quienes temen que la Argentina se haya convertido en país de idiotas, en el sentido original de la palabra se entiende, ya que los griegos de la época clásica la usaban para calificar a quienes privilegiaban sus propios asuntos sin preocuparse por los públicos. Huelga decir que la decisión colectiva de dejar la política en manos de los especialistas no se inspiró en la convicción de que tales profesionales serían más capaces que los aficionados, sino en la sospecha de que se trataba de una actividad denigrante, cuando no mafiosa, de ahí la negativa a participar de ella aunque fuera por un solo día de más del 90% de los porteños que fueron convocados para ser autoridades de mesa. Si bien los más son conscientes de que es imposible prescindir por completo de los políticos, se han resignado a tolerarlos sin por eso sentir respeto alguno por lo que realizan. Una buena forma de hacerlo ha consistido en boicotear anímicamente la campaña electoral.
En casi todos los países occidentales, los conflictos políticos más apasionantes se libran hoy en día en torno de temas como los supuestos por el aborto, por el derecho de homosexuales de llamar matrimonios sus uniones, por la inseguridad ciudadana y por la política inmigratoria, o sea, lo que se toma por importante trasciende las viejas antinomias ideológicas. En la Argentina está ocurriendo lo mismo. Aunque aquí los problemas económicos y sociales son mucho más graves que en los países desarrollados, los debates acerca de lo que debería hacerse para atenuarlos ya no parecen tan fundamentales como era el caso en otras épocas, acaso porque todos entienden que enfrentarlos requeriría un esfuerzo tan grande que sería mejor no insistir. Si bien merced a la bonanza internacional el gobierno actual ha podido darse el lujo de probar suerte con algunas medidas heterodoxas, lo ha hecho con el propósito no de resolver "la cuestión social" que ha sido una asignatura pendiente desde hace más de un siglo, sino de congraciarse con sectores empresarios y sindicales con los que se ha aliado. Algunos opositores han criticado la resignación así reflejada, pero puesto que los más dan por descontado que si llegan al poder no lograrían cambiar nada, los intentos de aprovechar las deficiencias oficiales apenas incidieron en una campaña electoral que, de acuerdo común, fue la más aburrida de la historia del país.
Para que la mayoría se sienta obligada a ejercer el deber democrático de votar es necesario que haya opciones muy claras. La razón por la que tantos se dieron el trabajo de visitar el cuarto oscuro al celebrarse las elecciones francesas más recientes fue que el eventual triunfador, Nicolas Sarkozy, y su rival principal, Ségolène Royal, representaban alternativas que a un tiempo eran radicalmente distintas y bastante claras. Asimismo, no hubo duda de que de imponerse cualquiera de los dos el futuro presidente contaría con el apoyo de agrupaciones partidarias que estarían en condiciones de asegurar la gobernabilidad. En la Argentina, los candidatos que juran representar una alternativa genuina al "modelo" imperante no se ven respaldados por un aparato político que sería capaz de impedir que los adversarios de sus planes los frustraran aun cuando disfrutaran del apoyo mayoritario.
A juicio de algunos, a esta altura tratar de distinguir entre la derecha y la izquierda carece de sentido, mientras que la lucha entre liberales y colectivistas, por llamarlos así, tiene más que ver con el deseo de estos últimos de conservar ciertas "conquistas", que con la voluntad de ver repartidos los bienes materiales de manera más equitativa. Exageran quienes piensan de esta forma, pero no tanto, ya que la necesidad de tomar en cuenta la realidad económica ha reducido drásticamente el espacio para maniobrar de quienes proponen una distribución más igualitaria de la riqueza disponible mientras que los dispuestos a dar prioridad a la competitividad económica tienen que tomar en cuenta los límites fijados por la realidad social y política. Como resultado, en otras partes del mundo gobiernos de origen izquierdista suelen diferir muy poco de los formados por quienes se consideran conservadores.
En otros países desarrollados en que las diferencias entre los partidos y, a pesar de sus esfuerzos por hacer creer lo contrario los candidatos, no son tan nítidas como fue el caso en Francia, la apatía es normal, sobre todo cuando votar no es obligatorio. En noviembre del 2004, apenas el 60% del electorado norteamericano se sintió constreñido a elegir entre George W. Bush y John Kerry, y fue similar el porcentaje de británicos que votaron en las elecciones generales del 2006. Por ser cuestión de dos países que figuran como modelos políticos para los demás, la apatía creciente de sus respectivos electorados es un fenómeno preocupante, aunque podría argüirse que resulta mejor que sea tan amplio el consenso que la mayoría se sienta conforme de lo que sería si distintos sectores de la población adhirieran con pasión a partidos grandes comprometidos con proyectos mutuamente incompatibles.
Francia sigue siendo una excepción, pero en buena parte del resto del mundo democrático se ha difundido la sensación de que las diversas ofertas partidarias son más o menos iguales y que por lo tanto los resultados electorales no son tan importantes como quisieran hacer creer los candidatos mismos. Cuando la ciudadanía opta por un cambio, es por lo común porque está cansada de ver todos los días las mismas caras en el poder, no porque confíe en las promesas de los opositores que aspiran a desplazarlos. Tratar a los políticos como si su función consistiera en mantener entretenido al público puede considerarse evidencia de decadencia, pero por lo menos asegura que con cierta frecuencia se produzcan cambios que hacen un poco más difícil la consolidación de una casta gobernante inamovible.
Con todo, puesto que es universal la propensión de la clase política a transformarse en una corporación cerrada, impedir que se aleje tanto de los demás ciudadanos que adquiera características propias de una oligarquía no resulta nada fácil. Incluso cuando pareció ser insalvable la brecha ideológica entre la izquierda y la derecha, representantes de las corrientes así supuestas a menudo descubrieron que tenían muchos intereses en común y que en consecuencia les convendría defenderlos juntos contra los resueltos a privarlos de los privilegios que consiguieron bajo el pretexto de que garantizar su bienestar personal equivale a fortalecer las instituciones democráticas. Desde que la izquierda tradicional perdió fuerza debido al naufragio del comunismo y el debilitamiento del socialismo, en Europa se ha intensificado la tendencia de la clase política a independizarse, lo que ha provocado una reacción airada por parte de quienes se sienten despreciados. En efecto, la razón principal por la que franceses y holandeses repudiaron la proyectada Constitución europea fue que no les gustaba del todo la arrogancia de quienes la confeccionaron.
La Argentina dista de ser el único país en que la apatía electoral resulta motivo de viva preocupación. Tampoco es el único en que los partidos tradicionales se han desintegrado sin que otros de dimensiones comparables que sean algo más que asociaciones electoralistas hayan surgido para tomar su lugar.
En Italia, todos los partidos que existían hace veinte años han degenerado en meros sellos de goma sin representantes en el Parlamento, mientras que los recién creados son tan precarios que pocos apostarían a que lograran mantenerse intactos hasta el 2027. No es ningún consuelo, pero los males políticos que padece el país aquejan a muchos otros, si bien de forma menos virulenta, acaso porque los desafíos planteados por la actualidad requieren respuestas que no pudieron prever los pensadores y dirigentes de los siglos XIX y XX que construyeron el sistema vigente y el armazón intelectual en que descansa.