DANIEL BOSQUE*
En las mismas comarcas patagónicas en que Charles Darwin y compañía pergeñaron la teoría de la evolución, acaba de emerger otra de las expresiones de la involución argentina. El propósito del gobernador chubutense Mariano Arcioni de llevar su salario a unos US$ 7.000 en una provincia quebrada y en llamas por las protestas, dispara diversas emociones. Las del ciudadano de a pie, obviamente indignado ante la impudicia de dirigentes desentendidos de las dificultades de sus representados. Y las de los protagonistas del ámbito político, espantado de cómo una torpeza inadecuada, en el peor de los momentos, lanza a la palestra una cuestión extendida a lo largo y ancho del país.
“Los argentinos somos derechos y humanos” decía el lema del partido del asesino Emilio Massera, ideado en el horror abyecto de la ESMA. Y tan humana es esta sociedad que supimos conseguir, que más allá de los signos políticos que la conducen, hace honor a cada instante a la plutocracia, o los gobiernos corporizados por minorías formadas por sus miembros más ricos, que acuñó Jenofonte cuatro siglos antes de Cristo.
Piedra libre para Arcioni y su mediocridad provinciana que trae a las primeras planas cuestiones obscenas, hasta tanto pase el chubasco y venga otro. Es el momento de reforzar pautas oficiales de publicidad en la Nación y 23 provincias para evitar cualquier relación o sinapsis. Y en las redes, por estas horas, volverán a circular planillas y recibos de sueldos de legisladores, mandatarios y asesores, desde pequeños municipios al gran escenario nacional, que cobran fortunas en sus recibos de sueldos o jubilaciones astronómicas. Y hasta puede volver la cita perenne a un Poder Judicial que no tributa como el resto de sus conciudadanos para no obstruir la misión sagrada de impartir justicia (sic, sic, sic).
En un país en estanflación y espantado por su decadencia, un streptease como el de Chubut no es precisamente edificante para la moral del mundo económico, hoy complicadísimo por la batería de medidas adoptadas para evitar un default del país. Mucho menos para los asalariados, que han sufrido en el último año una drástica caída de poder adquisitivo y calidad de vida. A principios de siglo, la Argentina soportó su última gran crisis, el famoso 2001, que dejó un tendal de perdedores crónicos y dio inicio a una política asistencial que hoy encorseta y diseña la vida de por lo menos un cuarto de la población. Aquel clamor de “Que se vayan todos” ha derivado dos décadas después, por el devenir político, social y cultural del país, en este presente de burdos escándalos. Lejos de sorprender son una verdadera disfunción eréctil, con perdón de la metáfora, para una sociedad agobiada que aspira a tener un destino más digno.
Detrás de la escena, en todo el arco político, hay consultores e intelectuales que brindan con champán por su victoria en una batalla cultural: haber desenganchado en el imaginario colectivo toda relación de que el bienestar general tiene que ver, en mayor o menor medida, pero siempre, con el manejo del patrimonio público y con los atributos de una decencia perdida. No importa el color político, ante la pregunta de cómo inciden los manejos non sanctos de la cosa pública en el PBI y el bienestar de la población, la respuesta suele ser de ninguna manera, esas son pavadas.
Mirá que yo no robé, fui honesto, tal vez un imbécil, suelen confesar ex integrantes, ya retirados, de la tribu plutócrata celeste y blanca. Sentencias que lejos de confortar generan zozobra por aquello de cuál es la excepción y cuál la regla. Mientras, los argentinos que generan riqueza, o tratan de hacerlo en una economía detenida, y pagan tasas, impuestos, permisos y peajes por izquierda para poder avanzar, se llenan la boca por whatsapp lamentándose de un triste destino dilapidado.
En la última curva de este camino sinuoso, se ha visto la grandilocuencia estéril del gobierno que termina, que prometió acabar con sobrecostos, sobreprecios y sobresueldos en la Nación. El fracaso del Ministerio de Modernización del Estado, un invento que nació y transcurrió mal y sin ninguna vocación de profundo cambio es una triste mueca de otra frustración. En tanto, en el Congreso Nacional, provincias y municipios, la dialéctica de la austeridad y la ética pública parecen inexistentes. El negocio está montado como si la Argentina quebrada, saqueada y endeudada (el orden de los factores no altera el producto) se tratase de un petro estado, capaz de asegurarle prosperidad a sus 40 y pico millones de súbditos.
Por el contrario, arbitrariedades, corrupción y errores, es una práctica sin grietas, impegnada por el consenso de la política de que el Estado es una vaca ajena a ordeñar 24 por 24, como el signo generalizado de esta decadencia. Así concluye una década más de frustraciones y no crecimiento, excepto de sus pobrezas y atrasos, para el gran pueblo argentino que grita en los estadios oh juremos con gloria morir. Y comienza otra, nuevamente abrazada a la utopía peronista.
Mientras los Arcioni, que hay muchos y andando y por la tierra van cantando, festejan sus goles trepados al alambrado, Vaca Muerta, el pool agroexportador, la minería, la construcción, la industria y siguen las firmas, esperan una nueva oportunidad sobre esta tierra. A ver si pueden crecer, seguir dando trabajo, llegar a fin de mes.
Con cierto escepticismo, por decirlo de una manera suave. Tantos años de ver cómo sueños y proyectos se van como por un tubo dejan la amarga sensación de que, como decimos en el barrio, así no hay culo que aguante.
* Director de Mining Press y EnerNews