JOAQUÍN MORALES SOLÁ
En las próximas horas, una sala de la Cámara de Casación, la máxima instancia penal del país, podría resolver un pedido de inconstitucionalidad de la ley del arrepentido. La declaración de inconstitucionalidad fue pedida por varios exfuncionarios kirchneristas seriamente comprometidos en la causa de los cuadernos. Esa causa, que tuvo origen en los cuadernos del chofer Oscar Centeno, revelados por LA NACION, y que registraron con precisión los momentos de entregas y pagos de sobornos entre empresarios y funcionarios, entraría en terreno fangoso si los testimonios de los arrepentidos fueron tomados con métodos inconstitucionales. La ofensiva oficial contra la causa más emblemática de la corrupción en la era de los dos presidentes Kirchner se complementa con el asalto que también el kirchnerismo quiere perpetrar contra el jefe de los fiscales y contra todos los fiscales. Nunca, como en estas horas, quedó más expuesta la intención del nuevo gobierno kirchnerista de lograr la impunidad de Cristina Kirchner y de muchos funcionarios que la acompañaron a ella y a su esposo muerto.
Una información nueva se sumó el domingo pasado cuando el presidente Alberto Fernández dijo en una entrevista periodística que "la ley del arrepentido sirvió solo para perseguir a los opositores políticos, tal como sucedió también en Ecuador y Brasil". Presión explícita a la Justicia. El peronismo fue siempre refractario a la ley del arrepentido porque suponía que podía prestarse precisamente para la persecución de enemigos políticos. O porque es el partido que más les temió siempre a los arrepentidos. Quién lo sabe. Pero la declaración del Presidente significa en los hechos una escalada más en la permanente incursión del partido gobernante en la Justicia. Abogado de profesión y docente de la Facultad de Derecho, Alberto Fernández sabe de sobra que el Presidente no debe opinar sobre causas judiciales en trámite. Ese debió ser su argumento para eludir una respuesta sobre la constitucionalidad de la ley del arrepentido.
Nunca hubo una sola prueba concreta de que Cristina Kirchner y sus exfuncionarios hayan sido perseguidos judicialmente por su condición de opositores durante el gobierno de Macri. Es la retórica contra el peso de las pruebas. Es el discurso contra el testimonio de más de 30 empresarios que contaron ante la Justicia cómo los extorsionaron para que pagaran sobornos y de qué forma y a quiénes los terminaron pagando. Existe, sí,la constancia perfectamente comprobable del aumento exponencial de la fortuna de la familia Kirchner, cuyos jefes (Néstor y Cristina) trabajan o trabajaron solo para la administración pública desde 1987. ¿El gobierno de un país pobre puede hacer inmensamente ricos a sus funcionarios? Si la respuesta es sí, entonces hay que concluir que los Kirchner y sus funcionarios son inocentes. Pero como tal contradicción es imposible, la suposición más verosímil es que son culpables. Esa es la razón por la que quieren invalidar a los arrepentidos de la corrupción. Mientras esos relatos tengan valor judicial, la inocencia o la persecución son inconcebibles.
Cuando Alberto Fernández habló de Ecuador y Brasil se refirió a los expresidentes de esos países Rafael Correa y Lula da Silva. Los dos exmandatarios fueron investigados y procesados por causas de corrupción. Correa vive en el exilio porque en Ecuador estaría preso. Lula ya cumplió un período de prisión preventiva y ahora espera la decisión de instancias superiores de la Justicia. Pero ¿por qué Alberto Fernández no dijo nada de Perú, donde casi todos los expresidentes están presos por corrupción y uno, Alan García, se suicidó poco antes de caer entre rejas? Tal vez porque ellos nunca integraron el eje bolivariano ni se dejaron seducir por el chavismo venezolano. ¿Por qué no se detuvo en Uruguay, donde la izquierda del Frente Amplio gobernó durante quince años y ninguno de sus dos presidentes, Tabaré Vázquez y José Mujica, fue acusado nunca de corrupción? La superstición de que la ideología o los partidos definen la calidad moral de sus jefes necesita de coherencia para hacer creíble lo increíble.
La resolución sobre la inconstitucionalidad de la ley del arrepentido está en la sala I de la Cámara de Casación. Una de sus integrantes, Ana Figueroa, tiene el voto cantado: es una kirchnerista que no pierde el tiempo en disimular en los tribunales sus simpatías políticas. Votará por invalidar a los testigos de la corrupción. Otro miembro, Diego Barroetaveña, es un juez con fama de independiente. Todos suponen en Comodoro Py que votará por validar esos testimonios. El tercer integrante, Daniel Petrone, es un juez nuevo en la Casación. Es el que desempatará. Varios funcionarios judiciales coinciden en pronosticar que Petrone votará junto con Barroetaveña. Lo único que se sabe por ahora es que Petrone está siendo fuertemente presionado por jueces cercanos al oficialismo para que se incline por declarar la inconstitucionalidad de esa ley. Son jueces que hacen el trabajo de los políticos. El cristinismo consiguió que el fanatismo llegará hasta algunos jueces. Jueces cercanos a gobiernos hubo siempre; el fanatismo es lo nuevo. "Peor es cuando se juntan el fanatismo con la ignorancia", dice un magistrado.
"Si declararan inconstitucional esa ley, será un escándalo político y judicial", advierte un juez con larga experiencia. El problema es que otra sala de Casación, la III, ya declaró constitucional la ley del arrepentido. La Sala III está integrada por los jueces Liliana Catucci, Eduardo Riggi y Juan Carlos Gemignani. Si dos salas distintas de la misma Cámara de Casación resolvieran de manera diferente una cuestión crucial, como lo es la inconstitucionalidad -o no de una ley, el único camino que quedaría es un plenario de las cuatro salas de Casación (doce jueces) para terminar de resolver el tema. Resulta, sin embargo, que no hay un plenario de jueces de Casación para resolver temas concretos desde hace por lo menos cinco años. La Justicia está a un paso del abismo de la decadencia. Nadie puede adelantar si el paso que dará será para alejarse de la oquedad o para caer en ella.
El crepúsculo de la Justicia depende también de la política. El proyecto de ley que modifica varios aspectos de la Procuración General de la Nación contiene cambios que dejaría herida definitivamente la independencia de los fiscales. Por ejemplo, cambia el tribunal de enjuiciamiento de los fiscales con una integración mucho más política que judicial o académica. Modifica también el número necesario para habilitar un proceso disciplinario a los fiscales. Antes, se necesitaban cinco votos (del total de siete integrantes del tribunal) para juzgar y sancionar a un fiscal. Eran los dos tercios del tribunal. Ahora, serán necesarios solo cuatro votos, la mayoría absoluta. Como dijo con abrumadora sinceridad la senadora cristinista María Sacnun: "Lo único importante es el control del Parlamento", tanto para el jefe de los fiscales como para todos los fiscales. Es la refutación misma de la letra y el espíritu de la Constitución, que hizo de los fiscales un órgano extrapoder para alejarlos de las tensiones políticas. El cristinismo aspira a inundar de política a la institución de los fiscales. "La victoria no da derechos", advirtió públicamente el presidente de la Asociación de Fiscales, Carlos Rívolo. ¿Qué fiscal avanzará contra el poder político si sabe de antemano que su destino dependerá de la política? La definitiva impunidad estaría a la vuelta de la esquina.
Alberto Fernández volvió a cambiar su opinión sobre la mayoría necesaria en el Senado para darle acuerdo al jefe de los fiscales. En esa misma entrevista periodística, el Presidente coincidió con Cristina Kirchner en que cuesta mucho trabajo conseguir los dos tercios de esa cámara. Antes, había dicho todo lo contrario. El trabajo que cuesta es precisamente porque la ley obliga a los partidos a acordar un nombre para la jefatura de los fiscales. No es un capricho de la ley; es lo que requiere el mandato constitucional. "No es una cuestión de principios, sino práctica", abundó el Presidente para replicar la advertencia de su amigo y candidato a jefe de los fiscales, el juez Daniel Rafecas, quien adelantó que no aceptaría el cargo si se cambiaran las mayorías necesarias. Otra vez: Alberto Fernández es un docente de la Facultad de Derecho que conoce la Constitución, su letra y su espíritu. La señal de su vicepresidenta parece, no obstante, más importante que su propia experiencia.
Por ahora, esa reforma crucial de una ley constitucional tiene asegurados los votos en el Senado. En Diputados, el oficialismo está perdiendo, salvo que las deserciones políticas vuelvan a suceder. Mientras tanto, seguirán vigentes los dos tercios necesarios para darles el acuerdo a los jefes de los fiscales. ¿Por qué el oficialismo no intenta un acuerdo con la oposición? ¿Qué cábala inexplicable le impide acercarse a sus opositores? ¿O, acaso, la ambición de controlar el universo judicial es mucho más grande que la designación del jefe de los fiscales? En la respuesta a esta última pregunta caben todas las respuestas.