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OPINIÓN
Sotelo: La impotencia y la crispación. Molinari: El insaciable apetito de poder
EL TRIBUNO/MINING PRESS/ENERNEWS
11/02/2021

FRANCISCO SOTELO

El conflicto forzado con el sector rural y el ataque improcedente a la Suprema Corte de Justicia parecen una película en sepia. Son recursos políticos de un gobierno desorientado, fracturado y cuyo objetivo central es liberar a Cristina Fernández de todas las causas que la involucran en hechos de corrupción. Pero son hechos graves que remontan al pasado autoritario que durante más de medio siglo obstruyó la construcción de una democracia representativa.

Alberto Fernández parece ignorar que la Corte es la cabeza de un poder autónomo y que el presidente no puede criticarla en los términos que él utiliza. ¿Qué sucedería si uno de los miembros de ese tribunal, en un reportaje, opinara sobre la calidad del gabinete de ministros, o del mismo presidente? Si el primer mandatario carece de prudencia, ¿qué se puede esperar de personajes erráticos, como Leopoldo Moureau que pide el juicio político contra ese cuerpo colegiado sin aportar un solo elemento acusatorio?

Moureau, como diputado, también debería conocer las responsabilidades que corresponden al Congreso en la democracia. Es cierto: el Instituto Patria considera que la genuina reforma judicial consiste en convertir a los jueces en escribas del Gobierno.

Este "deja vu" de varios capítulos de nuestra historia obliga a preocuparnos por el futuro de las instituciones, de una sociedad castigada por el desempleo, la pobreza y la dependencia de la dádiva oficial, y sobre todo, de la Nación.

El conflicto con el sector rural va más allá de las retenciones. Estas, por supuesto, son un bien sumamente apetecible para un Estado en quiebra y gobernado sin visión de futuro. Responsabilizar al campo por la inflación es una irresponsabilidad. Suponer que los alimentos aumentan porque aumentan los precios internacionales es desconocer las causas de la inflación e ignorar que la mayor carga en la formación de los precios corresponde a los impuestos, el costo financiero y la intermediación. La historia es maestra: la política de retenciones aplicada durante el gobierno kirchnerista no frenó la inflación ni mejoró el salario, porque un impuesto destinado a hacer caja siempre es inflacionario.

La Argentina arrastra un problema estructural que se remonta, al menos, a 45 años atrás. La inestabilidad macroeconómica y la fragilidad monetaria hacen utópico el despegue productivo: la economía del país es parte de la economía mundial y si no se ajusta a sus normas, el futuro más probable nos lo anticipa Venezuela.

La inversión de nuestro país no llega al 10 % del PBI, es decir, es la mitad de la media internacional (19%) y está muy lejos del 24/25% que sería recomendable para salir de la quiebra. Además, el gasto público oscila en el 40% del producto.

El problema es complejo y no se explica por la pandemia, el macrismo, el populismo ni por ninguna otra simplificación. Está vinculado al escenario internacional y latinoamericano, a la economía globalizada y en crisis y al reacomodamiento de las potencias. Pero también es cierto que nuestro país queda muy mal parado en la comparación con los vecinos.

El Gobierno nacional debería definir cuál es su plan de gobierno, aunque para eso debe superar la fractura entre el mesianismo de La Cámpora y las incertidumbres del resto.

De guiarnos por las declaraciones del presidente y sus voceros, además de plan, carecen de diagnóstico. Cuando el país empezaba a salir de la crisis de 2001, los economistas coincidían en la necesidad de desarrollar una estrategia diplomática para ampliar mercados, mostrar vocación exportadora, instrumentar políticas que mejoraran la competitividad y, sobre todo, adecuarse a las exigencias tecnológicas y comerciales del siglo XXI. Optaron por el modelo de "sustitución de importaciones" cuya insuficiencia se había verificado más de dos décadas atrás, y cerraron la economía. Los resultados están a la vista.

El problema es complejo y difícil, pero con buscar culpables en el campo, en la oposición o en la Corte no se resuelve nada.

Los discursos incendiarios solo sirven para aumentar las tensiones y la crispación, y para prolongar la crisis nacional.

El insaciable apetito de poder

CYNTHIA MOLINARI

"Pediré al Congreso el único instrumento que queda para enfrentarse a la crisis: un amplio poder ejecutivo para librar una batalla, equivalente al que se me concedería si estuviéramos siendo invadidos por un enemigo". Estas fueron las palabras inaugurales de Franklin Roosevelt durante la Gran Depresión por la que atravesaba Estados Unidos, tras la crisis financiera mundial que tuvo efectos devastadores en casi todos los países -ricos y pobres- donde la inseguridad y la miseria se transmitieron como una epidemia.

El crack del 29, la más catastrófica caída del mercado de valores, se viralizaba en todo el territorio americano, afectando el comercio internacional, el precio de las cosechas, paralizando la industria, las construcciones, produciendo quiebras en cadena y un aumento imparable del desempleo y la pobreza.

Para Estados Unidos era necesario y urgente reinventarse, realizar las reformas imprescindibles para recuperar sin demoras ni mayores pérdidas los recursos más importantes de un país: los humanos, los económicos y los productivos.

Desarrollaron un ambicioso programa de gobierno denominado New Deal (Nuevo trato) y fue entonces que Roosevelt solicitó al Congreso poderes extraordinarios y controversiales, ya que un amplio sector los consideraba atributos necesarios para una guerra, pero excesivos para afrontar una crisis doméstica.

No conforme con ello -a dos semanas de haber asumido el segundo mandato- Roosevelt presenta una propuesta para ampliar el Tribunal Supremo aprovechando una laguna en el artículo II de la Constitución que no especifica la cantidad de miembros que integran el alto tribunal. Necesitaba una base legal consistente para llevar a cabo los objetivos del New Deal y la propuesta le permitía colocar seis jueces en reemplazo de seis magistrados mayores de 70 años.

Sin embargo y por más comprensibles que resultaran los motivos del presidente, hubo una tenaz oposición, no solo de los republicanos; también la prensa, constitucionalistas, abogados y jueces destacados, así como una gran cantidad de demócratas miembros de su propio partido entendieron que la propuesta de Roosevelt dejaría sentado un precedente peligroso porque el tribunal quedaría hiperpolitizado y las reglas de selección y tamaño quedarían, con ese precedente, sujetas a una manipulación constante de los mandatarios de turno.

Ninguna de estas barreras democráticas debilitó al poder ejecutivo, por el contrario, el presidente llevó a cabo el programa New Deal y Estados Unidos recobró el equilibrio y la senda del progreso mucho antes que otros países.

La moraleja es que lo americanos hicieron valer la regla fundamental, la que establece que los presidentes no deben debilitar a los otros poderes y con ello, preservaron ese "contrato prínceps" entre ciudadanos, la Constitución Nacional, un marco jurídico que parece intangible pero que tiene la inmensa capacidad de regular, aún con sus lagunas, las relaciones entre las personas que habitan una nación.

Con esa madurez cívica en ejercicio de parte de distintos sectores sociales y políticos, una decisión ejemplar en medio de una gran crisis, le dio consistencia a los cimientos de un país: su gente y sus intereses.

Si los americanos permitían que Roosevelt llenara el alto tribunal de jueces propios, se habría hecho de la coyuntura de la Gran Depresión, una peligrosa costumbre para gobiernos venideros que no demorarían en caer en el autoritarismo y el populismo, tal como ocurre en Argentina desde hace décadas.

Psicología del poder

La tentación totalitaria no es solo una cuestión ideológica, es antes que nada un rasgo constitutivo del ser humano que aumenta con los grados de poder que se le conceden a un individuo. Esto producirá una alteración de la imagen de sí mismo y de la realidad (de ser humano a dios) y una obstinada negación de las evidencias.

Muchas son las razones por las que tantos líderes populares o religiosos han sido investidos de poderes que rebasaron su capacidad natural para administrarlos y tras el consecuente desequilibrio emocional, arrastraron naciones enteras a destinos inimaginables.

Así se refería el reconocido psiquiatra vienés Afred Adler en relación al poder: "(...) no ignoramos que este deseo se halla profundamente enclavado en la naturaleza humana.

Si se examina más de cerca este deseo al que Nietzsche denominó "Voluntad de poder" y se observan sus formas de expresión, se comprueba que en el fondo no es más que una fuerza compensadora especial, destinada a poner término a la inseguridad interna común a todo hombre. Con la ayuda de una fórmula rígida, que de ordinario alcanza a la superficie de la conciencia, el neurótico procura darse un punto fijo y firme para mover el universo."

En suma, la debilidades, los complejos, los miedos y las propias fallas se ven en gran medida compensadas en los lugares del poder; allí donde los galardones, las insignias y medallas, allí donde sobran homenajes, una corte de dependientes y la alfombra colorada cumplen la función de tapar la falla humana y hacer realidad -lo más que se pueda- las ficciones que el ego necesita para creer que la vida no es tan dura, ni que somos tan vulnerables. No hay instituciones que valgan cuando es tan abismal la ficción del poder y la cotidiana realidad de la sociedad.

Ahí tenemos a Gildo Insfrán, en Formosa, y a quienes lo avalan con las mismas ansias, con la misma sed de poder.

Las sociedades sanas

Las sociedades más sanas son aquellas que respetan e incluso admiran a los mandatarios por sus logros, por el trabajo, la alta responsabilidad y la gestión sin duda compleja que deben realizar. Pero a la misma vez son sociedades conscientes de que el poder ciudadano es inclaudicable y que no se agota en el acto de votar o manifestar sus reclamos.

El ciudadano que se siente dueño de su vida, de su salud, de su educación y de sus bienes, no da en el voto más que un voto temporal de confianza, no un permiso para que el gobierno disponga de sus bienes, propiedad, de su capital o ganancias, sino la dosis justa de confianza (que no es amor ni fanatismo) puesta en quien se supone apto, idóneo y capacitado para garantizar a los ciudadanos la oportunidad de crecer, aumentar su patrimonio y su autonomía.

Una sociedad libre, plural y con plenos derechos exige gestiones inteligentes y eficaces en el tiempo.

La experiencia de Roosevelt, y otras más, nos enseñan que los norteamericanos también vivieron la política sin barreras en sus comienzos, que la solidez de las normas democráticas no nacieron espontáneamente, sino que fue una conquista social y política con la que hoy se beneficia la inmensa mayoría.

La constante animosidad ideológica, la retórica conocida como "agitar la camisa ensangrentada" y el poder narcisista demoran la posibilidad de una convivencia legítima.

Legítima en los términos que establece la Constitución y más aún, en las "reglas no escritas" de la Constitución.


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*La información y las opiniones aquí publicados no reflejan necesariamente la línea editorial de Mining Press y EnerNews

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