DANIEL MONTAMAT *
Los negacionistas del cambio climático ya no discuten el aumento de la temperatura media del planeta por encima de los registros preindustriales y su correlación causal con el aumento de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI). Algunos meses del año pasado el aumento de la temperatura ya superó el umbral crítico de 1.5ºC.
A su vez, la concentración de CO2 (principal GEI) en la atmósfera pasó de 280 ppm (partes por millón) en los niveles preindustriales a 426 ppm según registros del Observatorio de Mauna Loa en 2023 (450 es el nivel crítico). El negacionismo rechaza la correlación causal entre ese aumento probado de las emisiones y la temperatura y su origen antropogénico.
Pero, aunque el negacionismo se resigne a aceptar la responsabilidad humana excluyente en el aumento de GEI, el cambio del paradigma energético viene perdiendo prioridad en la agenda planetaria por una conjunción de conflictos e intereses que reacomodan el orden mundial.
En el 2006, Nicholas Stern publicó el famoso Informe que lleva su nombre en el cual trata el cambio climático como una externalidad económica de alcance global que originó la falla del mercado provocada por el hecho de que los responsables del cambio climático, emitiendo gases contaminantes, no pagan por este daño, que perjudica a todos los habitantes de esta Tierra.
El informe Stern señaló acertadamente que las demoras en actuar para abatir las emisiones contaminantes aumentarán los costos futuros generados por los cambios de temperatura, que, siendo un fenómeno global, exigen una respuesta también global.
La teoría económica no ha sido indiferente a los desafíos que presentan el cambio climático y sus consecuencias planetarias. Si asumimos el clima como un bien público global y recordamos que los bienes públicos se caracterizan porque su uso o consumo por parte de una persona no excluye el consumo por parte de otro, empezamos a comprender por qué es tan difícil acordar un régimen que financie un clima saludable para nosotros y para los que vienen.
Siempre habrá parásitos (free riders en la jerga económica) que aprovecharán del clima presente pretendiendo que otros se hagan cargo de la externalidad negativa global (GEI) que está degradando ese clima para los que vienen.
El problema del parásito prolongado en el tiempo lleva a la “tragedia de los comunes”; todos abusan de un recurso limitado que comparten, al que terminan destruyendo aunque a ninguno les convenga. El problema es que la repuesta económica tiene ámbitos jurisdiccionales acotados. Sin jurisdicción internacional la repuesta no es extrapolable. Problemas globales requieren soluciones globales.
En el libro La Paradoja de la Globalización (2011), Dani Rodrik ya había planteado el trilema político que lleva a la comunidad internacional a elegir entre tres opciones incompatibles: hiperglobalización, democracia política y Nación-Estado.
La tensión impone optar por dos de las tres opciones. Rodrick ya advertía que la democracia política (el voto ciudadano) viene reforzando vínculos con la Nación-Estado en contra de una mayor globalización. El repliegue globalizador condiciona las soluciones cooperativas, y la posibilidad de avances en la gobernanza global. Vaya contradicción, muchos promotores de las nuevas energías militan posiciones antiglobalizadoras, cuando la agenda del cambio climático necesita más globalización, no menos.
El escenario internacional, más desglobalizado, ha sumado a su vez conflictos que ponen en crisis un orden mundial regido por reglas. A partir de la invasión de Rusia a Ucrania, las derivaciones del conflicto en Medio Oriente, la creciente competencia entre China y Estados Unidos (geopolítica y geoeconómica), y la manifiesta dificultad de avanzar en acuerdos globales, presagian nuevas tensiones.
Estrategas geopolíticos ven a Estados Unidos replegándose de la seguridad de los océanos, con un consiguiente encarecimiento de los costos del transporte, todo combinado con una demografía adversa en muchas regiones (menos ahorro, menos inversión, tasas reales de interés más altas) y una escalada de potenciales nuevos choques en diferentes regiones (con foco en el “Mar de China”).
La reversión del proceso globalizador fuerza una rearticulación de las cadenas de valor globales, convertidas en cadenas de valor con más interacción regional, en un orden mundial donde los intereses geopolíticos desplazan en relevancia a los intereses económicos. Otro duro golpe a la agenda de transición energética y un nuevo trilema que impone opciones.
El suministro energético de todo país está sujeto a tres condiciones: debe ser sustentable (en consideración al impacto sobre el medio ambiente); debe ser accesible (en consideración a sus costos y facilidades de acceso al universo consumidor); y debe ser seguro (en consideración a la confiabilidad de la fuente de abastecimiento).
La deseable convergencia de estos tres objetivos ha sido desplazada por una tensión de incompatibilidad que obliga a escoger dos opciones. Y en el contexto geopolítico actual la seguridad energética en el tope de la agenda refuerza vínculos con la accesibilidad desplazando la sustentabilidad.
A falta de cooperación y de gobernanza global, y dando prioridad al suministro seguro y barato, el paradigma fósil seguirá dominando la matriz mundial, a menos que un “cisne negro” genere un cambio disruptivo
* Ex secretario de Energía y ex presidente de YPF