LORIS DE NARDI *
El cambio climático se ha convertido en el desafío número uno de nuestras sociedades. La actualidad de este verano lo demuestra claramente: sequías, incendios y olas de calor ya no son excepcionales, sino lo habitual.
Por no hablar de otros fenómenos que no suscitan la debida preocupación, como el derretimiento del hielo marino o la subida del nivel del mar, que provocará que muchas costas queden sumergidas en los próximos años.
El cambio climático es la principal consecuencia del calentamiento global: un fenómeno de por sí natural, pero que en los últimos dos siglos se ha acelerado y exacerbado por algunas prácticas humanas.
Entre ellas, la masiva inyección de anhídrido de carbono en la atmósfera, debida principalmente a la generalización de los combustibles fósiles por las innovaciones tecnológicas introducidas en Inglaterra por la primera Revolución Industrial y sucesivamente adoptadas por casi todas las naciones durante los siglos XIX y XX.
HITOS HISTÓRICOS CON GRAVES CONSECUENCIAS
Tanto el calentamiento global como su consecuencia más evidente, el cambio climático, lejos de ser un fenómeno natural que determina la progresiva alteración de algunas de las principales dinámicas biofísicas del planeta, tiene que considerarse el resultado de procesos históricos.
Pongamos un ejemplo simple pero significativo. Durante el siglo XVIII, la invención de la máquina a vapor impulsó en Inglaterra la primera Revolución Industrial, que trajo cambios sustanciales, tanto sociales como productivos.
La instauración del orden burgués y la implementación de una sociedad liberal capitalista permitieron que dichos cambios se difundieran durante las primeras décadas del siglo sucesivo por el continente europeo, lo que llevó a los principales países a impulsar procesos de industrialización más o menos exitosos, según los casos.
Todo esto no fue a coste cero. La necesidad de poder contar con grandes cantidades de madera y carbón para hacer funcionar las máquinas a vapor justificó e impulsó la deforestación. Esto, a su vez, supuso un endurecimiento del clima y un aumento del riesgo hidrometereológico en diversas regiones montañosas del continente.
Por ejemplo, debido a la ausencia del manto forestal, en muchos valles del arco alpino italofrancés los inviernos empezaron a hacerse más duros, los veranos más calurosos y las precipitaciones menos frecuentes, pero más intensas. Los montes, despojados de sus coronas arboladas empezaron a no poder retener las lluvias y comenzaron a ser erosionados por el agua y los vientos.
El resultado fue un aumento significativo de los periodos de hambruna y sequía, de lluvias torrenciales y de eventos aluviales desastrosos. Es decir, lo que ahora estamos viviendo a nivel global, por entonces ya lo estaban sufriendo a nivel local o regional.
VOCES DE ALERTA
Cabe preguntarse si nuestros antepasados sabían qué estaban haciendo cuando arrasaban bosques enteros, muchos de ellos milenarios. ¿Eran conscientes de las consecuencias que su actuación tendría tanto sobre el clima como sobre el medio?
Según el relato oficial impulsado por las ciencias naturales y físicas durante las últimas décadas y que hoy condiciona las agendas gubernamentales nacionales e internacionales, la respuesta es que no. De hecho, como han oportunamente denunciado algunos historiadores ambientales, la historia oficial del Antropoceno afirma erróneamente que la humanidad no sabía lo que hacía.
Por lo menos no hasta la mitad del siglo pasado, cuando biólogos, químicos y geólogos empezaron a descubrir que nuestro estilo de vida estaba alterando los procesos planetarios y que esto introduciría cambios en el clima y volvería más frecuentes e intensos fenómenos naturales excepcionales.
En la ceremonia de presentación del Nobel otorgado en 1995 al químico neerlandés Paul Crutzen, al ingeniero químico mexicano Mario Molina y al químico estadounidense Sherwood Rowland por sus investigaciones sobre la química atmosférica y la predicción del adelgazamiento de la capa de ozono como consecuencia de la emisión de ciertos gases industriales (los clorofluorocarburos o CFC), Ingmar Grenthe, de la Academia Sueca de Ciencias, afirmó: “Hemos llegado a comprender que influimos y somos influidos por nuestra biosfera, nuestra área vital. Uno de los objetivos de la ciencia es describir y explicar cómo sucede esto”.
Sin embargo, bajo la lupa del historiador, dicho relato oficial no se sostiene. Si volvemos a nuestro ejemplo, la deforestación de extensas áreas del arco alpino en el siglo XIX, encontramos muchos observadores contemporáneos que no dudaron en denunciar lo que estaba pasando.
Entre ellos estaba, por ejemplo, el italiano Pietro Caimi, quien ya en 1857 se refirió a la deforestación salvaje que, en pocas décadas, a partir de los primeros años del siglo XIX, había desnudado las montañas de Valtelina en Italia centro septentrional. Caimi escribía:
“Querría ser un falso profeta, pero predigo un triste futuro para la Valtelina si no se frenan las devastaciones forestales sobre sus montes y si no se hacen resurgir sus selvas. En menos de un siglo sus planicies se convertirán en pantanos, sus cerros se volverán estériles, sus ríos y torrentes devastarán los cultivos y sus pueblos. Las montañas degradadas golpearán con avalanchas la población”.
UN PRODUCTO DE NUESTRAS DECISIONES
Como se puede observar, entender el cambio climático como un proceso histórico ofrece la ventaja de salir del presentismo que lo caracteriza hoy y, al mismo tiempo, ofrecer a la población una explicación del fenómeno mucho más completa y convincente.
Aún más si consideramos que permitiría dejar claro, de una vez por todas, que este abrumador desastre que los científicos están denunciando desde décadas no es algo de hoy, sorpresivo, sino que es algo que construimos con nuestras propias manos, a veces de manera razonada y consciente.
Ya no vivimos en la antesala de un nuevo mundo producido por el cambio climático, o mejor dicho de nuevos mundos, porque está claro que no todas las sociedades están preparadas ni tienen los recursos necesarios para enfrentar debidamente esta coyuntura posiblemente desastrosa. Ya estamos en ellos y, a pesar de eso, muchos gobiernos e individuos se niegan a reconocerlo.
Analizar y explicar con las categorías y metodologías propias de la historia política e institucional las decisiones que nos llevaron al borde del abismo podría ayudar a contrastar el negacionismo, concienciar a la ciudadanía y responsabilizar a los gobernantes. El cambio climático, antes de ser natural, es un producto histórico y, por lo tanto, político.
* Investigador Marie Curie en el Instituto Cultura y Sociedad (ICS), Universidad de Navarra