Sector público indolente y manioso, la gran clave de la decadencia argentina que atormenta a los ciudadanos
LUCIANO ROMÁN
Si se mira al Estado nacional desde un dron, se verá un gigantesco organigrama fracturado, una maquinaria paralizada por internas facciosas, y una administración sin rumbo ni orientación. Pero si se incluyen las administraciones provinciales y locales, y se las mira al ras del suelo, desde la perspectiva del ciudadano común, se verán oficinas públicas que han dejado de atender, ya no dan respuestas elementales y tratan a los contribuyentes como si fueran una molestia.
El problema de la burocracia y la ineficiencia estatal no es –por supuesto– un problema nuevo en la Argentina. Lo novedoso, sin embargo, es que parece notoriamente agravado en los últimos dos años. La pandemia ha oxidado casi todos los resortes de la administración pública. Se han multiplicado los atrasos, se han debilitado los sistemas de atención, se ha avanzado –de manera improvisada, sin capacitación y a los tumbos– con mecanismos de gestión exclusivamente digitales; se han reducido las ventanillas de reclamos y se ha hecho, de cualquier trámite normal, un laberinto de penurias y dificultades que pone a prueba la paciencia colectiva.
En la provincia de Buenos Aires, la mayoría de las oficinas públicas se han transformado en un misterio que ya ni siquiera los gestores logran descifrar. No se sabe si atienden o no; si hay que pedir turno; si responden por teléfono o por mail; si hay que iniciar el trámite en la web; si existe la mesa de entradas. Se ha abierto el grifo de cierta anarquía administrativa: cada subsecretario, director o jefe de departamento baja una línea distinta. Muchos han establecido “trabajo rotativo” (algunos días van y otros no) y “atención salteada” (presencial, de vez en cuando). No se ha completado la vuelta a la presencialidad plena, y en muchos casos, no ir a la oficina se ha consagrado como un derecho adquirido.
El inventario de consecuencias prácticas es infinito. Pero basta con mencionar que renovar la licencia de conducir, gestionar una partida de nacimiento o un subsidio por fallecimiento, hacer una averiguación en catastro o acceder a una cobertura en obras sociales como IOMA o PAMI son trámites cada vez más complicados, lentos y engorrosos, que provocan una creciente impotencia ciudadana. Cada uno de esos universos es “un mundo” con explicaciones y particularidades propias. Algunos dependen de los municipios, otros de las provincias o de la Nación. El denominador común, sin embargo, es el deterioro del servicio público en todo lo que tiene que ver con la administración cotidiana. Son problemas que parecen aislados, pero hablan de una degradación general en la que todos los engranajes administrativos se ven resentidos.
Hasta lo más simple se torna complejo. Hasta lo que funcionaba bien deja de funcionar. Un ejemplo concreto: en estos días es casi imposible obtener una tarjeta SUBE. Lo atribuyen a un pico de demanda y a un “problema mundial” con la provisión de chips. Lo cierto es que, hasta lo más pequeño e instrumental, como gestionar el pago del transporte público, se convierte en una carrera de obstáculos. Lo mismo ocurre con los pasaportes, y también lo adjudican a la “escasez global de chips”. Cuando se intenta consultar, obtener precisiones o, simplemente expresar alguna inquietud, se entra en un túnel de 0-800 con música funcional que no termina nunca. O se remite a un robot que simula atención por WhatsApp o a una consulta por mail que, en el mejor de los casos, será contestado con una respuesta automática: “Estamos trabajando para resolver su inconveniente”.
Detrás de esta colección de dificultades se esconde una concepción del empleo público y de la gestión administrativa que desprecia los valores de la calidad y la exigencia. Esa cultura se ha instalado en el poder. Si se escucha a funcionarios de los gobiernos nacional o bonaerense, se advertirá que aluden a los empleados públicos como un sector “castigado” al que de algún modo hay que resarcir. Solo se habla de sus derechos, no de sus obligaciones. Exigir es una mala palabra, a la que el oficialismo (en un juego de retórica demagógica) asocia al “neoliberalismo”. La evaluación de rendimiento y resultados, la calificación, el control de gestión, el ascenso por mérito y no por antigüedad, el premio por puntualidad y presentismo… todo forma parte de un manual que el oficialismo aborrece. Jerarquizar el servicio público es un objetivo que desentona con la ideología dominante. Garantizar eficiencia y calidad de atención al ciudadano son propuestas de “ajustadores y privatizadores”. Se piensa el Estado hacia adentro, de una manera endogámica, y no hacia afuera, como un prestador de servicios públicos.
Ese discurso se ha enquistado en los más diversos estamentos administrativos, donde hacer bien o mal la tarea no marca la diferencia. Es una concepción en la que el trabajo público se asocia más a un subsidio que a un salario. La estabilidad en el empleo (que fue concebida como una garantía contra las persecuciones políticas) se ha convertido en una coartada para la ineficacia estatal. Cualquier sistema que apunte a medir (calidad, eficiencia, rendimiento) debe ser combatido. Es lo mismo resolver diez trámites en un día que cinco, dos o ninguno. Todo eso genera un efecto contagio que atraviesa el escalafón de punta a punta. A los buenos empleados públicos (que, por supuesto, son muchos) se los desalienta en lugar de premiarlos. El que quiera elevar la vara será marginado: el reino del revés que describía María Elena Walsh existe y funciona en la administración pública.
Se ha llegado al delirio de que reacciones de violencia y furia en oficinas públicas, como las que se produjeron hace pocos días en un registro civil de Mar del Plata y en otro de González Catán, despierten simpatía y adhesión en las redes sociales. Son síntomas de un desquicio colectivo, en el que se justifica (o al menos se comprende) una reacción descontrolada y justiciera como la de la película Relatos salvajes.
En el Estado, el trabajo a reglamento se ha convertido en una cultura. Los funcionarios no se sienten llamados a modificar ese estado de cosas; más bien lo convalidan. La política saca sus cuentas: es más “redituable” incorporar cinco personas para hacer el trabajo de una que pagarle bien y exigirle a una sola para que garantice una tarea de calidad. Nivelar hacia abajo no es solo un eje vertebral de la ideología populista; también es un negocio de los que buscan mantenerse en el poder sin mirar el largo plazo.
Uno de los dramas de la Argentina es que la actual no es la primera generación política que hace esos cálculos. Así llegamos donde estamos: un país condenado a endeudarse para financiar a un Estado convertido en un barril sin fondo. Deshacer la madeja no será fácil ni podrá hacerse de un día para otro. El achicamiento del sector privado (con una acentuada disminución en la generación de empleo genuino) refuerza la concepción del Estado como gran bolsa laboral. Pero siempre hay un punto de partida para intentar torcer el rumbo. Si el Estado se reconciliara con el trabajo y el servicio de calidad; si empezara por atender bien al ciudadano, por dar respuestas en las ventanillas, por agilizar en lugar de obstaculizar, y por gestionar en lugar de “cajonear”, tal vez algo comenzaría a cambiar. La “batalla cultural” quizá empiece por ahí: por entender que el Estado somos todos. Y que el empleo público es una obligación, no un privilegio.