Existe una enorme complicidad entre el Gobierno y numerosos sectores del país para seguir financiando el déficit en vez de atacarlo de raíz achicando un Estado tan voraz como inútil
os cambios que pueda traer aparejados una reducción del Estado generan oposición o temor en buena parte de la sociedad. Hablar de reducir gastos es políticamente incorrecto. Por eso, el eje del debate sobre la crisis se traslada a la forma en que el déficit se financia. Con deuda, con impuestos o con inflación. Pero del gasto no se habla.
El gobernador de Jujuy, Gerardo Morales, político astuto, sostuvo que todos los gobiernos anteriores, incluyendo el de Mauricio Macri, habían sido responsables del actual endeudamiento de la Argentina. Dio en la tecla, pero omitió un detalle. Lo que tuvieron de parecidos fue que confiaron en un ilusorio crecimiento que permitiría licuar, en términos relativos, la dimensión del gasto estatal. En aquel momento, fue “gradualismo”. Ahora se lo llama “secretismo”. Por lo menos, así lo expresó Alberto Fernández, cuando sostuvo que la palabra “ajuste” fue desterrada de las conversaciones con el FMI, ya que “nuestro secreto es crecer”.
El error de Morales fue no aclarar que el crónico endeudamiento tiene por causa el desbordado gasto público. Por eso le hizo el juego al kirchnerismo, que quiere instalar la deuda como chivo expiatorio de la crisis y no el gasto, la herramienta para mantener de rehén a la población. Un plan económico como el que exige el FMI, sería un tiro en el pie: menos gastos, pérdida de poder y liberación de rehenes.
La razón es sencilla. La mayor parte de los argentinos prefiere no alterar el statu quo, aunque ello implique hipotecar su futuro. Cargos, contratos, subsidios, pensiones, favores son nudos que los someten al poder. Ocho millones de personas en el sector privado sostienen a 20 millones que reciben dinero del Estado. Como en Cambalache, en la misma bolsa hay funcionarios probos, jubilados ordinarios y docentes sarmientinos junto a presos, terroristas y corruptos.
A grandes trazos, son cuatro millones de empleados públicos, ocho millones de jubilados y pensionados y casi otro tanto, que recibe planes sociales u otras asignaciones del Estado. Entre ellos, hay tres millones de jubilados sin aportes, dos millones y medio de empleados provinciales (en algunos distritos absorben más del 90% del gasto público), medio millón de municipales y un millón y medio de personas que cobran pensiones no contributivas (en Santiago del Estero, Formosa y Chaco superan el 30% de la población económicamente activa).
Después de 80 años de gasto creciente se ha creado una madeja de intereses casi imposibles de desatar. Nunca es momento para introducir reformas, nunca es oportuno bajar los gastos. Ni durante las crisis, porque es contraproducente, ni durante el auge, porque es aguafiestas y piantavotos
En el Senado de la Nación se pagan 5000 sueldos y 5600 en la Cámara de Diputados, incluyendo los 2100 que alberga la inexpugnable imprenta y la biblioteca del Congreso. Las 23 provincias y la ciudad de Buenos Aires tienen legislaturas con 1203 representantes. Se desconoce la cantidad de empleados, asesores y prebendas que rodean a esos ya numerosos cargos legislativos, más las jubilaciones de privilegio. Todo esto sin contar los concejos deliberantes en los 2300 municipios del país.
¿Quién no tiene un docente en la familia? Hay un millón de docentes: una mayoría laboriosa mancillada por expertos en ausentismo, pues la tercera parte está cubierta por suplentes para cubrir licencias obtenidas con certificados médicos dudosos o con acomodos políticos. ¿Quién no ama el cine nacional? Los 600 empleados del instituto del cine (Incaa) se llevan la mitad de los ingresos. Poco queda para el cine. ¿Quién no está orgulloso de la ciencia argentina? Pero muchas veces, por presión política, se costean becas para investigaciones que carecen de simetría con la capacidad de pagarlas. Docentes, cineastas y científicos, epítomes de la inteligencia nacional, también rehenes del poder, apologistas del gasto y detractores del ajuste.
Las supuestas políticas activas que promociona el Gobierno, como mantener millones de empleados públicos, expandir planes sociales y seguir subsidiando la energía, no impulsan el crecimiento, sino la fuga de capitales y de cerebros, el aumento de precios, la desaparición de la moneda y la pauperización del país
Las empresas estatales tienen sistemas de contratación poco transparentes que alimentan un universo de proveedores poco partidarios de reducir gastos. Como muestra, habría que preguntarle a Mauricio Filiberti, abastecedor de cloro a la deficitaria Aysa, dueño de un yate de 64 metros en el Mediterráneo.
Como él, aunque sin el yate, muchas empresas privadas, estudios contables, firmas consultoras, bufetes de abogados, agencias de publicidad, compañías de seguros, de transporte y contratistas varios dependen de organismos estatales para facturar ingresos. Rehenes del poder, beneficiarios del gasto.
¿Quién se atreve a tocar las tarifas de energía para reducir los subsidios y mejorar el servicio? Sensible a los reclamos de clubes de barrio, comedores populares y escuelas parroquiales, hasta varios conspicuos diputados se opusieron a los aumentos en 2018, cuando fueron la principal medida de Macri para reducir el déficit público. Cuatro años más tarde, la situación es peor, pero los 15 millones de usuarios de Edesur y Edenor son rehenes del subsidio a las tarifas y parecieran que muchos prefieren los cortes a mejorar su realidad.
En 2015, el 40% de las personas recibía algún tipo de subsidio social, hasta aumentar al 50% por la pandemia. No hay dudas de que la implementación de 140 planes sociales diferentes ha funcionado como red de contención ante el desamparo y la vulnerabilidad extremas. Pero también han sido formas de capturar como rehenes a los más necesitados. Piqueteros y “planeros” ocupan la primera fila en la gesta por el gasto, aliados contra cualquier programa de estabilización.
La pantomima de enfrentarse con el FMI no tiene por objeto salvaguardar el bienestar de los argentinos, sino evitar un plan económico y mantener el gasto desenfrenado para que la población siga siendo rehén del poder aunque colapse la Nación
Ni qué hablar de gran parte del sindicalismo. Con sus múltiples cajas negras, los retornos en las obras sociales, la personería gremial única, la cooptación de la justicia laboral, la industria del juicio y la homologación de aportes compulsivos. Nada que huela a democracia sindical, a auditorias independientes, a flexibilización laboral. Rehenes del poder y adictos al gasto, aunque pierdan afiliados, crezca la informalidad y los corran por izquierda.
Ese es el verdadero triunfo del populismo. Haber hecho indispensable la billetera estatal para que la población coma de su mano. Después de 80 años de gasto creciente, se ha creado una madeja de intereses involucrados casi imposible de desatar. Nunca es momento para introducir reformas, nunca es oportuno bajar los gastos. Ni durante las crisis, porque es contraproducente, ni durante el auge, porque es aguafiestas y piantavotos.
Al igual que el Presidente, también el gobernador Axel Kicillof sostuvo que “después de cuatro años de macrismo y dos de pandemia se está viendo un crecimiento relevante” y que aplicar un ajuste sería frustrarlo. “Tenemos que reforzar las políticas activas para que lleguen a los que más las necesitan”.
¿Esa es la “estrategia secreta” para crecer? ¿Mantener millones de empleados públicos en todo el país? ¿Continuar dilapidando recursos para subsidiar la energía? ¿Expandir los planes sociales para paliar la pobreza que la inflación provoca? Esas políticas activas no impulsan el crecimiento, sino la fuga de capitales y de cerebros, el aumento de precios, la desaparición de la moneda, la pauperización de la Argentina.
No hay que engañarse. La pantomima de enfrentarse con el FMI no tiene por objeto salvaguardar el bienestar de los argentinos, sino evitar un plan económico y mantener el gasto desenfrenado, para que la población continúe siendo rehén del poder kirchnerista, aunque la Nación colapse.