CARLOS A. MUTTO *
El angustioso proceso de transición industrial iniciado para reemplazar las energías fósiles por tecnologías no contaminantes amenaza con transformarse en una trampa industrial, financiera y ecológica que puede colocar a la humanidad ante una situación crítica.
Las tensiones que estremecen los mercados de tierras raras permiten suponer la existencia de un feroz enfrentamiento entre Estados Unidos y China por controlar la extracción, la producción y el reciclado de esos 17 minerales vitales que tienen una importancia crucial para las industrias del automóvil, telecomunicaciones, semiconductores, armamentos, tecnología digital y energías renovables, que serán determinantes para la economía del futuro.
Las amenazas y chantajes de Pekín comenzaron a principios de siglo y se agravaron en 2010 en represalia a ciertas restricciones comerciales de Japón y, luego, de la guerra aduanera y tarifaria con Donald Trump. Nadie explica claramente, sin embargo, las verdadera dimensión de ese duelo: a partir de este momento, el mundo deberá duplicar cada 15 años la producción de esas tierras –también conocidas como metales raros– que serán imprescindibles para desarrollar la transición energética. (La industria es tributaria, en total, de la casi totalidad de los 86 metales que integran la tabla periódica de elementos de Mendeleyev.)
Una sola cifra permite comprender las dimensiones colosales que tendrá la reconversión que prepara la economía mundial: entre ahora y 2050, el mundo deberá extraer más minerales de los que la humanidad extrajo desde hace 70.000 años.
Ese objetivo tiene alcances económicos y ambientales que nadie se atreve a imaginar para no pensar en las amenazas que entraña para los equilibrios económicos y la seguridad del planeta.
Consciente del interés geopolítico que podía tener el desarrollo de las reservas chinas, el primer ministro Deng Xiaoping definió a fines de los años 1980 el interés del Partido Comunista por el desarrollo de ese sector. En un contexto de tensión por la estampida de precios de ciertas materias primas industriales, el viejo líder develó la visión que aún preside la estrategia de Pekín: “Los árabes tienen el petróleo, pero China posee las tierras raras”, proclamó.
Mientras la producción china –protegida de la competencia exterior– aumentaba de año en año, Estados Unidos cerró la mina de Mountain Pass (California) y las actividades de transformación desarrolladas en Indiana por Magnequench, filial de General Motors. Sin perder de vista el tablero global, China compró Magnequench y deslocalizó la planta de Indiana a Tianjin, al sur de Pekín.
No es cierto, como se afirmó durante mucho tiempo con cierta ligereza, que China tiene el virtual monopolio de tierras raras. Su subsuelo cobija solo un tercio de las reservas probadas del mundo, lo que igual es enorme.
Una investigación planetaria del Instituto de Estudios Geológicos de Estados Unidos (USGS) demostró la existencia de grandes yacimientos de tierras raras en Brasil, Rusia, la India, Australia, Vietnam y otros países del sudeste asiático y en América del Sur (Chile, Bolivia y la Argentina). Desde 2015 hay exploraciones en curso en Canadá, África austral, Kazajistán y Groenlandia, lo que explica la insensata ambición de Trump de comprarle esa isla gigante a Dinamarca.
Con el aporte de empresas occidentales que se instalaron en China a partir de 2010, el país es actualmente capaz de extraer, separar, refinar y transformar una producción de alto valor agregado que le permite controlar 80% de los componentes esenciales utilizados en la producción de telefonía móvil, motores eléctricos, armas, aparatos de IRM, ciertas turbinas de eólicas, etc.
Mirado en perspectiva, el progreso chino parece ejemplar. Las dudas aparecen, sin embargo, cuando se agranda el focal para observar los detalles, porque todo el proceso de industrialización –por ejemplo, en Mongolia Exterior– se hizo al precio de un verdadero desastre ecológico y humano. La multiplicación de “lagos tóxicos” en el Guangxi provocó una verdadera epidemia de envenenamientos con ácido sulfúrico con decenas de miles de personas desplazadas a morideros conocidos como “ciudades del cáncer”.
Como sus reservas están limitadas a 44 millones de toneladas y el consumo podría multiplicarse en los próximos años, China procura ahora limitar su producción a 120.000 toneladas anuales, combatir la extracción clandestina y consolidar la industria a fin de limitar el riesgo de un agotamiento de recursos.
El desafío es mayor, teniendo en cuenta que las tierras raras tienen una importancia determinante en la estrategia del presidente Xi Jinping de elevar el nivel de la industria de high-tech con el doble objetivo de convertirla en primer sector de exportación y principal herramienta de una transición ecológica que debe alcanzar su objetivo de “cero carbono” en 2060, según John Seaman, autor de un estudio publicado por el Instituto Francés de Relaciones Internacionales (IFRI).
Las apremiantes exigencias de la transición energética obligaron a China a reducir preventivamente su producción y resignarse a transformarse en importador neto. Para garantizar la seguridad de sus aprovisionamientos, desde 2019 Pekín multiplica acuerdos en Asia, África e incluso con Estados Unidos.
Aun el Pentágono parece dispuesto a aceptar la implantación de unidades de refinado en territorio norteamericano, pero esa perspectiva implica el riesgo de crear una forma de dependencia que puede terminar por convertir a su principal rival industrial y geopolítico en proveedor cautivo.
Más que el problema del abastecimiento, la duda existencial que plantean las tierras raras es el drama –difícil de resolver– que representa la contaminación ambiental durante los procesos de extracción, purificación y tratamientos de los metales aglomerados en la roca: hace falta procesar casi nueve toneladas de tierra para extraer un kilo de vanadio, 16 toneladas por un kilo de cerio, 50 por la misma cantidad de galio y la delirante cantidad de 1200 toneladas para conseguir un kilo de lutecio. Una vez industrializados, solo una ínfima parte de esos metales permite producir más energía que la misma cantidad de carbón o de petróleo.
La clave del llamado “capitalismo verde” consiste, entonces, en reemplazar los recursos que emiten millones de toneladas de gas carbónico por otros que no necesitan combustión y, por lo tanto, no generan el menor gramo de CO2.
Todos los escenarios de crecimiento imaginados para reemplazar las energías fósiles por fuentes “limpias” admiten –en voz baja– que los costos ambientales, financieros y humanos serán exorbitantes. Antes de empezar esa transición sin precedente, la industria minera es actualmente el segundo entre los sectores industriales más contaminantes del mundo, según un estudio del Blacksmith Institute.
¿Quién va a reciclar y cuál será el costo de los actuales materiales perimidos y los que producirá el mundo en el próximo medio siglo (23 kilos anuales de residuos electrónicos por habitante)? ¿Cuál será el costo financiero y ambiental, sabiendo que la batería de un Tesla S pesa 25% de los 540 kilos del vehículo? El mismo dilema presenta cada una de las 54 grandes reconversiones industriales que exigirá la transición energética.
Los científicos que trabajan en la preparación de la COP 26, que se reunirá a fines de octubre en Glasgow (Escocia), temen que la opacidad en los desafíos que presenta la transición pueda conspirar contra el objetivo final y que –in fine– el remedio sea peor que la enfermedad. El problema es que el tratamiento parece inapropiado para abordar un problema impostergable.
* Especialista en inteligencia económica y periodista