La pandemia ha dejado al descubierto y acentuado el talón de Aquiles de la región: Los altísimos niveles de desigualdad
PATRICK J. MCDONELL
Cuando la pandemia comenzó a asolar la ciudad selvática de Iquitos, en Perú, Marlon Ashanga subió a su esposa, sus dos hijos y su padre enfermo por el virus en una canoa y los guió tres días río arriba, en lo profundo de la selva amazónica.
“La gente enfermaba por todas partes y teníamos miedo”, recuerda Ashanga, barquero en Belén, un barrio portuario de bulliciosos puestos callejeros y casas sobre pilotes. “En el bosque, podíamos confiar en los remedios naturales. Y sabía que no moriríamos de hambre”.
Felipe Salomón Valles huyó en dirección contraria: Estaba con su mujer enseñando en un pueblo remoto cuando la radio informó de la ola de contagios y del bloqueo nacional que amenazaba con atrapar a la joven pareja y a su bebé lejos de sus familias. Los tres se escabulleron en un bote de plátanos y luego caminaron por el monte arrastrando sus pertenencias para eludir las órdenes de permanencia en casa impuestas por la policía.
Más de un año después de sus respectivos escapes, los dos jóvenes -que dicen haber sobrevivido a ataques de COVID-19- se enfrentan ahora al desalentador reto de cómo mantener a sus familias en esta nación azotada por la pandemia, donde las minas de cobre se abren paso entre las montañas y el Pacífico se extiende a lo largo de 1.500 millas de costa. Valles y su esposa se encuentran desempleados. Ashanga apenas se gana la vida.
El coronavirus ha sumido a millones de latinoamericanos en la pobreza y ha frenado el progreso regional de combate a la desigualdad, asestando un golpe especialmente cruel a los jóvenes que se enfrentan a la doble barrera del aumento del desempleo y la disminución de las oportunidades.
“Ahora tenemos una gran necesidad, pero también hay mucha competencia por los puestos de empleo”, dice Valles, de 27 años. “Es un poco deprimente no poder trabajar. Pero al menos tengo a mi familia”.
Mientras los pobres se empobrecían más, la clase media de la región, a lo que la mayoría de los jóvenes aspiran a pertenecer, se enfrentaban a su propio ajuste de cuentas, ya que sus avances de los últimos años se veían obstaculizados y sus ahorros agotados. Una sensación de desesperación reina ahora desde los caserios tropicales hasta las aldeas andinas, pasando por los barrios urbanos y las barriadas, lo que ha desencadenado un rechazo al liderazgo de la vieja guardia, que se ha manifestado en la elección en junio en Perú, de un profesor de escuela de tendencia populista y de izquierda como presidente y en las protestas masivas que han sacudido a Colombia desde la primavera.
América Latina y el Caribe, donde vive el 8.4% de la población mundial, han registrado casi un tercio de las víctimas mortales del COVID-19. Pero los jóvenes de América Latina no solo están heredando las consecuencias duraderas de la pandemia. Se enfrentan a una brecha de riqueza cada vez mayor y a un inquietante legado de violencia, agitación política y conflictos sociales. Sus voces oscilan entre la rebelión y la resignación acerca de cómo afrontar todo, desde los cárteles hasta la corrupción y el cambio climático.
A pesar de una cuarentena temprana, Perú ha experimentado la tasa de mortalidad por COVID-19 más alta del mundo, unas 600 muertes por cada 100.000 habitantes, más de tres veces la de Estados Unidos, según la Universidad Johns Hopkins. Los medios de subsistencia han quedado destrozados en toda América Latina y el Caribe, donde se perdieron 26 millones de empleos y la economía colectiva se redujo un 7.4% en 2020, la mayor caída registrada, según el Banco Interamericano de Desarrollo.
“La pandemia ha dejado al descubierto y acentuado el talón de Aquiles de la región: los altísimos niveles de desigualdad”, dijo Michael Shifter, presidente de Diálogo Interamericano, un grupo de estudio de Washington. “La crisis juvenil de América Latina -no es una exageración hablar de una posible ‘generación perdida’- es un polvorín para la región”.
Ese descontento latente estalló en protestas callejeras en toda Colombia, incluso en Bogotá, la capital, donde los manifestantes ocuparon la explanada del transporte masivo Las Américas y rebautizaron la plaza con el nombre de “La Resistencia”.
En medio de la persistencia de los altos niveles de infección por COVID-19, cientos de miles de colombianos han salido a las calles desde abril para exigir una transformación social y económica. Al frente del paro nacional han estado diversas legiones de jóvenes que rechazan un sistema que, según dicen, les ha robado oportunidades y la esperanza. La pandemia ha obligado a muchos a abandonar sus estudios y a aceptar trabajos con salarios mínimos.
"¿Por qué estamos aquí? Porque no tenemos nada más que perder”, dijo Juliett Murillo, de 19 años, una estudiante de ingeniería que estaba entre los cientos reunidos el mes pasado en una manifestación de protesta en la plaza de la Resistencia. “Terminamos la universidad y ¿qué tipo de empleos podemos encontrar? Trabajar en un call center o en un restaurante. Y con el COVID, todo ha empeorado”.
La acompañaban en la manifestación su hermana, Nesly Murillo, de 17 años, también estudiante de ingeniería, y sus padres.
“En mi generación no pudimos luchar, el gobierno nos impuso impuestos, nos quitó nuestros derechos laborales y tuvimos que aceptarlo”, dijo el padre, Fernando Murillo, de 43 años, corredor de ganado. “Estoy aquí para apoyar a los jóvenes que luchan por sus derechos, y por los derechos de las generaciones futuras, mis nietos”.
Unos días más tarde, cientos de personas partieron del campus universitario nacional entre coros de "¡Viva el paro!” y el acompañamiento de tambores, la banda sonora omnipresente de las protestas.
“Ser joven en Colombia es no tener futuro”, dijo Stephanny Avedaño, de 20 años, estudiante de tercer año de literatura y ciencias políticas, que enarbolaba la bandera de su universidad mientras marchaba bajo la lluvia intermitente. “Estamos luchando por una vida digna”.
Las perspectivas de empleo son sombrías para los jóvenes en una región en la que casi la mitad (48.5%) de la población tiene menos de 30 años -en comparación con el 38.7% de Estados Unidos, según las Naciones Unidas- y la renta per cápita, de 7.404 dólares, es la octava parte de la de Estados Unidos, según el Banco Mundial.
Como a otros, a Avedaño le preocupa la deuda acumulada por sus estudios en una universidad privada. Un hermano mayor se graduó en 2014 y aún está pagando los costos. “Hoy en día, para los colombianos, estudiar es prácticamente un privilegio”, dijo Avedaño. “Realmente, el hecho de sobrevivir es ya un privilegio”.
Un grupo de manifestantes vestidos con trajes para burlarse de la clase política colombiana se concentró frente a la oficina del fiscal general y lanzaron bloques de harina, desatando nubes de polvo blanco que simbolizaba cómo el multimillonario comercio de cocaína ha corrompido la autoridad en el mayor productor de cocaína del mundo.
El gobierno colombiano ha atribuido los disturbios a provocadores “terroristas”, citando los ataques a las comisarías de policía. Los grupos de derechos humanos han documentado docenas de muertes relacionadas con las protestas, la mayoría a manos de la policía y de pistoleros no identificados. Los organizadores suspendieron las acciones callejeras tras dos meses de agitación, pero se comprometieron a seguir exigiendo una sociedad más justa, y el 20 de julio, día de la independencia de Colombia, estallaron nuevas protestas.
La falta de una resolución clara pone de manifiesto que los agravios siguen latentes en toda América Latina, lo que prepara el terreno para futuras revueltas. Las protestas callejeras a gran escala han afectado a Brasil y Cuba en las últimas semanas.
“La huelga no termina aquí", declaró Noelia Campo, una líder indígena que llevaba un sombrero de paja tradicional y un poncho con el telón de fondo de una estación de peaje quemada y derribada en la carretera Panamericana de Colombia. Habló bajo una lluvia torrencial, mientras los manifestantes levantaban el bloqueo de la carretera, instalado hace más de un mes, en el tramo que une las ciudades de Cali y Popayán.
Los jóvenes activistas indígenas, afrocolombianos y campesinos han estado en la vanguardia de la rebelión callejera de Colombia. Para ellos no solo está en peligro el futuro, sino la esencia de sus identidades y culturas. Apuntan a los monumentos que honran a los conquistadores españoles y a las figuras de la época colonial -que consideran símbolos de un legado racista- y defienden la causa de las comunidades marginadas desde hace mucho tiempo que han visto empeorar su suerte en la era de la pandemia.
“La desigualdad social es lo que nos impulsó a levantarnos”, dijo Campo, de 29 años, mientras estaba de pie junto a la carretera en la provincia del Cauca, en el suroeste de Colombia, una región majestuosa pero plagada de violencia, con montañas cubiertas de pinos, valles verdes y lagos luminosos.
El Cauca, donde la autoridad gubernamental está en gran medida ausente, es un terreno muy transitado por traficantes de cocaína, paramilitares, mineros clandestinos y diversas facciones rebeldes que se apoderan de las tierras con impunidad. Decenas de activistas sociales han sido asesinados en el Cauca y regiones adyacentes en los últimos años, dicen los grupos de derechos humanos, una tendencia que se aceleró durante la pandemia.
Entre las víctimas se encuentra Yordan Eduardo Guetio, de 26 años, que defendía los derechos de los campesinos en la localidad de Corinto, en el Cauca. En la noche del 2 de febrero iba en su motocicleta con su padre cuando unos hombres armados le obligaron a bajarse de la moto, según declaró posteriormente su padre a la radio local. El cuerpo de Guetio fue encontrado una hora después.
“Ser líder aquí es correr un grave riesgo”, dijo Liliana Pechené, de 34 años, ex gobernadora del resguardo de Guambia, una comunidad indígena del Cauca. “Aquí matan a tres o cinco personas y en realidad esas vidas no tienen ningún valor porque... el Estado lo ignora”, añadió Pechené, madre de dos hijos, hablando dentro de su casa en la montaña.
Daniela Anacona, de 24 años, organizadora de una asociación de campesinos en Popayán, la capital de la provincia, forma parte de los millones de “desplazados” de Colombia, que se ven obligados a abandonar sus regiones de origen debido a la inseguridad endémica del país. Cuando Anacona tenía 3 años, su familia huyó al Cauca desde el Sur del Putamayo.
“Con la violencia que sufrimos, con la pandemia, con la pérdida de ingresos, estamos en una guerra permanente por el futuro de nuestros hijos”, manifestó Ancona, hablando en un café de Popayán.
Antes de la pandemia, dijo Anacona, tenía la intención de asistir a la universidad, pero ahora vende fruta en un mercado mientras impulsa un cambio social y cuida de su hija de 4 años.
“Hay muchas mujeres jóvenes aquí que se prostituyen, y muchachos que se convierten en pistoleros o venden drogas porque no tienen otra opción”, expuso Anacona. “Por la falta de educación y de oportunidades”.
“Si no hay turistas, ¿cómo vamos a comer?”, preguntó Maribel Tuyro Curo, de 22 años, con una angustia evidente. "¿Podremos volver a ganarnos la vida?”.
Ella y su marido, Gustavo Yapo Pumachara, también de 22 años, se encuentran entre la multitud de comerciantes que venden prendas tejidas a mano con lana de alpaca y oveja en las calles de Cuzco, la antigua capital inca que se encuentra a 3.000 metros de altura en los Andes peruanos.
El COVID-19 ha frenado el turismo en todo el mundo, con consecuencias económicas de gran alcance en toda América Latina, desde la Patagonia hasta Cuba y México. Relativamente pocos visitantes han comenzado a regresar a Cuzco, que durante mucho tiempo fue un destino favorito para mochileros, hipsters y jet-set, y un punto de partida para visitar Machu Picchu.
Los ingresos de la joven pareja de artesanos, que nunca fueron sustanciales, eran al menos suficientes para crear expectativas de una vida mejor. Ahora sus ingresos se han desplomado hasta casi nada.
Se conocieron mientras él cumplía un período de dos años en el ejército, destinado a zonas lejanas donde los militares luchan contra los narcotraficantes. Desde entonces, él ha aprendido a tejer pulseras y ayuda a publicitar en las redes sociales los trabajos de la pareja, que incluyen suéteres, sombreros y otros artículos. Ambos adoran a su hijo de 20 meses, Dorean Taylor, que acompaña a la pareja cuando montan la tienda junto a un muro de piedra tapizado con trazos incas.
“No quiero que mi hijo tenga que vender en la calle, como nosotros”, dice el padre.
El embarazo de Tuyro fue difícil. Asegura que estuvo a punto de morir. Luego llegó la pandemia.
Ella y su hijo se refugiaron en la casa de sus padres en un pueblo de las afueras de Cuzco, donde la familia cultiva maíz y patatas. Tuyro se crió como uno de sus 12 hermanos y aprendió a tejer con su madre, acompañándola en sus salidas a vender. Su padre fabricaba bolsas de lana.
De niña, recuerda Tuyro, a veces no había suficiente comida en casa, un recuerdo que, por cierto, todavía la persigue.
“Me encantaría tener mi propia tienda con mis creaciones, hechas a mano, todo de alta calidad”, dijo, expresando también su deseo de volver a la escuela y estudiar diseño.
Esa visión parece muy lejana en este momento.
Mientras el sol se ponía en los picos nevados, marido y mujer empaquetaron sus artículos no vendidos en una manta y se los llevaron, subiendo por las venerables calles de piedra, con su hijo a cuestas, y con sus luchas más graves de lo que jamás habían imaginado.
“Hay una maestra muy bonita”, recuerda Felipe Salomón Valles que le dijo su padre.
La joven maestra fue invitada a la casa de la familia de Valles en Nauta, un animado puerto fluvial de la Amazonia peruana. La llevó a dar un paseo en su patineta eléctrica. Valles y Consuelo Julca se comprometieron en 2015.
Valles no tenía un título de profesor, pero consiguió un trabajo en una escuela primaria con su esposa en un caserío de la selva. El sueldo era mínimo, pero los aldeanos le proporcionaron un hogar sencillo. “Fue algo muy bonito vivir juntos como pareja y como maestros”, dice Valles.
Su hija, Mia Salomé, nació en junio de 2018 en Iquitos, una ciudad que en su día fue un boom del caucho y a la que solo se puede llegar desde el exterior en avión o en barco, aunque sus calles bullen de patinetas eléctricas y taxis de tres ruedas. El COVID-19 golpeó la zona con fuerza, proporcionando un anticipo distópico de los estragos futuros en otros lugares. Los enfermos desbordaron el débil sistema sanitario de Iquitos.
La situación llegó a ser tan grave que el año pasado las autoridades enterraron en secreto a cientos de víctimas de la pandemia en tumbas sin nombre en una zona despejada de la selva a unos 20 kilómetros de Iquitos. La acción desató la indignación una vez que se conoció. Los familiares exigen que los restos sean desenterrados, identificados y enterrados adecuadamente. Colocaron cruces en las parcelas donde creen que están enterrados sus seres queridos, y muchos llegaron hasta ahí a presentar sus respetos el Día del Padre.
Valles intenta superar esos momentos. Sin empleo, está estudiando en línea con la esperanza de conseguir otro puesto de maestro en un mercado extremadamente competido: “Cuando era más joven tenía muchas aspiraciones, pero tuve que dejar mis estudios para trabajar y ayudar a mi familia”, dice Valles, que trabajó como camarero, mecánico, vendedor de ropa y en 2012 en una fábrica de zapatos en Lima, la capital peruana.
“Me gusta estar en mi tierra”, dijo Valles, asegurando que no le agradó la gran ciudad. “Me gusta mi selva, la gente, sus comunidades y su cultura”.
Se conformaba con dar clases en el interior del país con su mujer, pero la propagación de la pandemia en marzo de 2020 provocó su huida en un barco bananero y la posterior travesía por la selva, arrastrando a su hija, maletas y gallinas, antes de regresar a Nauta. Sin embargo, el bloqueo significó que la esposa de Valles, Consuelo, no estuviera con su padre cuando cayó gravemente enfermo y murió en Iquitos en mayo.
La profesora siguió dando clases a distancia, aunque la falta de acceso a Internet complicó las cosas. Enviaba las lecciones por escrito a través de un barco río arriba y los niños le mandaban sus tareas de regreso en el mismo barco. Valles cayó enfermo -estuvo dos meses en cama- y no pudo dar clases. La pareja agotó sus limitados ahorros. No tienen trabajo y su futuro está en suspenso.
“Son tiempos difíciles para todos, pero creo que al final habrá empleo y oportunidades”, dijo Valles. “Siempre tengo esperanza”.
Marlon Ashanga navega en su canoa, impulsada con un pequeño motor fuera de borda, por el río Itaya, un afluente del Amazonas que atraviesa su barrio de Belén.
Muchos de los 65.000 habitantes de Belén, incluido Ashanga, emigraron aquí desde asentamientos lejanos, buscando algo mejor que la vida de subsistencia en la selva. Los habitantes del vasto interior llegan diariamente en barco para entregar pescado y productos de la selva a los mercados de los puertos de Belén y Nauta.
Cuando la pandemia se instaló, Ashanga estuvo 15 días con fiebre alta. Supuso que se trataba de dengue, una dolencia un tanto común en Belén, donde florecen las enfermedades transmitidas por mosquitos y por el agua. Después de él, su padre, de 70 años, cayó enfermo, al parecer de COVID-19. El anciano no podía levantarse; imploró a su hijo que le dejara morir. El precio del oxígeno y las medicinas se había disparado.
Un desesperado Ashanga decidió evacuar a su familia a la relativa seguridad del bosque, donde se había criado y sabía cómo sobrevivir y encontrar plantas y hierbas medicinales.
“No tenía dinero”, dijo Ashanga, de 35 años. “Y para vivir aquí en la ciudad necesitas dinero”.
En cuatro días, aprovechando una habilidad que aprendió de niño, él y un sobrino fabricaron una canoa de 25 pies apta para el difícil viaje.
La familia Ashanga se dirigió a Manchuria, un asentamiento de 300 personas que se encuentra a tres días de distancia río arriba, a través del poderoso Amazonas y diversas vías fluviales. Aunque Ashanga tiene parientes allí, la bienvenida inicial fue cautelosa: Los recién llegados tuvieron que pasar la cuarentena en el monte durante 15 días. Construyeron una cabaña improvisada y vivieron de la abundancia de frutas, verduras y pescado de la selva.
La familia regresó cuatro meses después a Belén y a su casa sobre pilotes en la llanura aluvial de Itaya.
Pero la pandemia ha eliminado una fuente de ingresos clave para Ashanga: los paseos fluviales para los visitantes de la selva a través de los malolientes canales de Belén, a veces llamada la “Venecia del Amazonas”, una dudosa analogía. Los informes sobre el aumento de las infecciones y las variantes emergentes han mantenido alejados a los forasteros.
“Después de todo lo que hemos pasado, parece que todavía tenemos que trabajar más y más duro solo para sobrevivir”, dijo Ashanga. “En este momento, no tenemos nada”.
Su canoa pasa junto a bares y tiendas de la ribera, compañeros que transportan cargas de plátanos y niños descalzos que dan patadas a un balón de fútbol en un campo anegado. Los instintos perfeccionados en la selva ayudaron a Ashanga a sacar a su familia del riesgo en un momento de peligro. Ahora, él y otros muchos jóvenes deben encontrar nuevos caminos para recomponer sus vidas destrozadas.