CLAUDIO SCALETTA *
El día mundial del ambiente fue establecido por la asamblea de la ONU cada 5 de junio y se celebra desde 1974. La fecha refiere al inicio de la Conferencia de Estocolmo de 1972, la primera en la que el organismo multinacional buscó “forjar una visión común sobre los aspectos básicos de la protección y la mejora del medio humano”.
La conferencia consolidó lo que ya era un clima de época y que los argentinos pueden evocar más afectivamente con la adelantada “Carta a los Pueblos y Gobiernos del mundo”, que Juan Perón difundió desde Madrid en febrero del 72. Lo que estaba ocurriendo por entonces eran manifestaciones de la toma de conciencia de la especie humana sobre los impactos que las nuevas sociedades industriales avanzadas provocaban sobre el ecosistema global.
No es casual que esta toma de conciencia haya aparecido sobre la etapa final de lo que se conoce como la era de oro del capitalismo, con el gran desarrollo de los Estados de bienestar de la segunda posguerra, pero bajo el avance imparable de la industrialización y la revolución verde en el agro, un doble proceso que alejaba las hambrunas y consolidaba los éxodos hacia la vida urbana, voluntarios o no, en todos los rincones del planeta. Desde siempre el índice de urbanización fue y es un indicador de desarrollo.
Para el campesino pobre la vida agraria es un mundo de alienación que carece de esa aura bucólica que imaginan las clases medias urbanas del presente. Puede resumirse que la toma de conciencia ambiental es hija de dos procesos interrelacionados: el crecimiento de la población facilitado por los excedentes alimentarios y las mejoras generalizadas en la calidad de vida, las que se encuentran directamente asociadas a la urbanización y a la intensificación de los consumos de energía per cápita.
Son estos dos factores los que aumentaron la polución y las emisiones de carbono y presionaron sobre los recursos naturales del planeta. El aumento de la población se tradujo en la consecuente necesidad de expandir el área de los terrenos destinados a la actividad agropecuaria y el desarrollo industrial y la urbanización presionaron sobre la demanda de energía, las emisiones de carbono y una de sus principales consecuencias: el calentamiento global presentado tibiamente como “cambio climático”, expresión que asusta menos.
Nótese que no se trata de puntos de debate, las fronteras agrícolas se expanden junto con la población mundial, la demanda de energía se intensifica y la atmósfera efectivamente se está calentando, aunque ello no suponga el escenario catastrofista que algunos describen.
La problemática ambiental no es un invento ecologista, es un dato. A partir del presente ya no existe la posibilidad de pensar ninguna actividad humana sin tener en cuenta su impacto ambiental y la mitigación de este impacto. Por eso la dicotomía entre ambiente y desarrollo es falsa. La verdadera dicotomía del presente es la que enfrenta a las corrientes ecologistas prohibicionistas, las que abogan por la prohibición de actividades y tecnologías, con el desarrollo sustentable.
La “gran confusión” en materia ambiental reside en que el prohibicionismo aportó a la construcción de una agenda equivocada que, cuando es adoptada total o parcialmente por los hacedores de política, puede convertirse en una traba real y efectiva para el desarrollo económico y el bienestar de las mayorías. Para los economistas, las luces rojas se encendieron porque los campos de lucha del prohibicionismo se centraron precisamente en las principales actividades exportadoras, actuales y potenciales, de la economía local: la agropecuaria, los hidrocarburos y la minería, a las que con alguna complejidad se suma la energía nuclear.
No se hará aquí una genealogía del prohibicionismo, pero es necesario destacar algunos aspectos generales de su ideología subyacente, el neomaltusianismo. Para esta corriente las presiones sobre el ambiente resultan del crecimiento económico por lo que su propuesta es frenar el crecimiento.
Lo primero que debe decirse es que no parece lo mismo plantear la hipótesis de decrecer en sociedades desarrolladas avanzadas, las que efectivamente se acercaron al límite de la explotación de sus recursos naturales, que hacerlo acríticamente en sociedades con bajo desarrollo, abundantes recursos naturales sin explotar y altos índices de desocupación y pobreza.
Segundo, la presunta necesidad de decrecer llevó también a cuestionar conceptos económicos elementales, como la productividad. Se recuerda aquí que no existen ejemplos históricos de países que hayan mejorado sus indicadores sociales sin que crezca su PIB per cápita.
Por último, el prohibicionismo recuperó el ludismo de los albores de la revolución industrial, con lo que también puso en la mira a la industria y a las tecnologías aplicadas a la producción, proceso que fue acompañado por una exaltación de las bondades de la vida rural, visión que a veces convive con distintas formas del indigenismo y la necesidad de recuperar “saberes ancestrales”, así como con la negación del consumo formulada bajo la idea del “buen vivir”. Se trata de un paquete ideológico complejo que demanda mucho más que un párrafo para ser desentrañado.
Debe considerarse que a la ideología se suman otras historias que no se abordan aquí, como por ejemplo el enfrentamiento entre multinacionales qué convirtió a los transgénicos en enemigos de lo ambiental, la confusión entre técnica y modelo económico o la cruza entre veganismo y geopolítica que se expresó en el rechazo al plan de exportación de cerdos a China.
Lo que interesa formular en el día mundial del ambiente es que todas y cada una de las principales actividades económicas de la economía local tienen una agenda ambiental más o menos pendiente y que esta agenda no pasa precisamente por la prohibición. Consideremos las dos actividades principales, el agro y la minería.
* En el agro existen problemas de contaminación por el mal uso de agroquímicos que se combinan con un bajo “poder de policía ambiental” estatal. También existe un mal uso de los suelos derivado del monocultivo.
Se trata de problemas cuya solución reside en las buenas prácticas agrícolas, la docencia, el castigo a los incumplimientos y las señales de precios. La falsa agenda, en cambio sostiene que el problema son los agroquímicos mismos, a los que llaman “agrotóxicos” (sic), y la tecnología aplicada a la producción, en especial el paquete transgénico, que paradójicamente demanda menos herbicidas por hectárea que los cultivos no transgénicos.
En las últimas semanas llamó la atención, por ejemplo, la dura campaña orquestada contra uno de los pocos desarrollos biotecnológicos, un transgénico de segunda generación, el trigo resistente al estrés hídrico, el que debería ser un orgullo antes que objeto de ataque. También se acusa al modelo agropecuario de cosas tales como seguir las leyes económicas del capitalismo aumentando la productividad y la escala, así como de expandir la frontera agrícola provocando desmontes.
La paradoja aquí es que a cambio se proponen modelos de producción alternativos con menor productividad por hectárea y dificultades para la producción a escala, modelo que para producir las mismas cantidades necesitaría áreas mayores, es decir mayores desmontes, salvo que junto con la transición hacia la “agroecología” se proponga también el decrecimiento poblacional y la caída de las exportaciones. Finalmente, las soluciones de fondo también las aporta la tecnología.
Desde el inicio de la revolución verde la técnica logró aumentar la productividad por hectárea, disminuir la cantidad de agroquímicos por unidad de superficie y reducir la toxicidad residual de los herbicidas. Se trata de un proceso en curso y que nada permite prever que no continuará.
* Con la minería sucede algo similar. El prohibicionismo sostiene que no debe permitirse la actividad minera --a la que llaman “megaminería”, como si existiese una minería moderna que no demande escala-- por considerarla fuente de envenamiento de las aguas y a la que, con el nombre de “extractivismo”, se acusa de no dejar ninguna riqueza en “los territorios”. La agenda ambiental verdadera, en cambio, es la misma que en el agro, las buenas prácticas ambientales, el seguimiento de procesos y la remediación de los potenciales accidentes, con aumento del poder de policía ambiental.
Luego, si se observa la evolución económica de las provincias mineras, como por ejemplo Santa Cruz y San Juan, se encontrará que en todas ellas aumentaron los productos brutos geográficos, mejoraron los indicadores sociales y las recaudaciones impositivas. Se agrega que si el régimen minero fuese tan favorable a las empresas como señalan sus críticos no se entiende como la economía local no está plagada de multinacionales en busca de lo que se regala. Por último, quienes proponen no hacer minería no dicen de dónde deberían provenir los productos mineros si se prohíbe la actividad. En tanto se supone que sin minerales no existe la vida moderna ¿proponen que el “desastre ambiental” se traslade a otras regiones del planeta?
Por último resta el aspecto económico principal. Las actividades atacadas por el prohibicionismo son o pueden convertirse en importantes fuentes de dólares por exportaciones. La falta de estos dólares representa la traba principal para el crecimiento de la economía. No existe ninguna forma de aumentar la inclusión social sin crecimiento económico y no se puede crecer si no se aumenta la disponibilidad de divisas para la importación de insumos y bienes de capital.
Mientras el falso ambientalismo ataca las actividades que pueden generar estas divisas, el ambientalismo verdadero asume que al ser humano es su sujeto principal, que no hay nada más antiecológico que la pobreza y que no existe mejor instrumento para el cuidado del ambiente que el desarrollo igualitario.
* Economista y periodista