OMAR AWAPARA*
Este domingo 6 de junio los peruanos van nuevamente a las urnas para elegir entre Pedro Castillo, un profesor de escuela rural y dirigente sindical que postuló con Perú Libre —un partido de extrema izquierda—, y Keiko Fujimori por Fuerza Popular, la hija del expresidente autoritario Alberto Fujimori, cuyo gobierno y principal legado, la Constitución de 1993, ha reivindicado en su campaña.
Las últimas encuestas publicadas muestran un virtual empate entre ambos candidatos. La elección del domingo es también una suerte de referéndum en torno a la continuidad del modelo económico neoliberal que ha reinado en Perú en las últimas tres décadas, pero que llega agotado y golpeado por la pandemia a este proceso.
No es la primera elección que pone en el banquillo a las políticas de libre mercado que se adoptaron en los años noventa, pero esta vez la posibilidad de que Perú gire drásticamente hacia la izquierda es concreta, y pondría fin a un periodo de bonanza y continuo crecimiento económico que, si bien tuvo límites, alcanzó logros muy notorios que vale destacar y defender.
Lo que entendemos como modelo económico neoliberal nunca fue antagónico al Estado, pero el establecimiento ortodoxo fue dogmático y miope frente a la realidad, y ahora se juega la vida en esta elección. El triunfo de Castillo implicaría un retorno a políticas estatistas y anacrónicas que han encontrado eco entre un sector amplio de la población que no ha gozado los frutos del crecimiento económico y la globalización.
La disyuntiva no es nueva. En 2006, en el contexto de la firma del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, un Ollanta Humala en la órbita chavista hizo campaña prometiendo cambio constitucional, políticas nacionalistas y un mayor rol del Estado en la economía. De haber triunfado, Perú habría sido parte del giro a la izquierda que fue casi hegemónico en América Latina en ese momento. Cinco años después, un Humala moderado y más próximo al Brasil de Luiz Inácio Lula da Silva que a la Venezuela de Hugo Chávez, terminó alcanzando la presidencia. Salvo un mayor énfasis en políticas sociales, poco del modelo se vio alterado.
Tras un respiro en 2016, donde dos candidaturas de derecha pasaron a segunda vuelta, las encuestas de esta elección no advirtieron hasta la última semana la arremetida final de Castillo, quien pasó en primer lugar a la segunda vuelta pero con menos del 20 por ciento de los votos válidos.
Si bien tras críticas de diversos sectores, Castillo presentó una nueva versión de su plan de gobierno (el original era un ideario firmado por el fundador de Perú Libre, Vladimir Cerrón, médico formado en Cuba, que reivindica el carácter marxista del partido), sus propuestas insisten en devolverle un rol protagónico al Estado e incluyen sacrilegios a la ortodoxia económica reinante como la revisión de los tratados de libre comercio y la prohibición de importaciones, entre otras medidas populistas y obsoletas.
Aunque las vías para implementar sus políticas, que incluyen convocar a una Asamblea Constituyente dirigida a reemplazar a la vigente, no están libres de obstáculos (Perú Libre tiene solo 37 congresistas de 130 en el parlamento), lo cierto es que en la segunda vuelta Castillo abandonó algunas de sus promesas más extremas, como la pena de muerte para los corruptos y el desmantelamiento de la Defensoría del Pueblo, y se comprometió a respetar el Estado de derecho, pero solo ha matizado su discurso y sus propuestas económicas.
Y, a pesar de su negativa a buscar el centro, el apoyo a Castillo se ha mantenido en las encuestas, que ha liderado prácticamente hasta este fin de semana. Una encuesta de principios de mayo de IPSOS revelaba que un 54 por ciento de peruanos quiere cambios moderados al modelo económico, y un 32 por ciento, cambios radicales. Solo el 11 por ciento apuesta por la continuidad.
Las elecciones de 2006 y 2011 eran indicios de un sentimiento similar, pero sin duda la pandemia catalizó la crisis del modelo económico.
Aunque las reformas de mercado que se adoptaron en el gobierno de Alberto Fujimori (1990-2000) han tenido éxito en términos de estabilidad macroeconómica y prosperidad, la pandemia provocó un retroceso de diez años en la lucha contra la pobreza, merced a la cual más de 3 millones de personas cayeron nuevamente en ella.
Hasta poco antes de la pandemia, el progreso económico era tangible, aunque venía perdiendo ímpetu. Entre 2002 y 2013, Perú fue uno de los países que más creció en América Latina, a un promedio de 6,1 por ciento anual. El ritmo decreció a 3 por ciento entre 2014 y 2019, pero igual contribuyó a que la pobreza bajará de 52,2 por ciento en 2005 hasta el 20,2 por ciento en 2019, y que la extrema pobreza rural se redujera hasta menos del 10 por ciento en el mismo periodo.
El crecimiento económico y la reducción de la pobreza coincidieron con un superciclo de materias primas, el cual Perú, como uno de los principales exportadores de minerales en el mundo, supo aprovechar muy bien gracias a una economía ordenada y abierta al mercado. Esa estrategia incluyó también una agresiva promoción de agroexportaciones que permitió al país convertir su desértica franja costera en una de las principales fuentes de uvas, espárragos, arándanos y otros cultivos a nivel global.
Esta historia de éxito, no obstante, contrasta con la suerte de un amplio sector de la población que quedó relegada. Como en otras partes del mundo, la globalización dividió a la sociedad en ganadores y perdedores. Los ganadores de esas reformas han defendido y sostenido el modelo año tras año y en cada elección. El impacto de la pandemia debilitó ese bastión de defensa y facilitó el ascenso de un candidato radical como Castillo.
La pandemia también acentuó la desigualdad. En el mismo periodo que 3 millones de peruanos caían debajo de la línea de la pobreza, cuatro nuevos peruanos se convirtieron en multimillonarios, y entre los seis identificados por Forbes acumulan una fortuna estimada en más de 11,4 trillones de dólares.
La estrategia del modelo económico peruano ha sido positiva, como lo muestran los números, pero deficiente: 3 de cada 4 trabajadores son informales en Perú, y bajo el eufemismo de clase media vulnerable escondimos muy bajos niveles de ingresos que se evaporaron con un shock externo como la pandemia.
Para evitar que el modelo se agote, como ha sucedido en Chile, se tiene que adaptar. Lamentablemente, ante intentos desde el Estado de extender la receta agroexportadora a otros sectores, la respuesta fue vehemente en defensa de la llamada “mano invisible” del mercado, cuando fue muy visible a la hora de elegir ganadores entre los agricultores costeros, con rotundo éxito.
Si el modelo sobrevive al 6 de junio, requerirá de una actualización urgente. No se puede soslayar el malestar y las demandas de cambio, ni justificarlas por los estragos únicos de la pandemia. Hace dos décadas que sabemos esto pero la complacencia y la ideología nos ganó.
Es necesario que el Estado acompañe la expansión del modelo, con inversión en capital humano e impulso a la productividad, por nombrar dos medidas, para que más peruanos sean parte de sectores ganadores y no vean atractivas ideas y políticas probadamente fallidas en el Perú y en la región.
*Politólogo y director de Ciencias Políticas en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC) de Lima.