El enfrentamiento político y la tensión social marca un año donde se renovarán buena parte de las autoridades chilenas
ROCÍO MONTES
Chile vive momentos convulsos a casi todos los niveles. El Congreso es escenario de una fuerte fragmentación y, lejos de intentar acabar con ella, al menos 16 personas han presentado su candidatura de cara a los comicios presidenciales de noviembre.
A lo anterior hay que sumarle que tan solo faltan tres semanas para las elecciones constituyentes, en las que la ciudadanía elegirá a los 155 redactores de la nueva Constitución, la primera tras la dictadura de Augusto Pinochet. También se celebrarán en 2021 comicios parlamentarios, regionales y locales.
Chile, 31 años después del retorno de la democracia, se enfrenta ahora con incertidumbre a un momento histórico en el que el país se resquebraja y en el que, además, no hay un consenso sobre el momento en el que comenzó a hacerse trizas, ni si el camino constituyente logrará encauzar el caos o no.
La clase política tira de medidas populares, mientras el Gobierno conservador de Sebastián Piñera agita los brazos para no ahogarse. Sin control del Parlamento, el Ejecutivo no ha logrado salir de la crisis que estalló en octubre de 2019, cuando las revueltas sociales —sin líderes claros— le pusieron contra las cuerdas.
Pese a que buena parte de la oposición busca destituirlo, no existen figuras relevantes, ni a derecha ni a izquierda, porque apenas ha habido regeneración. Parlamentarios excéntricos polarizan ahora el debate y se llevan los aplausos fáciles. Las redes sociales, además, no hacen más que echar gasolina al fuego.
“La lectura histórica está quebrantada en Chile”, opina Ascanio Cavallo, periodista político y autor de algunas de las investigaciones clave del pasado reciente del país de casi 19 millones de habitantes. Existen interpretaciones muy diferentes sobre el movimiento de 2019, los primeros Gobiernos democráticos y hasta de la dictadura, asegura el autor de La historia oculta de la transición.
“Ni siquiera tenemos un solo nombre para el estallido [social] de hace dos años. Algunos hablan de revueltas y otros de prerrevolución. No hay forma de designar lo que ocurrió porque todavía no hay forma de comprenderlo”, continúa Cavallo.
Las movilizaciones sociales de 2019 se frenaron en seco con la pandemia que llegó a Chile en marzo de 2020. Como prácticamente el resto del mundo, el país ha vivido una crisis sanitaria y económica, pero a la que hay que sumarle una crisis política y social que arrastraba desde antes de la covid-19, una enfermedad que ha matado a unos 25.000 chilenos y contagiado oficialmente a algo más de un millón.
La pandemia, por tanto, encontró en Chile a un Gobierno debilitado, que ni siquiera ha podido despegar gracias a la compra anticipada de vacunas, con las que ya ha inmunizado al 49,6% de la “población objetivo” (casi 16 millones de personas) con la primera dosis. El 37,8% tiene ya la segunda inyección, todo un récord en la región. Pero la desconfianza de la población no solo afecta al Ejecutivo, sino a los partidos de todo el espectro ideológico, al Congreso y al resto de instituciones del Estado.
Para la historiadora Sol Serrano, la promesa de prosperidad de la transición y los Gobiernos de centroizquierda (1990-2010), sin embargo, no fue un espejismo. Explica que en las últimas tres décadas Chile ha vivido una modernización muy rápida y con muchos cambios.
“Apareció una sociedad abierta, con mayor acceso al consumo, recursos y no solo con una disminución gigantesca de la pobreza, sino una pobreza distinta, heterogénea. Chile ha sido de los países que ha tenido un ascenso más rápido en educación superior”, dice.
Pero aunque no existe una fórmula perfecta en el mundo para la velocidad de los cambios, asegura Serrano, “en el caso chileno se pasó muy rápido de una estructura social muy jerárquica a una transformación de la estructura de clases, que es otra cosa que la desigualdad”.
Existen otras miradas sobre la crisis múltiple que enfrenta Chile. El sociólogo Rodrigo Márquez, investigador y académico, fue uno de los fundadores del Informe sobre Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), que desde al menos 1998 comenzó a alertar sobre el malestar de las personas.
“Durante los años siguientes se mantuvo un reclamo frente a una sociedad que no generaba las condiciones de seguridades básicas. Que daba las opciones para progresar y tener una vida mejor que la de los padres y abuelos, pero a un costo que no estaba a la altura del sacrificio”, explica Márquez.
Fue lo que terminó por explotar en 2019, con las revueltas, según explica. Lo que cambió no fue el desasosiego, sino la tolerancia: “Ciertas cuestiones se hicieron inaceptables. Se pasó de un malestar difuso a un malestar activo por las injusticias y desigualdades”.
Márquez asegura que la gente común y corriente en Chile no está polarizada, porque “hace mucho rato tiene una posición de reclamo consistente y mayoritario”, como quedó reflejado, a su juicio, en el resultado del plebiscito de octubre pasado: ocho de cada 10 chilenos votaron por enterrar y reemplazar la Constitución de 1980 redactada en dictadura.
Por lo tanto, “el clivaje está dado entre las sociedad que reclama transformaciones y todos los poderosos que, se advierte, gobiernan para su conveniencia y no quieren entender”, explica Márquez.
La tensión se advierte en el lenguaje. Partidos de oposición con representación en el Congreso usaron en redes sociales la consigna #estallido2021 como llamado a nuevas revueltas, luego de que Piñera anunciase que había recurrido al Tribunal Constitucional para impedir el tercer retiro del 10% de los ahorros de los fondos privados de pensión.
La ensayista Adriana Valdés, directora de la Academia Chilena de la Lengua, activa usuaria de las redes sociales, advertía hace unos días que en Chile se están utilizando mal “varias palabras potentes, entre ellas genocidio” (de lo que algunos sectores acusan a Piñera por el manejo de la pandemia). “Cuando las necesiten, ya no van a significar nada. Cuidado”, escribió Valdés.
La polarización no es nueva, según Guillermo Calderón, dramaturgo con una reconocida obra enfocada en la historia contemporánea: “Aparece como expresión política de la segregación de la educación, salud, las ciudades o el sistema de transporte, que en Chile está sentenciada por diseño”. No le sorprende la crispación y no le molesta que quede en evidencia.
“Antes, el proyecto entero estaba basado en una especie de colaboración entre una élite empresarial que llevaría al país al desarrollo y el resto de un país que debía esperar a que le llegara algo del éxito”, un asunto que Calderón cataloga como “un truco deshonesto”.
Tampoco le incomoda a Karina Nohales, abogada, portavoz de la coordinadora feminista 8-M. Durante la transición se intentó “desde el lenguaje construir la imagen de un país amistado con sus contradicciones“, asegura Nohales, que forma parte del movimiento que ha sido punta de lanza de las protestas chilenas.
Pero desde el estallido social de 2019, “todo se tensa y se da paso a un lenguaje químicamente puro de un antagonismo social que existía desde antes. Y ellos comienzan a decir cómo realmente nos ven”, dice la abogada, cuya acción política realiza desde Puente Alto, un municipio popular en el sur de Santiago.
Nohales se refiere a declaraciones como la del líder de la gremial Sociedad Nacional de Agricultura (SNA), el empresario Ricardo Ariztía, que esta semana dijo que la gente no llegaba a sus trabajos “porque reciben bonos del Gobierno” en el marco de la pandemia.
El antropólogo Pablo Ortúzar habla de una “clase media reventada”, de “políticos, empresarios y sacerdotes marcados por el signo de la corrupción y el abuso” y de “una clase alta en guerra civil”. “La lucha por el poder, la dominación y la figuración se ha vuelto cada vez más implacable en los contextos de élite”, asegura Ortúzar.
“Luego, la posibilidad de avanzar de manera pragmática por el camino que la clase media necesita –la construcción y la consolidación, de a poco, de un Estado social con mayores garantías– es bloqueada arriba por el delirio y la furia de los grupos dominantes de todos los bandos”, analiza el investigador del Instituto del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES).
Para Ortúzar, el populismo de los dirigentes políticos aparece, entonces, como una vía tanto para castigar la indolencia de los de arriba como para darle voz a los del medio.
La llama en la calle no se ha apagado. La violencia ha resurgido en Chile desde que, el martes, Piñera anunciase la intervención del Tribunal Constitucional para impedir un nuevo retiro de los fondos de pensiones, como ordenó el Congreso con el voto de parlamentarios oficialistas.
El retiro de dinero en efectivo es una medida popular, porque las ayudas no han llegado a la gente en medio de la pandemia, según los críticos del Ejecutivo. Pero los técnicos de todos los sectores han alertado sobre la complejidad de desfondar un sistema de pensiones sin tener otro de reemplazo. Arrinconado incluso por su propia coalición, Piñera negocia a contrarreloj para superar este nuevo revés político.
La resurgimiento de la protesta callejera preocupa a La Moneda. “Convocamos a todas las fuerzas políticas, a todos los líderes, a no hacer llamados que inciten a la violencia y, por el contrario, llamar a la tranquilidad de la ciudadanía en épocas en que estamos en pandemia”, señaló el subsecretario del Interior, Juan Francisco Galli.
El clima que se vive en Chile amenaza con empañar un año en que el país sudamericano renovará a buena parte de las autoridades. El tren electoral arranca el fin de semana del 15 y 16 de mayo con la elección de los constituyentes, alcaldes, concejales y gobernadores regionales (que por primera vez se eligen, porque eran designados por el Ejecutivo). En noviembre, junto con las presidenciales se celebrarán las parlamentarias. En 2022, se plebiscitará el texto de la nueva Constitución.