DANIEL MONTAMAT *
Escribe Keynes, casi concluyendo su Teoría General, “…las ideas de los economistas y filósofos políticos, tanto cuando están acertados como cuando están equivocados, son más poderosas de lo que comúnmente se entiende…Estoy seguro de que el poder de los intereses creados es muy exagerado comparado con la intromisión gradual de las ideas”.
Después de Keynes, la microeconomía (con énfasis en las unidades económicas) y la macroeconomía (con énfasis en el conjunto económico) se constituyeron en dos subdisciplinas. Los modelos “micro” postulaban que no podía existir desempleo, pero el desempleo era la piedra angular de la macroeconomía keynesiana.
La microeconomía hacía hincapié en la eficiencia de los mercados; la “macro”, en el masivo derroche de recursos en recesiones y depresiones. La “micro” contaba con un modelo para racionalizar el fenómeno macroeconómico: el equilibrio general competitivo de León Walras.
La “macro” contaba con un modelo para racionalizar los problemas de la “micro”: las fallas del mercado (falta de competencia, externalidades, monopolios, información asimétrica). A mediados de los sesenta del siglo pasado, neokeynesianos (militantes de la “macro”) y neoliberales (militantes de la “micro”) convergen en una teoría unificada que da lugar al “consenso académico” de la profesión.
Desde entonces, siempre ante una nueva crisis, el andamiaje del consenso profesional vuelve a resquebrajarse y reaparece el viejo debate argumental sobre el diagnóstico y la terapia para superar las crisis cíclicas del capitalismo, pero la discusión, aún en la frontera de la disciplina, preserva el núcleo de premisas que conforman esos “principios de economía generalmente aceptados”.
Por ejemplo, hay ciertos bienes y servicios que se caracterizan como bienes y servicios públicos. El consumo de esos bienes por una persona, no excluye el consumo por otra, y entonces es imposible su apropiación privada.
No son bienes gratuitos, su prestación tiene un costo, pero como no son susceptibles de apropiación privada hay que financiarlos vía impuestos.
Nadie discute que la defensa o la seguridad interior son bienes públicos, pero hay debate entre ortodoxos y heterodoxos sobre otros bienes considerados públicos por sus externalidades positivas para la sociedad (salud pública, educación pública).
Un heterodoxo puede plantear el debate sobre la inclusión de nuevos bienes y servicios dentro de la categoría de públicos, pero nunca va a negar la restricción presupuestaria relativa al financiamiento de su prestación, porque esto sería auspiciar su gratuidad con independencia de su costo.
En realidad, declamamos la gratuidad de la salud pública y de la educación pública cuando deberíamos hablar de salud y educación de acceso universal. No son regalos del Príncipe, y tienen un alto costo que financia el presupuesto público. Asumir la prestación del servicio energético como un nuevo bien público equiparable a la salud o a la educación y divorciar sus precios y tarifas de sus costos económicos con independencia del nivel de subsidios que hacen a la sostenibilidad fiscal, no es heterodoxia económica, es terraplanismo energético.
Mientras el Ministerio de Economía, vía Secretaría de Energía, pretende un aumento acotado de los precios y tarifas energéticas para mantener los subsidios en el mismo nivel que el año anterior (la posición ortodoxa aconsejaría bajarlos pensando en la sostenibilidad fiscal del día después de las elecciones); los terraplanistas, que niegan los fundamentos macroeconómicos de la inflación y asumen un dogma táctico de la política donde la única estrategia es perpetuarse en el poder, propician mínimos aumentos y más subsidios.
Subsidios indiscriminados que benefician más a los ricos que a los pobres y que pagamos todos con impuestos, con más endeudamiento o con emisión inflacionaria (según acepta el consenso de la profesión).
De la tarifa social para focalizar el subsidio en los que realmente lo necesitan, ya no se habla. Según datos de Carta Energética los subsidios energéticos alcanzaron un pico en el 2014 de 20815 millones de dólares.
Fueron de 18.371 millones en el 2015 y bajaron a 4931 millones de dólares en el 2019. En el 2020, con la actividad paralizada por el largo confinamiento, los subsidios crecieron a 6.607 millones, un 34% más en dólares. Se trata de que esto no siga aumentando.
Pero como a los terraplanistas no les importa el nivel de subsidios porque tampoco asocian déficit fiscal y emisión con inflación, podrían extremar sus planteos y propiciar “energía gratuita” subsidiada en un 100%.
En esta reducción al absurdo del planteo habría que nacionalizar las fuentes y las prestaciones de los servicios energéticos, establecer objetivos productivos y de servicios a las empresas estatizadas y negociar con ellas un presupuesto anual que cubra costos operativos y de capital. ¿Nostalgia de la organización soviética de la producción o cortoplacismo que no repara en las consecuencias futuras de las decisiones presentes?
Ortodoxos y heterodoxos coinciden en que el retraso tarifario del presente en condiciones de inflación crónica augura correcciones traumáticas en el futuro, con o sin gradualismo. También coinciden en que los subsidios no son un paga Dios, que los pagamos todos los argentinos. Los terraplanistas, por su parte, seguirán negando la ley de la gravedad.
* Doctor en Economía y en Derecho