DANIEL MONTAMAT*
El planeta de la pospandemia se encamina a un reajuste del orden mundial; la Argentina debe buscar un reacomodamiento estratégico en sus relaciones internacionales
La Francia de la posguerra estaba humillada y destruida. En agosto de 1945, pocas semanas después de la capitulación nazi, Jean Monnet, un empresario de la industria del coñac, hoy recordado como “el padre de la Unión Europea”, se encontró con el general Charles de Gaulle en Washington. Daniel Yerguin se refiere a ese encuentro en el libro escrito en coautoría con Joseph Stanislaw The Commanding Heights (expresión acuñada por Lenin para aludir al control de los sectores claves de la economía). Nunca había habido empatía entre estos dos hombres; más: los biógrafos destacan que el “general” sospechaba a Monnet como “agente extranjero”…, pero la necesidad de la reconstrucción francesa era prioritaria.
En esa ocasión, Monnet le reclamó a De Gaulle que dejara de hablar de la “grandeza de Francia”. Ya nadie se lo creía. “Francia es hoy una economía pequeña, será grande cuando tenga el tamaño que lo justifique, y para eso hay que modernizarla y transformarla”. Cuentan que De Gaulle reaccionó a la objeción del empresario pasando a la ofensiva.
Dando por superados viejos enconos y desconfianzas, desafió a su interlocutor: “¿Quiere intentarlo usted?”. Jean Monnet aceptó el reto. En una oficina que tenía relación directa con el primer ministro francés, el empresario llevó adelante el conocido “plan Monnet”, de planeamiento indicativo. El programa privilegiaba la inversión necesaria para reconstruir el aparato productivo francés y medidas tendientes a una mejora sistemática en la productividad para alcanzar las mejores prácticas de la producción internacional en varios sectores. De allí el imperativo de superar las restricciones del mercado interno. La Europa integrada, objetivo político para superar ancestrales guerras fratricidas, tenía también razón de ser económica y social: una nueva escala de mercado para la producción doméstica.
En una generación, Francia volvió a estar entre las primeras potencias económicas del mundo. El programa de Monnet y el liderazgo de Charles de Gaulle encontraron interlocución en otros líderes europeos modernos (Churchill, De Gasperi, Adenahuer, por citar los más conocidos). Ellos consolidaron las bases de lo que hoy es la Unión Europea. En julio de 1989, otros dos líderes modernos, François Mitterrand y Margaret Thatcher, aunque en las antípodas de las ideas económicas, sellaron con su firma el acuerdo para ejecutar la obra más importante de integración física de la Europa de la posguerra: el Eurotúnel. Atraviesa los 34 kilómetros del Canal de la Mancha y vertebra a Gran Bretaña con el continente. Fue inaugurado en 1994.
En aquellos liderazgos políticos prevalecían dos características: el futuro tenía valor presente, y los intereses de largo plazo subordinaban las especulaciones cortoplacistas de réditos efímeros.
Thomas Peter, uno de los gurúes del management, advirtió de cara al devenir posmoderno que frente a la incertidumbre y a los cambios se iba a imponer un liderazgo oportunista, al que él aconseja “estar bien informado”. Muchos liderazgos políticos en el siglo XXI han sucumbido a ese oportunismo que sacrifica el futuro en el altar del presente, pero peor, en muchos casos la especulación cortoplacista abreva en información falsa o sesgada que motiva decisiones de alto costo político. ¿No fueron acaso liderazgos posmodernos los responsables de plantear primero un plebiscito sobre el Brexit y, como resultado, separar al Reino Unido de la Unión Europea, con consecuencias que todavía están por verse?
El planeta de la pospandemia se encamina a un reacomodamiento del orden mundial, con déficit de estadistas y con liderazgos que descuentan el futuro a tasas muy altas. En ese contexto, la Argentina debe buscar un reacomodamiento estratégico en sus relaciones internacionales. Daría un mal paso si se propusiera hacerlo en aislamiento o priorizando intereses por afinidades ideológicas. El oportunismo con información sesgada es un mal consejero en las relaciones internacionales. El nuevo orden mundial demanda a la Argentina más integración regional, no menos. Más Mercosur, no menos. La Argentina, Brasil y una masa crítica regional pueden ofrecer seguridad alimentaria a China, la India y el sudeste asiático, y seguridad energética a Estados Unidos y a Europa. Pero para negociar a cambio valor agregado exportable, tecnología e inversiones, con otras potencias o bloques integrados, hay que sumar volumen y esfuerzos comunes. No es lo mismo negociar un acuerdo estratégico con China que nos permita convertir proteína vegetal en proteína animal y biocombustibles para sumar valor agregado a las exportaciones en soledad que hacerlo como bloque regional.
La asociación estratégica negociada con la Unión Europea se logró como bloque. Si hay marcha atrás, la negociación en soledad será peor para todos. En cambio, si queremos que la unión aduanera imperfecta que hoy nos une evolucione a un mercado común (nueva escala del mercado doméstico), además de avanzar en la convergencia regulatoria, habrá que vertebrar la región con más infraestructura de transporte, energía y telecomunicaciones (IT).
Se ha mencionado el interés político actual de construir un gasoducto que vincule las reservas de Vaca Muerta con el mercado brasileño, potenciando conexiones existentes y cerrando en Brasil un anillo de ductos con la construcción del tramo Uruguayana-Porto Alegre. Para avanzar, además de la voluntad política, hay que transformar la idea en un proyecto factible con agenda adjunta. ¿Será posible afianzar el camino de la integración con los liderazgos políticos de Alberto Fernández y Jair Bolsonaro? A treinta años de la creación del Mercosur, ambos líderes deberían recordar que Menem y Cardoso construyeron sobre el legado de Alfonsín y Sarney, y que la vigencia del acuerdo regional es una de las pocas políticas de Estado en las que convergen los principales dirigentes políticos del oficialismo y de la oposición de todo el bloque. El ejemplo de aquellos prohombres de la integración de Europa debería ser aleccionador.
El futuro regional es clave para los consensos internos que la Argentina debe explorar en torno a un programa de desarrollo económico y social que permita superar la fallida estrategia de sustitución de importaciones que domina el perfil productivo. No habrá respuestas de fondo a las explosiones cíclicas de las cuentas públicas y de las cuentas externas mientras la política insista en privilegiar una estrategia productiva orientada al mercado interno con menguantes inversiones e insuficientes saldos exportables. La estabilidad macro será efímera y el estancamiento, recurrente a menos que cambiemos el rumbo y viremos a una estrategia de valor agregado exportable a partir de una plataforma regional consolidada. Si no hay nuevas inversiones que apuntalen el crecimiento sostenido y la creación de empleo formal, las lacras de la pobreza y de la exclusión seguirán minando las bases de la inclusión social. Estamos mal, pero todo puede cambiar en una generación, si a los consensos políticos para “republicanizar la democracia” sumamos una inserción estratégica exitosa en el orden mundial a partir de la región, y ejecutamos un programa de desarrollo con eje en las inversiones y el valor agregado exportable.
*Doctor en Economía y en Derecho