DANIEL GUSTAVO MONTAMAT*
París estaba rodeada de fuerzas enemigas que amenazaban incendiarla. Napoleón es convencido de abdicar y de exilarse con un séquito en la Isla de Elba. En Francia, los realistas restablecen a los borbones en el poder. Asume Luis XVIII y, pese a la moderación insinuada en el comienzo, empieza a soportar crecientes presiones para restablecer el “antiguo régimen” monárquico absolutista. Estaban en 1814, habían transcurrido más de 25 años desde la revolución de 1789.
En ese contexto, Charles Maurice de Talleyrand, el hábil diplomático y canciller sobreviviente del Imperio, habría pronunciado aquella famosa frase dirigida a los reyes de esta dinastía que se le atribuye: “Esta gente no ha aprendido nada ni se ha olvidado de nada”. Napoleón recuperó su imperio por cien días hasta que luego de la derrota de Waterloo fue confinado a la Isla de Santa Elena, donde murió en 1821.
Luis XVIII gobernó entre 1814 y 1824 como monarca constitucional (salvo el interregno de los “Cien días”), pero su sucesor Carlos X, otro Borbón, nostálgico por el absolutismo pasado e influido por el deseo de venganza de las facciones más reaccionarias que lo apoyaban, terminó de frustrar la posibilidad de encaminar un proceso de transición y convivencia en la Francia posnapoleónica.
La dinastía borbónica sucumbe en una nueva revolución que en 1830 corona a Luis Felipe de Orleans, el último rey de los franceses.
Mutatis mutandi, muchos observadores externos, con dificultades para entender el proceso de decadencia secular que arrastra la Argentina, parafrasean como moraleja aquella sentencia que el jefe de la diplomacia francesa les dedicó a los borbones: la Argentina no aprende de los errores y recuerda lo que tiene que olvidar. Repite recetas fracasadas esperando resultados diferentes. Perpetúa lo que la divide y se ata al presente sacrificando el futuro.
No hay que olvidar el “Nunca más” ni los atentados terroristas que sufrió el país ya en vigencia de la democracia. Hay delitos de lesa humanidad que no prescriben y procesos pendientes de sentencias que esperan justicia. No hay que olvidar lo que la Justicia no olvida.
Pero cuando la memoria colectiva insiste en recordar las “o” disyuntivas de nuestras “fracturas y discontinuidades históricas” (grietas pasadas, grietas presentes) hasta esas causas y reivindicaciones comunes se vuelven facciosas. Es la causa de unos contra los otros donde cunde la suspicacia y desaparece la buena fe.
En medio de las agresiones olvidamos que las soluciones hay que buscarlas dentro del sistema, porque también nos cuesta recordar que la búsqueda de soluciones contra el sistema siempre fue para peor. No olvidamos subrayar los defectos y debilidades de la democracia republicana, e insistimos en validar atajos institucionales propios de una democracia “delegativa” que está en contra de la Constitución que nos rige. Tampoco olvidamos repetir las críticas a la Constitución “liberal” del 53, pero olvidamos que la Constitución vigente es la reformada en 1994.
Una reforma que surgió de un acuerdo entre el oficialismo y el principal partido de la oposición. Sí, hubo un acuerdo previo en Olivos entre el entonces presidente Menem y el líder del radicalismo, el expresidente Raúl Alfonsín. Puede, como siempre me recuerda un amigo, que el texto que se discutió en Olivos fuera mejor que el que, transacciones mediante, terminó aprobando la Constituyente reunida en Santa Fe.
Pero esta Constitución del 94, aprobada por el consenso de las fuerzas políticas mayoritarias de esa etapa democrática, ratificó principios, derechos y garantías que nos definen como una democracia republicana y federal con todo lo que ello implica (además, a partir de esta reforma debemos tener presentes los derechos que surgen de tratados internacionales a los que se les dio jerarquía constitucional).
No nos olvidamos de seguir transgrediendo muchos de estos principios desde el quiebre institucional de 1930, mientras olvidamos, en cambio, que la Constitución reformada en el 94 contiene partes dispositivas aún incumplidas, como la necesidad de acordar un nuevo contrato fiscal entre la Nación y las provincias.
Pero así como no olvidamos aquello que deberíamos olvidar para reconstruir confianza y consensos básicos, tampoco aprendemos de las lecciones que los procesos de prueba y error nos han enseñado. En un país sin moneda, con inflación crónica y con presupuestos dibujados, no terminamos de aprender que no hay bienes públicos gratuitos.
Que los déficits se financian con más impuestos, con más deuda o con emisión inflacionaria. Por prueba y error la Argentina debería a esta altura haber aprendido que el consumo reactiva en el corto plazo, pero que para crecer en forma sostenida hace falta inversión, mucho más de la mínima que apenas repone el stock de capital en uso y que condena al estancamiento y, más tarde, a la declinación productiva.
Por prueba y error ya deberíamos haber aprendido que el núcleo duro de la inversión tiene como contracara una base sustentable de ahorro nacional, complementada por ahorro extranjero.
Si el ahorro nacional, por desconfianza presente e incertidumbre, sale del sistema o huye al exterior, financia inversión en otras latitudes y nos condena a un agónico achicamiento doméstico.
Por prueba y error ya hemos comprobado repetidas veces que las inversiones golondrina especulan con nuestras debilidades crónicas haciendo el juego de la “bicicleta”, mientras que la aversión al riesgo domina la inversión en capital fijo que hay que alentar y cuidar.
Pero insistimos en endeudarnos para financiar exceso de gasto o consumo pagando tasas exorbitantes que auguran una nueva crisis de pago y un futuro default. Por prueba y error también ya deberíamos tener en claro que el consumo orientado al mercado doméstico –en combo con la inversión para sustituir importaciones– está sujeto a ciclos acotados por la restricción externa (escasez de dólares).
La sustitución de importaciones da para reactivar un tiempo, pero ha sido incapaz de desarrollar a la Argentina. Los macrodesequilibrios de la cuenta corriente externa tarde o temprano se quedan sin dólares de contrapartida en la cuenta capital, caen las reservas y el tipo de cambio atrasado impone sendas devaluaciones que hacen explotar la economía. Pero dale que va.
Buscamos la recuperación económica con la misma estrategia productiva fallida. A esta altura del siglo XXI: ¿no tenemos todavía en claro que el consumo reactivador, para sostenerse en el tiempo, debe ser acompañado por el encendido de los motores de la inversión y las exportaciones en una estrategia alternativa de valor agregado exportable? Cuando no se aprende de los fracasos es porque se culpa a otros por ellos, o porque la pobreza y la exclusión que generan es un modelo de construcción política para dirigentes que medran con aquellas.
¿Podremos, de una vez por todas, superar las “o” disyuntivas que frustran un proyecto colectivo y recrear vínculos de confianza en la sociedad argentina? ¿Podremos articular consensos básicos en torno a un proyecto de desarrollo inclusivo que recree igualdad de oportunidades y repare el ascensor social? Sí, cuando dejemos de discutir la república, predomine el recuerdo de lo que nos une y aprendamos de las lecciones pasadas.
* Doctor en Economía y Derecho