Hay más 20.000 mineros ilegales
ALBA SANTANDREU
La tierra Yanomami es un horizonte infinito de selva virgen, pero desde el cielo son visibles las heridas abiertas por la fiebre del oro. Los mineros ilegales se han esparcido por el mayor territorio indígena de Brasil y sus habitantes temen ahora un "espiral de conflictos" y violencia.
La preocupación es latente en algunas de las remotas aldeas que se extienden por todo la reserva, una vasta y frondosa región fronteriza con Venezuela y donde viven más de 28.000 indígenas de las etnias Yanomami y Yekuana en una superficie similar a la de Portugal.
Los Yanomami estiman que hay más 20.000 mineros ilegales en este territorio enclavado en el corazón de la selva amazónica, aunque el Gobierno del presidente Jair Bolsonaro rebaja esa cifra a unos 3.500.
Una indígena yanomami sostiene una mascarilla el 30 de junio de 2020 en Alto Alegre (Brasil). EFE
Su presencia, más allá de los números, se ha convertido en un sinónimo de violencia, prostitución, enfermedad, deforestación y contaminación, explica a Efe Dario Kopenawa, vicepresidente de Hutukara Associação Yanomami (HAY) e hijo del chamán Davi Kopenawa, uno de los líderes más importantes indígenas del país.
"Estamos muy preocupados por los garimpos (minas ilegales) porque están contaminado nuestros ríos y trayendo enfermedades", denuncia a EFE Eduardo Yekuana, que a sus 67 años es uno los líderes de la aldea Waikás, a orillas del río Uraricoera.
A algunos kilómetros de distancia de esta remota aldea donde habitan unos 300 indígenas yekuana funciona un garimpo llamado "Tatuazão", el cual se ha convertido en una pequeña villa ilegal situada en el mayor bosque tropical del planeta.
De acuerdo con los relatos, el coronavirus pudo haber llegado a la aldea después de que un joven de la aldea se infectase tras mantener contacto con los mineros ilegales, los mismos que según los indígenas han contaminado sus ríos de mercurio y contribuido a la proliferación de viejas y nuevas enfermedades, como la malaria y el coronavirus.
Foto: EFE
La minería ilegal ya dejó marcas profundas en la tierra Yanomami a comienzos de la década de los 90, cuando sucedió la llamada "Matanza de Haximu".
Los mineros ilegales asesinaron entonces a 16 Yanomami, en un caso que la Justicia reconoció como el primer genocidio en la historia de Brasil.
Los Yanomami temen ahora un nuevo "ciclo de violencia" en la gigantesca reserva en la Amazonía luego de que un grupo de "garimpeiros" asesinase a dos indios de la comunidad Xaruna, ubicada en la frontera con Venezuela junto a un afluente del río Uraricoera.
No obstante, el ministro de Defensa de Brasil, Fernando Azevedo e Silva, quien recientemente visitó la tierra Yanomami durante una misión militar, afirmó que la muerte de dos indígenas a manos de garimpeiros fue un "hecho aislado".
En medio de la presión nacional e internacional, el Gobierno del presidente Jair Bolsonaro, defensor de la explotación de la Amazonía, se comprometió recientemente a reabrir cuatro bases de explotación etnoambiental -que funcionan como puestos de fiscalización- y a estudiar la retirada de los garimpeiros, aunque sin precisar cómo.
A cientos de kilómetros de distancia de Waikás, en la región de Surucucu, no hay señales de "garimpo". Tampoco de COVID-19, aunque todos han escuchado hablar de esta desconocida enfermedad a la que llaman de "xawara".
El principal flagelo de los habitantes de esta comunidad es la malnutrición. Los Yanomami viven de la caza, la pesca, actividades para las que usan las flechas, y de un todavía incipiente cultivo que no siempre es suficiente para atender las necesidades de una comunidad cuyas costumbres parecen haberse detenido en el tiempo.
ACOMPAÑA CRÓNICA: BRASIL INDÍGENAS BRA122. SURUCUCU (BRASIL), 11/07/2020.- Indígenas yanomami usan mascarillas el 1 de julio de 2020 en Surucucu (Brasil). EFE
"No hay río, solo riachuelo. No hay peces grandes. Hay hambre", asegura a Efe Joao, nombre que este indígena de 53 años adoptó del "hombre blanco".
El mismo problema relata Ribamar, quien al igual que muchos de sus "parientes" sufre diarrea debido a la contaminación del agua.
"En mi casa hay enfermedad, hay diarrea. El agua está sucia", asegura desde la base que las Fuerzas Armadas tienen en Surucucu, llamado así por la histórica y temida presencia de una de las serpientes más venenosas de Sudamérica.
Hasta allí, se ha desplazó una veintena de militares y profesionales de la salud en el marco de una misión interministerial para reforzar la atención médica y trasladar material sanitario, como mascarillas, las cuales la mayoría de los indígenas vieron y usaron por primera vez con cierto recelo.
Pese a que el objetivo de la misión es el combate a la COVID-19, los indígenas aguardaron con ansía la distribución de las cestas básicas de alimentos como aceite, sal, leche en polvo o maíz, una de sus principales demandas.
La escasez de comida, cuenta a EFE uno de los agentes de salud que trabaja en la región, ha deteriorado la salud de los pueblos originarios de Surucucu, la mayoría de los cuales padece de diarrea, dolor de cabeza y de dientes, y se ha convertido en una de las principales causas de conflictos internos. "No hay medicación que sirva sin alimentación", advierte.
El País
NAIARA GALLARAGA
Los yanomami de Brasil solo ponen nombre a un hijo cuando este se vale por sí mismo. Hasta entonces es conocido como hijo de… Y únicamente cuando el crío es autónomo, se plantean tener el siguiente. El secreto de estos indígenas de Amazonia para espaciar la prole son plantas anticonceptivas que obtienen en la mayor selva tropical del mundo. Así lo han hecho durante siglos. El contacto con los blancos rompió el equilibrio de muchos otros aspectos de sus vidas y además les trajo enfermedades desconocidas cuya encarnación más reciente es el coronovirus.
La plaga, que se extiende veloz por el interior de Brasil, acecha los rincones más remotos de la Amazonia que desde el aire es un tupido tapiz verde cuarteado por inmensos ríos de agua marrón rojizo. Centeno Batista, de 32 años, está con su madre y otros parientes en la cola para que les hagan un test de covid-19 en su aldea, Waikas, ubicada en territorio yanomami. Batista espera sentado bajo un toldo mientras enfermeros militares, traídos en un helicóptero Black Hawk, les sacan una gotita de sangre para el test. El resultado sale en minutos. Negativo.
Según estos análisis de fiabilidad limitada, Waikas está libre de infección. Un alivio para Batista, al que el bicho que ha revolucionado el planeta también le ha trastocado la vida. Él por de pronto no piensa regresar a la ciudad, a Boa Vista, capital de Roraima. Queda a hora y media de vuelo o dos semanas de navegación. “Tengo mucho miedo de ir a la ciudad porque allí me puedo contagiar y podría morirme”, explica este indígena en el español aprendido de niño al otro lado de la frontera, en Venezuela. Fue en la ciudad donde supo hace un par de meses, al ver las noticias, que una nueva enfermedad de los blancos está matando a miles de personas en Brasil y hasta en China.
Coincidiendo con el viaje, se multiplican los gestos políticos y propagandísticos. El 3 de julio fue detenido en las tierras yanomami con dos kilos de oro un garimpeiro condenado por una matanza de indígenas en los noventa. Justo el mismo día que el vicepresidente, el general Hamilton Mourão, recibe en Brasilia al líder indígena Dario Kopenawa.
Los yanomami exigen a los poderes públicos que expulsen inmediatamente a los mineros ilegales porque ahora son, además, un riesgo sanitario. “Están llevando la xawara (epidemia) para dentro de nuestras aldeas”, denuncia Kopenawa, que reclama al Estado que movilice todos los recursos necesarios para echar a todo garimpeiro no indígena.
La antropóloga Manuela Carneiro da Cunha, de la comisión Arns de Derechos Humanos, sostiene que en esta pandemia el Gobierno federal no solo ha hecho dejación de sus responsabilidades, sino que la agrava. “El discurso del presidente [Bolsonaro] alienta la deforestación, además del grilagem [la falsificación de documentos para apropiarse de tierras], la minería [ilegal] y el robo de madera de tierras indígenas”, detalla.
Bolsonaro, un capitán retirado, es un firme defensor de la idea que en los setenta llevó a los militares a colonizar la Amazonia con carreteras y colonos; y de explotar las riquezas aunque eso dañe irremediablemente el bosque tropical con mayor biodiversidad del mundo, que juega un papel crucial en la batalla contra el calentamiento global. Con la deforestación disparada y un presidente cuya política ambiental e indigenista implica debilitar los órganos de protección y fiscalización, la imagen exterior de Brasil se ha desplomado. Con Bolsonaro al frente, es el villano ambiental.
Hacer test rápidos de coronavirus a la población de tres aldeas yanomami —son 300 al total— es parte de una operación realizada la semana pasada por las Fuerzas Armadas brasileñas con varios objetivos: comprobar si la epidemia ha llegado hasta allí, reforzar la atención médica con el traslado de personal sanitario para pasar consulta unas horas, entregar alimentos y mejorar la imagen de los militares tanto dentro como fuera de Brasil. Cuál era el asunto prioritario depende de si una pregunta a los defensores de los indígenas o al Gobierno, que ha movilizado a 34.000 soldados contra la epidemia y otros 3.000 contra la deforestación.
El viaje, organizado por el Ministerio de Defensa entre el 29 de junio y el 1 de julio, y en el que participaron varios medios, incluido este periódico, ha causado polémica en Brasil. Como muestra de que la defensa de la cultura milenaria no está reñida con las tecnologías, Roberto y Paraná Yanomami acusan a las autoridades, en un vídeo difundido en Twitter, de no haberles consultado sobre la visita y de que “los desconocidos han traído la covid”. “No queremos ser propaganda del Gobierno”, sentencia el segundo. El portavoz del ministerio de Defensa, el almirante Carlos Chagas, recalca que participar en el viaje requirió dar negativo en un test de coronavirus. (A los periodistas se les exigió una PCR). En Gobiernos anteriores, las exigencias de exámenes médicos eran mucho mayores.
Todos los yanomami se apellidan como su pueblo. Y de nombre eligen una palabra que les guste, o una sigla. DC3 Yanomami —como la aeronave de carga— es de los que cree que el coronavirus “se ha quedado en Boa Vista”. Lo cuenta en la base de Surucucú, cerca de su aldea, mientras unos adolescentes juegan al voleibol y otros disfrutan como locos saltando en una cama elástica. Llega después la hora del trueque. Los yanomami intercambian lanzas por pastillas de jabón con los militares y algún periodista. Terminadas las consultas, los médicos recogen su equipamiento mientras se anuncia el reparto de cestas básicas —con alimentos tan ajenos a la dieta de estos indígenas como arroz, frijoles o patatas fritas—. La aglomeración que se crea es más que notable para espanto del personal sanitario que atiende el ambulatorio de la aldea.
Bolsonaro nunca ha ocultado que su prioridad en la Amazonia es explotar el tesoro mineral y maderero de las entrañas de la selva, además de defender la soberanía brasileña del territorio. Pero el Gobierno sabe bien que las cuestiones indígena y ambiental son mucho más relevantes en las relaciones diplomáticas brasileñas de lo que le gustaría. Por eso multiplica los gestos ahora que comienza la época de incendios que en agosto pasado indignó al mundo. El lenguaje delata a algunos altos mandos militares cuando se refieren a los indígenas reiteradamente como primitivos.
Parte de los indígenas de las tres aldeas, al enterarse de que llega la visita, se interna en el bosque por pavor al contagio. Autoconfinarse es una de las estrategias tradicionales para defenderse de las epidemias que han diezmado a los suyos desde hace siglos. La última vez en los ochenta. Los yanomami están entre los indígenas brasileños más famosos porque son uno de los mayores grupos, fueron contactados hace solo unas décadas y siguen relativamente aislados. Mantienen un enorme apego a sus tradiciones. Bajo sus pies, una tierra en que legalmente pueden vivir según la Constitución brasileña, y contiene valiosos minerales que los garimpeiros (mineros) explotan ilegalmente. En el vuelo hasta Waikás, es posible ver un campamento con todo lo necesario para extraer el botín.
Rivamar Tuxaba, que al preguntarle la edad en portugués responde que nació en 1977, está aterrado de que la enfermedad llegue en uno de los aviones que aterriza junto a su aldea. A rincones tan aislados como este solo llegan las Fuerzas Armadas (prácticamente la única presencia del Estado por aquí), las ONG, los que deforestan o los garimpeiros. Dice Tuxaba que, si el bicho se cuela en su casa, matará a su esposa, a sus padres, a sus dos hijos adolescentes, a sus hermanos, nueras, yernos, sobrinos… a todos los que viven bajo el mismo techo. Seguir las recomendaciones más básicas, como el aislamiento social, lavarse las manos o llevar mascarilla —las que el mismísimo presidente Jair Bolsonaro desoye sistemáticamente— es casi imposible. Aquí toda vida es comunitaria. Duermen, comen, cazan, se desplazan y juegan en grupo. Incluso cuando alguien cae enfermo y es evacuado a la ciudad, no se va solo. Toda la familia se traslada con él en el avión que hace las veces de ambulancia.
Muchas de las familias de la aldea de Surucucú caminan varias horas desde sus casas, sus cultivos de mandioca y los bosques donde cazan hasta la base militar, donde ese miércoles reciben mascarillas que todos se ponen de entrada y muchos se quitan pronto. Vienen a ver a los médicos, al dentista, el pediatra o la ginecóloga, que solo llegan una vez al año. “Aquí no hay coronavirus. Aquí tenemos diarrea, lombrices, tuberculosis, neumonía…”, proclama Tuxaba. Descalzos casi todos, ellas llegan con sus bebés en brazos y el cuerpo adornado por lanas de color fucsia; ellos, con sus lanzas, arcos, flechas y pantalón corto. Pinturas rojas o negras decoran el cuerpo de algunos.
La consulta lleva su tiempo porque la comunicación médico paciente solo es posible gracias a intérpretes locales. Si algo caracteriza a los pueblos indígenas es su diversidad. Distinto aspecto, vestimenta, idioma, cultura… El resto del año, los yanomami reciben atención básica en una red de ambulatorios con un millar de sanitarios del área de salud indígena del Gobierno federal.
El ministro de Defensa, el general Fernando Azevedo, desembarca en Surucucú fugazmente. Declara victoria. Dice que, como los 209 testados en las tres aldeas han dado negativo, la epidemia está bajo control entre los Yanomami. Si una amplía el foco, los datos oficiales indican que entre los 800.000 indígenas de Brasil el coronavirus ha matado a 166 y contagiado a 751. Las asociaciones que representan a los pueblos nativos elevan los fallecidos a 412 porque incluyen también a los que viven en ciudades. La extrema vulnerabilidad de esta minoría en aldeas y ciudades preocupa más allá de Brasil, en otros países con los que comparte la Amazonia, como Perú o Colombia.
Los cuatro yanomami brasileños fallecidos por la pandemia perecieron en la ciudad. Según el secretario especial de Salud Indígena, el coronel Robson da Silva, “gracias a Dios y a la acción preventiva no está teniendo aquel impacto que pronosticaban que iban a ser diezmados. Tenemos aldeas con transmisión comunitaria en otras zonas. Estás regiones no son herméticas, venden lanzas, hacen trueque, venden açai… El lockdown es imposible. Si cierras el río, hay un riachuelo, si cierras la carretera un sendero”, explica bajo una de las disputadas sombras.
Las cifras de fallecidos indígenas palidecen ante las mil nuevas muertes diarias que colocan a Brasil como el segundo país más golpeado del mundo. Suma más de 70.000 decesos y cerca de 1,8 millones de casos confirmados. Pero Douglas Rodrigues, profesor jubilado de la escuela de Salud Indígena de la Universidad Federal de São Paulo, advierte en una entrevista telefónica de que la pandemia “está en sus inicios en las aldeas. Eso va fermentando y va a explotar”. La plaga empieza a llegar a los pueblos de reciente contacto, añade, e incluso a zonas donde viven indígenas aislados, de los que no quieren saber nada de otros pueblos. Para Rodrigues, “la respuesta del Gobierno federal llega con retraso a apagar un incendio, esta pandemia expone la fragilidad del sistema de infraestructura sanitaria y de personal por el recorte de gastos”. Las organizaciones de indigenas y las que batallan por sus derechos llevan meses alertando febrilmente de que el coronavirus puede causar un genocidio” en estas comunidades.
En el polarizado Brasil, donde las cuarentenas, los cubrebocas y la cloroquina están totalmente politizados, la propia visita de los militares con periodistas y la inclusión del controvertido medicamento entre las cuatro toneladas de suministros entregadas en las aldeas ha levantado ampollas y detonado la apertura de una investigación por parte de la Fiscalía federal. El Gobierno afirma que los miles de comprimidos de cloroquina no son para tratar covid-19, sino para la malaria, endémica en esta región.
El virus es solo la más reciente de las amenazas que acechan a los yanomami, unas 26.000 personas repartidas en 300 aldeas que habitan un territorio vastísimo, mayor que Portugal. Una fiebre del oro derivó en los noventa en una invasión de garimpeiros que causó la muerte de cientos de yanomamis. Aún hoy las invasiones de blancos son uno de los principales problemas. No solo porque les roban riquezas que les pertenecen, sino porque además el mercurio utilizado para separar los minerales de la tierra contamina los ríos, con lo que intoxican a los lugareños y la pesca merma.
Tres bebés yanomami, el hijo de Taisa, el hijo de Lucita y el hijo de Remo —aún demasiado pequeños para tener nombre propio—, fallecieron en las últimas semanas en la ciudad, en Boa Vista. Y fueron enterrados en el cementerio local contra la cultura de este pueblo que, como recordó la columnista de este diario Eliane Brum al revelar el caso, incinera a los suyos en la aldea antes de celebrar un elaboradísimo ritual de despedida en el que participa toda la comunidad. Las autoridades argumentan que fue una decisión de salud pública en tiempos de pandemia.
Da Silva, secretario de Salud Indígena del Gobierno Bolsonaro, explica los motivos durante el viaje sanitario-militar: “No sabemos cómo se comporta esta enfermedad. En caso de que una persona muera [de covid], el Ayuntamiento tiene que enterrarla inmediatamente. ¿Qué hubiera pasado si esos bebés vienen y contagian a todo el mundo? Es una tragedia. Desgraciadamente, tuvimos que renunciar a esa cuestión cultural, que también es espiritual, en favor de la comunidad. No fue arbitrario. Tan pronto como sea posible serán devueltos a las madres, estamos conversamos con los líderes”. Asegura que han enviado emisarios a las aldeas para explicar a los lugareños que si alguno de ellos muere de covid van a tener que esperar para recuperar el cuerpo. La antropóloga critica lo sucedido: “Es mucho más que ilegal, es inhumano. Es imperativo respetar las prácticas indígenas”.
Una de las consecuencias es que los yanomami son cada vez más reacios a ser evacuados a los hospitales. Cuando uno de ellos muere, los suyos comienzan un luto que solo termina cuando el cuerpo es incinerado, debidamente recordado y despedido. Sus cenizas son mezcladas con gachas de plátanos e ingeridas por sus parientes. Solo entonces se cierra el círculo de la vida.