Clarín
JORGE CASTRO
No ha habido un golpe de Estado, sino una desintegración de las estructuras estatales enfrentadas a una insurrección generalizada conducida por los Comités Cívicos. Pero es, sin dudas, unos de los personajes más importantes de la historia del país.
Después de 14 años de gobierno, y de haber transformado a Bolivia con uno de los liderazgos más innovadores de su historia, renunció Evo Morales a la Presidencia de la República.
Fue derribado por un movimiento insurreccional con epicentro en el “Comité Cívico” de Santa Cruz de la Sierra liderado por Fernando Luis Camacho, ajeno en su totalidad al sistema político-institucional del país, que se extendió a los centros urbanos del Altiplano - Potosí, Oruro, entre otros -, hasta llegar a Cochabamba y La Paz, por primera vez en la historia de Bolivia.
El movimiento insurreccional se impuso cuando se amotinaron las policías de los 9 departamentos bolivianos, comenzando por las unidades de Cochabamba y Santa Cruz de la Sierra.
En ese momento, las Fuerzas Armadas de Bolivia declararon su neutralidad en el conflicto, y señalaron que “no iban a reprimir al pueblo boliviano”; y esta convergencia de fuerzas selló el destino de Evo Morales.
Su renuncia fue precedida por un inmenso vacío de poder, que entre otras cosas se manifestó a través de la persecución en sus hogares de gobernadores y ministros, así como por la ocupación de 2 de los principales medios de comunicación oficialistas, situados en el centro de La Paz, a escasa distancia del Palacio Quemado, al que la guardia policial había abandonado sumándose a los nsurrectos.
En Bolivia no ha habido un “golpe de Estado”, sino una desintegración de las estructuras estatales enfrentadas a una insurrección generalizada conducida por los “Comités Cívicos”, que se convirtió en vació de poder, situación que no ha sido superada hasta el momento.
La tenue estructura estatal boliviana no ha resistido la emergencia de múltiples y dispares reclamos sociales y políticos, profundamente contradictorios entre si, de los más diversos sectores de Bolivia, desde los sembradores de coca de Las Yungas – de dónde surgió Evo Morales como líder primero social y luego político -, pasando por la Central Obrera Boliviana (COB) protagonista central de la revolución boliviana desde 1952 en adelante, hasta la clase media paceña y cochabambina.
Todo coincidió en una movilización generalizada de la sociedad boliviana, lanzada a las calles en un esfuerzo de reclamo prácticamente unánime que destruyo las bases y fundamentos del “Estado Multicultural”.
El gobierno de Evo Morales transformó a Bolivia utilizando los recursos que produjo la nacionalización del petróleo y el gas; y así aumentó el gasto social y la capacidad de inversión del Estado, desarrollando un extraordinario programa de infraestructura y de saneamiento fiscal que le permitió reducir a la ½ el nivel de pobreza extrema, llevándolo de 35% a 15%.
De esta manera, Evo Morales creó las bases económicas que le permitieron a Bolivia aprovechar al máximo el superciclo de los “commodities” que se desplegó entre 2001 y 2010, y que le otorgó a los países de América Latina en ese periodo los mejores 10 años de su historia.
Evo Morales pactó además con la burguesía de Santa Cruz de la Sierra, una de las más emprendedoras de Sudamérica; y desplegó por primera vez en todo el Oriente boliviano una auténtica revolución agrícola, ampliando la frontera agroalimentaria en más de 2 millones de hectáreas, comenzando las exportaciones en gran escala de soja y carnes a China.
Por eso fue reiteradamente elogiado por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, en el momento en que el Banco Central de La Paz disponía de más de US$ 20.000 millones de reservas, la cifra más alta de su historia.
La mayor parte de la población de Bolivia es indígena, pero el campesinado es sólo una minoría; y ahora la mayoría urbana – insurrección mediante – se ha impuesto.
Evo Morales ha caído, pero sus 14 años de gobierno han transformado para siempre a Bolivia. Evo Morales es uno de los personajes más importantes de la historia boliviana.
Clarín
MARCELO CANTELMI
La crisis boliviana tiende a agravarse en un cuestionamiento al presidente que incluye a la dirigencia opositora pero que encabeza la gente del común. El reproche es por las dudas en el manejo del conteo de las elecciones que acaba de ganar, la insatisfacción en un momento económico que ha perdido fuerza y una reelección que la mayoría le había pedido que no llevara adelante.
Todo lo que sucede en Bolivia hoy es inédito y de esa condición proviene su especial profundidad política. En los 13 años continuados en el poder del presidente Evo Morales, es la primera vez que no logra perpetuar su gobierno sin escollos. Ha sido su cuarta reelección y la vez que, con más ahínco, parte de sus propias bases cuestionan la gestión y liderazgo de este peculiar dirigente que ha ido con éxito de la narrativa de izquierda a la práctica ejecutiva de centro. El dato más relevante de este recuento es que es la ocasión primera en que el desafío no proviene solo de la controvertida dirigencia opositora que siempre lo ha querellado. Llega, en cambio, desde la gente del común cuyas demandas no se resuelven apenas con negociaciones. Es por eso que este escenario que se abrió después de las elecciones del domingo 20 de octubre es tan imprevisible como peligroso.
En muchos aspectos Bolivia comienza a parecerse al Chile de la agitación actual, pero hay otros elementos que distinguen esta crisis por encima de las diferencias evidentes. Morales llegó a esta elección después de haber ignorado un referéndum que le prohibía presentarse y ese desaire ha contaminado la campaña. El presidente regresó a las urnas, además, con una economía que mantuvo alta durante casi tres lustros pero que ha perdido empuje. Es para recordar que en uno de los esfuerzos para dinamizarla, se autorizó a los agroganaderos a quemar un espacio en el Amazonas boliviano del tamaño de Costa Rica para ampliar el cultivo de soja y la cría de ganado. Eso sucedía cuando el mundo solo miraba el daño que sufría esta selva en Brasil bajo la mano indolente del gobierno de Jair Bolsonaro.
Los indígenas que vivían en esa región marcharon a pie 450 kilómetros con su desilusión en los hombros desde Chiquitania hacia Santa Cruz, la ciudad de oro de la agricultura boliviana, para hacer oír su queja y su impotencia. La revista The Economist al recordar aquel episodio citó a uno de los líderes de ese movimiento, Joaquín Orellana, quien reivindicaba que el presidente había forzado a las élites “a tenernos en cuenta pero él ya nos ha abandonado”.
Era claro que ese malestar se evidenciaría en el torrente de los votos. Nadie esperaba una gran derrota del oficialismo, sí una victoria reducida, distante de la que Morales obtuvo en 2014 cuando se alzó con un indiscutible 61% de los votos. Pero el comicio agregó más sinsabores. El conteo rápido, que se basa en las planillas que se trasmite fotográficamente desde las sedes electorales, fue interrumpido cuando se había controlado 84% del sufragio. Hasta ahí Morales ganaba pero estaba lejos de evitar el ballotage. Su diferencia era de siete puntos. Cuando se retomó el conteo y se repuso la información al día siguiente, el presidente tenía los diez puntos necesarios para imponerse en primera vuelta.
Toda la escena recordaba cuando el Partido Colorado del oficialismo stronista paraguayo cortaba la luz de toda Asunción para cambiar los datos del tablero si el ganador de la interna no convencía al poder. Pero, fuera del folklore, lo que esto exhibe es la convicción de Morales de que podía hacer cuanto se le ocurriera, desde romper con su propia Constitución, dar la espalda a sus votantes indígenas o, según las sospechas, manipular las urnas para evitar una segunda vuelta que lo hubiera sacado del mando. Y nada ocurriría. Le faltó ampliar la mirada. Alrededor del mundo se multiplican los testimonios de que la gente ya no permite esa autonomía a sus dirigentes. Bolivia es un caso más de esta tensión indignada.
La declaración del ministro de Defensa Eduardo Zavaleta advirtiendo que el país está a un paso del “descontrol total” y que “en cualquier momento empezaran a contarse los muertos por docenas”, es menos una amenaza que el reconocimiento de un vacío de poder en el país. El dato afortunado es que Morales no envió a los militares a la calle para reprimir como se hizo en Chile ahora o poco antes con mayor salvajada en la Venezuela de su aliado Nicolás Maduro donde se amontonaron los muertos entre 2014 y 2017 a manos de paramilitares. Los choques en Bolivia han sido entre partidarios de uno u otro lado en medio de una parálisis política general que explica que un fundamentalista de ultra derecha como el santacruceño Luis Camacho se haya encaramado como el principal líder opositor.
Bolivia con Evo, se ha diferenciado del eje bolivariano. No rompió a su país. Al revés que el experimento fallido venezolano, Bolivia exhibe 15 años de crecimiento constante del 5%. Menos que una Venezuela, un Chile en pequeño. La banca privada creció 3,6 veces entre 2008 y 2017 y casi otro tanto las utilidades mientras se reducía la pobreza y se mejoraban las infraestructuras.
La enorme masa de dinero que generaba la venta de commodities centrales como el gas o los minerales, consolidó una suerte de milagro económico. De ahí que la rica medialuna oriental protestaba pero de modo mucho más moderado en las épocas de auge porque sus negocios se habían dinamizado. Luís Arce Catacora, el ministro de Economía de todo el período de Evo, es un funcionario astuto y sin visibles ataduras ideológicas. Entre otros méritos logró bolivianizar el país abandonando su dependencia previa del dólar gracias, por supuesto, al boom de las exportaciones que revaluó el billete local y por un extenso período. La moneda norteamericana se ha mantenido con una paridad fija desde 2011 en 6,97 bolivianos por billete y con libre mercado.
Ese procedimiento ha servido para mantener tranquila la inflación que se situó en su nivel más bajo de los últimos 9 años a 1,51%. Pero una inflación tan baja también es indicador de desaceleración. Hay otro dato importante. Bolivia tiene una alta balanza importadora que es complicada para fondear. Cuando el viento de cola viró al frente, el tipo de cambio anclado se convirtió en un problema. La alternativa de devaluar para fortalecer las exportaciones y aumentar la caja, era desechada por el gobierno que entendía que ponía en peligro al modelo y estimularía el regreso al dólar.
La conclusión es que Bolivia ha venido importando US$2 mil millones anuales más que el valor de los bienes y servicios que ha vendido. Este déficit produjo un deterioro continuo de las reservas de divisas, que han fondeado esa balanza, como indica un muy recomendable informe de Fernando Molina en el blog Nueva Sociedad. Un escenario más detallado muestra que sectores como electricidad, gas, agua y de la construcción han venido en decrecimiento. Este año, la apertura de nuevas empresas cayó 40% respecto a 2018. Muchas de las nuevas, además son unipersonales, no generan empleo.
Todos estos problemas comenzaron a tener un impacto moderado pero concreto. Por eso Evo gana y no pierde las elecciones, aunque lejos de las cosechas anteriores. Lo que agudiza el conflicto político no es este escenario sino la noción de que la perpetuación personal, no la del modelo, es lo que garantiza su futuro aunque exponga claramente su debilidad . El Frente Amplio en Uruguay, una fuerza de centroizquierda tan pragmática como lo ha sido el experimento de Morales, se ha mantenido en el poder durante un lapso similar de casi tres lustros. La diferencia extraordinaria con el caso boliviano, ha sido su capacidad de renovación del liderazgo. En Uruguay, también, la economía que estuvo en auge ha perdido fuelle. Y es probable que por ello y por el desgaste que genera un poder tan prolongado, el Frente no logre ganar el ballotage este fin de mes. Es interesante la comparación. Ese destino, en su caso, Morales lo hubiera seguramente neutralizado de haber nombrado a un sucesor. En política la generosidad no existe aunque a veces aparece como astucia.