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Análisis: Chile, la protesta de los jóvenes vs. la política analógica
ENERNEWS/MINING PRESS/La Nación
25/10/2019

DANIEL SANTA CRUZ

En 1970 Salvador Allende competía por cuarta vez para ser presidente de Chile. Los resultados se dieron a su favor: el 4 de septiembre Allende obtuvo el primer lugar con un 36,6% de los votos, seguido por Jorge Alessandri del Partido Nacional con 35,3% y Radomiro Tomic con 15,4%, de la Democracia Cristiana. Este último iba a ser fundamental a la hora de "respetar la tradición chilena" de votar en el Congreso a la primera minoría. Hubo intentos para evitar que Allende asuma, pactos políticos que no se concretaron, hasta le costó la vida al Comandante en Jefe del Ejército, General René Schneider, asesinado por la extrema derecha por oponerse a que las FF.AA. interrumpieran el proceso electivo.

Todos los intentos de desestabilización fracasaron porque se sabía que Radomiro Tomic nunca quiso abandonar la "palabra" empeñada en la campaña, que consistía en votar al candidato que obtuviera la primera minoría, o sea "respetar la tradición chilena".

Eran tiempos en los que había dirigentes representativos de una sociedad politizada y la participación política en Chile era normal, luego de varias décadas de democracia, hasta el golpe del 11 de septiembre de 1973 encabezado por el general Augusto Pinochet, que dio comienzo a una sangrienta dictadura que duró 17 años.

 

Esta introducción sirve como punto de partida para analizar la crisis de representación política que, gradualmente y sin pausa, crece en Chile en las últimas tres décadas.

Aquellos chilenos que nacieron en 1970, con 18 años cumplidos, se inscribieron y votaron masivamente en el plebiscito de 1988 que le puso fin a la dictadura con el triunfo del "No" ante un "Sí" que proponía la continuidad del régimen. Participaron de aquella consulta popular el 97% de los ciudadanos habilitados para votar.

Pero luego de esa fiesta democrática, poco a poco la participación comenzó a mermar al compás del crecimiento económico. Ya en las elecciones de 2016 votó solo el 63%, mientras que el récord de baja participación lo tuvo la elección de cargos municipales de 2016, donde apenas participó el 34% de la población.

En las últimas elecciones presidenciales votó un escaso 47% de los ciudadanos, una muestra de muy poco interés en el proceso electoral. Aun teniendo en cuenta que en Chile el voto no es obligatorio, es la participación cívica más baja de América latina. Menos de siete millones de chilenos concurrieron a las urnas sobre un total de más de catorce millones habilitados para elegir presidente.

El cuadro se agrava al observar que la juventud presenta tasas de participación electoral aún más baja que el resto de la población, especialmente quienes tienen entre 18 y 24 años: en esa franja apenas participó el 21%; mientras que en el tramo 60-74 años el nivel de participación alcanzó un 53%.

Para muchos analistas, la exigua representatividad de la dirigencia política chilena es vital para comprender la falta de interlocución entre la protesta y la política.

Ricardo Lagos, expresidente, también así lo entiende: "Me parece que lo que está pasando es una desconexión entre la élite política y la ciudadanía y todos somos responsables. Yo soy responsable, la gente me ve como miembro de la élite", dijo horas atrás en una entrevista.

Esta "desconexión", como la llama el veterano socialista, indica que ningún dirigente, sea de derecha, de izquierda o del centro, tiene autoridad para movilizar las protestas o para retirarlas de las calles. Los manifestantes, en su mayoría jóvenes, se definen como "horizontales", no responden a ningún dirigente o guía.

Lagos cree que hay que ir más allá al alertar sobre la relación entre el deber y los derechos: "Tenemos que saber equilibrar los derechos con los deberes. El primer deber es la obligación del ciudadano de ir a votar. No puede ser que el voto no sea obligatorio", sentenció.

Una de las características salientes de estas protestas, es que los manifestantes no tienen voceros oficiales ni un discurso común, se escuchan proclamas que se pueden emparentar con los históricos reclamos de la izquierda, pero también, con arengas típicas de la derecha chilena. El aumento del precio del transporte público fue el detonante, pero luego emergieron demandas latentes: el acceso a la salud, las pensiones, el gasto político, educación, seguridad. Todos reclaman algo, quizás el único común denominador sea la "desigualdad".

"Están en un sistema democrático, donde todos debieran ser iguales, no en uno diferenciado por clases. Se pueden tolerar diferencias en los niveles de ingresos, pero no que aquellos de más altos estratos usen sus conexiones políticas, por ejemplo, para crear monopolios. La desigualdad en sociedades como la chilena no se trata solo de diferencias en ingresos. Si la gente percibe que las reglas son injustas percibirá que hay desigualdad", señaló Ha-Joon Chang, un académico de Cambridge estudioso del fenómeno de crecimiento económico chileno.

La desigualdad es el tema central. Hay un dato que resume la misma y lo aporta Rafael Pizarro Rodríguez, politólogo y académico chileno: "En Vitacura, uno de los llamados barrios altos de Santiago, el promedio de vida es diez años superior al de La Pintana, una población que se encuentra a solo 7 kilómetros".

Sobre lo sorpresivo del conflicto y la falta de síntomas previos, Pizarro resalta: "Sí, los había. La masiva abstención en el proceso electoral era un síntoma, cuando en una elección gana la abstención es un indicio de disconformidad inmediato que no se atendió. De hecho, también hay un porcentaje muy bajo de aprobación a este sistema democrático", resaltó en una entrevista a Radio Ciudad.

La política chilena parece funcionar en modo analógico ante una sociedad digitalizada, suena y se muestra antigua, seduce solo a ese 40% que vota y no entiende o atiende al que no lo hace; nunca logró, luego de recuperada la democracia, cautivar y entusiasmar masivamente a la población con la participación política. La gente no cree que la política sea el camino para solucionar esa "desigualdad".

Legisladores de la Concertación critican que el presidente Sebastián Piñera haya dispuesto sacar a las fuerzas armadas a la calle y creen que eso terminó siendo una provocación que no hizo más que "arrojar nafta al fuego". Es cierto, hoy se manifiestan muchos jóvenes, que no lo hicieron en un principio, en contra de esa decisión. Desde el gobierno hablan de acciones delictivas organizadas que necesitan ser controladas y reprimidas para garantizar la paz social. Y se encierra en su propio dilema: si saca las fuerzas armadas de las calles no puede garantizar que no haya más desmanes; si las deja, los jóvenes manifestantes no abandonarán la protesta.

Ambos coinciden en que este conflicto se resuelve con diálogo y política, pero no encuentran ni el espacio ni el canal para hacerlo. La sociedad ya no cree en su representación y la protesta no muestra interlocutores válidos.

Mientras el oficialismo y la oposición se tiran culpas y responsabilidades y no le encuentran una salida al conflicto, un manifestante, con la cara tapada y con piedras en las manos declara a la televisión: "No votamos, a nadie le interesa votar, pero nosotros reclamamos por todos", luego se encamina con un grupo a resistir el "toque de queda", una noche más.


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