CARLOS PEÑA*
El brote de indignación social en el país más competitivo de América Latina ha revelado un desafío urgente que se ha prolongado por mucho tiempo: un crecimiento económico que no ha resuelto la brecha de desigualdad.
Chile vive días de furia. La nación más competitiva de América Latina atraviesa una crisis de desencanto. Hay revueltas en el paraíso.
En los últimos días, miles de personas han salido a protestar con cacerolazos, los más jóvenes con bailes y cantos, manifestantes extremos han usado la violencia y el presidente ha recurrido a medidas inéditas desde que volvió la democracia al país: decretó un estado de emergencia, toque de queda y dispuso a los militares a reguardar el orden. Al día de hoy, han muerto quince personas en las movilizaciones; cuatro a manos de militares, el resto en incendios y saqueos.
La fantasía de que Chile es un “oasis” en una región convulsionada se resquebrajó. Ahora un malestar casi instintivo se ha descubierto. Todo comenzó con una serie de protestas en el liceo público más prestigioso del país, el Instituto Nacional: desde hace semanas, algunos estudiantes habían exigido —unos de manera pacífica, otros con violencia— mayores recursos al colegio y reformas al sistema educativo. Para el 6 de octubre, cuando el gobierno de Sebastián Piñera —el político-empresario de centroderecha que regresó a la presidencia tras una victoria electoral en 2017— puso en vigor una alza en las tarifas del metro decidida por un panel de expertos, estalló una ola de manifestaciones. Este brote de indignación social no se trata del precio del transporte, sino de algo más profundo: ha revelado una herida que el crecimiento económico había logrado restañar, la desigualdad.
Un estudio reciente reveló que si bien la clase media se ha ensanchado, el 1 por ciento de la población en Chile acumula el 25 por ciento de la riqueza generada en el país. La desigualdad no es nueva, pero hasta ahora se había tolerado por la promesa de estabilidad, la reducción de la pobreza y la expansión del consumo. Pero Piñera —cuyo lema con el que ganó las elecciones fue “vienen tiempos mejores”— se enfrentó con la realidad: el país vive una desaceleración económica y el Banco Mundial ha bajado las expectativas de crecimiento para este año y el próximo. La quimera del crecimiento permanente se ha rasgado y esa ruptura atiza el fuego de la desilusión que se ha detonado con ferocidad en la última semana.
Desde los años noventa, cuando Augusto Pinochet dejó el poder después de casi dos décadas, Chile experimentó una era optimista de democratización y modernización que redujo la pobreza del 30 al 6,4 por ciento en diecisiete años. La ciudadanía cambió: más que a una ideología —gobiernos de izquierda y de derecha se han intercalado la presidencia—, las nuevas generaciones han conformado una fuerza opositora al poder: demandan mayor igualdad, exigen un bienestar social más amplio e inclusivo y reclaman reformas al sistema de pensiones —hasta ahora atadas a la trayectoria laboral y la capacidad de ahorro individual—, al de salud y al educativo.
La generación de chilenos nacidos ya en democracia, y que han sido protagonistas en este estallido social, son hijos de esa herida que la expansión del consumo mantenía a raya; pero que ha ido creciendo. Las multitudes que protestan no están guiadas por partidos ni por movimientos visibles, carecen de un conjunto claro de reivindicaciones. Los une más una sensibilidad común que declara aborrecer la desigualdad y con una agenda —más diversidad y una mayor protección al medioambiente, por ejemplo— que choca directamente con la de sus antecesores; que son, justamente, quienes conducen al país.
El 22 de octubre, Piñera anunció la imposición de una agenda social después de una reunión con distintas fuerzas políticas (aunque no todos lo apoyaron, el Partido Socialista —su mayor opositor— no asistió a la reunión). Esa noche, el presidente apareció ante las cámaras y compartió una lista de cambios, entre otros: una mejora inmediata de las pensiones; el subsidio a medicamentos; la creación de un ingreso mínimo garantizado; la estabilización de las tarifas eléctricas; el aumento de impuestos a los sectores de mayores ingresos; la creación de una defensoría de las víctimas de la delincuencia; limitación de las reelecciones parlamentarias; la creación de un seguro de salud; acceso universal a las salas cuna; una reducción de las contribuciones a los adultos mayores. ¿Permitirá esta extensa agenda resolver la crisis y apagar el fervor?
Es un primer paso prometedor, pero a largo plazo es insuficiente. Chile vive un malestar social; pero también una crisis cultural y política. El gobierno de Piñera debe conectarse más con la generación de chilenos que hoy protestan y que mañana dirigirán el futuro del país. Los cacerolazos, la protesta carnavalesca y festiva, ha estado acompañada del pillaje y el saqueo violento, y Piñera, sin sacrificar los procedimientos democráticos, debe promover un mayor diálogo, pacífico y efectivo. Solo así logrará atender las nuevas sensibilidades e ir resolviendo los problemas estructurales que han abierto la brecha de la desigualdad.
Chile no puede tolerar la tentación de la violencia, no después de una dictadura represiva y sangrienta. El país, hasta hace unos días, era un ejemplo de excepcionalidad latinoamericana de bienestar e institucionalidad. Y debe seguir siéndolo. El Estado chileno debe seguir comprometido con los mecanismos democráticos: negociar con las fuerzas políticas opositoras, poner oído a la nueva cultura de los jóvenes, avanzar reformas sociales, defender libertades civiles y asegurar el crecimiento económico. No es fácil hacer todo eso a la vez; pero de otra forma la herida seguirá abierta.
Carlos Peña, abogado y filósofo, es rector de la Universidad Diego Portales y columnista del diario El Mercurio. Su libro más reciente es El tiempo de la memoria.