Están dadas todas las condiciones para que Jair Messias Bolsonaro sea presidente de Brasil el 28 de octubre. Desde la aprobación de la Constitución de 1988, todos los candidatos que puntearon en la primera vuelta, consiguieron hacerse del poder.
Bolsonaro no parece ser la excepción, particularmente porque ahora en el balotaje se medirá con Fernando Haddad, un exministro de Luiz Inácio Lula da Silva y exalcalde de São Paulo, quien también está acusado por corrupción y apoyó al chavismo hasta fecha reciente (Bolsonaro también apoyó a Chávez en 1999).
Sin embargo, una vez en el poder, Bolsonaro se arriesga a desaprovechar una oportunidad única: demostrar en la nación más grande e influyente de América Latina que ni las prebendas, ni el asistencialismo predicados por los gobiernos de izquierda en la región son el camino para derrotar la pobreza. Ese riesgo es real si el capitán retirado no consigue renunciar a las falsas paradojas que lo han traído hasta aquí. Una de ellas es contraponer las libertades económicas a las libertades civiles. La principal función social del crecimiento económico y de un Estado eficiente es justamente la de permitir la vigencia y fortalecimiento de las minorías y los grupos más vulnerables.
De no lograrlo, esas mismas minorías que hoy desprecia, tienen la capacidad para organizarse, como ya lo están haciendo, y arruinar la posibilidad de hacer avanzar la causa liberal en la segunda democracia más grande del continente.
Al igual que el brexit o el triunfo de Donald Trump, la aspiración presidencial de Bolsonaro nació como un chiste, pero todo chiste —decía Freud— encubre una verdad. Y la verdad política, social y económica detrás del ascenso del militar retirado comenzó a tomar forma, no en esta campaña electoral, sino en junio de 2013, cuando las clases medias se alzaron contra el gobierno de Dilma Rousseff en protestas simultáneas en más de cien ciudades.
Hasta ese momento, las noticias que le llegaban al mundo sobre Brasil eran las de un país con un modelo económico que sacó de la pobreza a más de 40 millones de personas.
Las protestas multitudinarias de aquel año agrietaron esa noción y acabaron con el prestigio del Partido de los Trabajadores (PT), el movimiento liderado por Lula da Silva que entonces llevaba una década en el poder. Ante el descontento, el PT prefirió reprimir las manifestaciones y proteger a los corruptos a llevar adelante cualquier atisbo de reforma política.
Desde entonces, las calamidades se sucedieron en espiral: las revelaciones de corrupción de la Operación Lava Jato —que comprometieron a toda la clase política brasileña—, la peor recesión económica de su historia, la destitución de Rousseff, el gobierno malquisto de Michel Temer y el encarcelamiento de Lula da Silva. A este cuadro se suman casi 60.000 homicidios el año pasado, lo cual, en términos absolutos, coloca a Brasil como uno de los líderes mundiales en violencia.
Quien mejor ha interpretado esa crisis es Bolsonaro, conservador y miembro del llamado “bajo clero”, como se refieren en Brasil a los miembros menos influyentes de la Cámara de Diputados. Esto le ha permitido contar con el apoyo de dos fuerzas que vienen avanzando al ritmo de la debacle del sistema: los militares y el movimiento evangelista.
En Brasil ya se habla de un partido militar, que a raíz de las elecciones cuenta con 79 “miembros” electos, entre el Congreso Nacional y las asambleas legislativas, además de otros tres militares que disputarán gobernaciones estatales en la segunda vuelta.
El crecimiento de las iglesias evangelistas, el grupo social más numeroso y mejor organizado de Brasil, ha sido un fenómeno disruptivo en la política brasileña en los últimos años. No se entenderían los 49 millones de votos obtenidos por Bolsonaro en la primera vuelta sin la militancia de la Iglesia Universal del Reino de Dios, su destreza en las redes sociales y el despliegue de miles de pastores penetrando en las favelas como ningún otro partido político.
Con el respaldo de esos dos grupos —militares y evangélicos—, no es difícil deducir que las declaraciones autoritarias, machistas, racistas, homófobas y xenófobas que le conocemos al candidato no sean apenas un tema de preferencias personales, sino una forma de cohesionar a su base y a sus financistas. En los días que quedan para la segunda vuelta, Bolsonaro tendrá un margen limitado para moderar su discurso. Y así lo ha intentado, pero su candidato a vicepresidente, el general retirado Hamilton Mourão, le ha estropeado el esfuerzo al plantear la posibilidad del regreso a una dictadura militar y asegurar que, en caso de “anarquía”, habría un autogolpe de Estado con el respaldo del Ejército. Preocupa que una vez en el poder, este cuadro de tensiones comprometa la oportunidad que se perfila con Bolsonaro.
Dada la prolongada crisis económica, Bolsonaro tendría las condiciones sociales para realizar una serie de reformas económicas que ha comunicado a través de su virtual ministro de Hacienda, Paulo Guedes, economista con doctorado de la Universidad de Chicago, quien planea privatizar todas las empresas estatales, incluyendo la petrolera estatal Petrobrás. Guedes también propone un impuesto único del 20 por ciento para las personas físicas y jurídicas y cambiar el modelo de pensiones actual por uno al estilo chileno, en el que los trabajadores puedan acceder a fondos privados de retiro.
De ganar, Bolsonaro tendría el respaldo popular para combatir la criminalidad reinstalando a la policía en la zonas urbanas y rurales donde hoy reina el narcotráfico. Sus promesas de cambiar la mayoría de edad a los 16 años y armar a la población, como sucede en Estados Unidos, son peligrosas porque el libre acceso a las armas ha servido para aumentar la violencia en los países donde se han puesto en práctica.
La prioridad de Bolsonaro en política exterior es realinearse con Estados Unidos y mover todas las fuerzas de Brasil para debilitar al nocivo Foro de São Paulo, que ha plagado a América Latina de populismos corruptos, entre ellos el de Venezuela, que hizo retroceder a ese país al siglo XIX.
Pero de seguir en su absurda arremetida contra las minorías, estas oportunidades se irán al traste. Bolsonaro debe saber que, en Brasil y América Latina, existen fuerzas suficientes para removerlo de la presidencia y, paradójicamente, abrirle un nuevo espacio a la izquierda estatista y corrupta que llegó al poder con la marea rosada. Brasil ya acumula una frustración relativamente reciente en ese sentido. Es el caso de Fernando Collor de Mello, un candidato civil que llegó a la presidencia enarbolando la causa liberal y la lucha contra la corrupción pero terminó obligado a renunciar, por obra de un movimiento de protestas multitudinario y del nada despreciable poder de las instituciones brasileñas.
Brasil, por su importancia continental, podría ser la síntesis entre libertad económica y libertad política que América Latina está esperando. Pero para lograrlo Bolsonaro debe deslastrarse de las falsas paradojas que lo han llevado adonde está hoy.
Las libertades económicas no son excluyentes de las libertades políticas y civiles. Todo lo contrario, son el único ámbito en el que pueden existir más y mejores libertades democráticas. No es casualidad que el Chile de Augusto Pinochet haya avanzado hacia la democracia, en parte por el impulso de la liberalización económica, mientras que la Venezuela democrática se volvió una tiranía en la medida en que ahogó la economía privada.