RICARDO LAGOS*
América del Sur tiene las mayores reservas forestales y de agua de todos los continentes. Es desde ese escenario que nos cabe asumir la tarea: contribuir a que las condiciones del planeta permitan al ser humano y a las generaciones que vienen, seguir viviendo en esta, nuestra única casa común.
¿Ha llegado la hora de pensar el cambio climático y la contaminación del medio ambiente como una amenaza a la salud del ser humano como ayer lo fueron la viruela, la tuberculosis y ya más cerca el sida? Hay datos que están encendiendo todas las alertas y ahora, cuando la Organización Mundial de la Salud cumple 70 años de vida, parece oportuno mirar el problema desde esta perspectiva y en todos sus alcances.
Es evidente que los avances en el campo de la salud en siete décadas han sido inmensos. La esperanza de vida se extiende casi en todos los países, en tanto se incrementa el desarrollo. Ya la doble hélice del ADN nos hace saber mucho más del genoma humano y la resonancia magnética nuclear, creada en 1982, ya es parte de las instalaciones básica de todo buen hospital.
Pero en medio de ese buen balance, vemos cómo la tendencia a largo plazo muestra que cada vez más personas están expuestas a las olas de calor a medida que cambia el clima de la Tierra. En 2016, más de 150 millones de personas vivieron bajo altas temperaturas que amenazan la vida, una amenaza particularmente aguda para los jóvenes, los ancianos, los discapacitados y los pobres.
El efecto físico del aumento de las temperaturas hizo que un millón de personas dejaran de trabajar en 2016, y la OMS estima que se pierden 7 millones de vidas cada año debido a la contaminación del aire causada y exacerbada por las fuentes que han generado el cambio climático.
Porque si hace décadas no había conciencia de los efectos que un desarrollo industrial descontrolado producía, hoy es un tema vivo en la sociedad. Protestas por el agua contaminada en Irán, por la contaminación de una central eléctrica en Grecia, por presencia de plomo y cadmio en una región de Perú, por el aire intoxicado en Quintero, costa central de Chile, mientras en China las autoridades buscan disminuir drásticamente el uso del carbón porque las protestas se han dado por todo el país.
La gente se da cuenta que el clima ha cambiado. Los extremos se van dando con frecuencia: hay sequías persistentes afectando las siembras de miles de hectáreas –Argentina lo sabe-, mientras en otros lados las lluvias torrenciales destruyen campos y barrios populares.
La fuerza del Huracán Florence y el Súper Tifón Mangkhut; las olas de calor que hemos visto en los últimos meses en California y en el hemisferio norte, representan la nueva normalidad. Todas situaciones críticas que duran más y llegan más lejos. Uno de los efectos de los desastres naturales es el desplazamiento de millones de personas: el año pasado se estimó en 22.5 millones de seres humanos los que debieron partir, a veces con nada. Por cierto, los peligros de enfermedades infecciosas en tales circunstancias son crecientes. Todo esto envuelve costos mayores si no avanzamos a políticas nacionales y globales de alcance profundo: según la OMS los costos ligados al impacto del cambio climático en la salud humana puede estar cerca de 4.000 millones de dólares al 2030. En una reciente reunión del grupo de reflexión The Elders, entidad puesta en marcha por Nelson Mandela e impulsada dinámicamente por Kofi Annan hasta su lamentable muerte, tocamos a fondo el tema.
Es cierto que en todos los avances logrados frente a la crisis del cambio climático, especialmente tras el Acuerdo de Paris, se ha puesto el acento en la urgencia de cambiar los procesos industriales y desarrollar las energías renovables frente a los combustibles fósiles.
Está bien, se trata de dejar de lado la metáfora de las chimeneas: si hay muchas, es porque el país avanza y hay progreso. Ya no. Pero junto a dicho propósito hemos mirado poco los alcances que tiene el cambio climático si lo miramos desde el espacio de la salud. Y si dejamos de subsidiar combustibles fósiles, esos recursos pueden destinarse a ampliar la cobertura en salud. Y ese es el llamado que nos hemos planteado desde dicha entidad. Este es un tema que cabe ponerlo en manos de sectores muy diversos. Junto a los científicos del clima y los defensores del medio ambiente, cabe articular la presencia de intelectuales, de filósofos, de expertos en salud, en biodiversidad, de artistas y de religiosos.
Aquí no sobra nadie porque lo que está en juego no es el planeta (éste seguirá rodando por el universo) sino la supervivencia y el sentido profundo de una humanidad compartida. Puede que algunos estas palabras les suenen apocalípticas o lejanas de eso que llaman “la realidad concreta”. Pero cuando uno ve datos hoy y dónde estaban las cifras de la contaminación y el calentamiento del planeta hace medio siglo y se compara con la realidad actual, se concluye “esto es ahora, es urgente, es cuestión de vida”.
Hace pocos días en un Foro organizado por The New York Times en Atenas, se preguntaban “¿Un Diálogo Sócrates-Confucio: qué es lo nuevo de ellos otra vez?”. Allí miraban a los dos pensadores fundacionales de Occidente y Oriente en torno de la política, pero sin duda buscar en sus sabidurías visiones comunes para salvar el planeta sería más que oportuno.
Todo esto debemos mirarlo con una responsabilidad directa: América del Sur tiene las mayores reservas forestales y de agua de todos los continentes. Es desde ese escenario que nos cabe asumir la tarea: contribuir a que las condiciones del planeta permitan al ser humano y a las generaciones que vienen, seguir viviendo en esta, nuestra única casa común.
*Abogado, economista y político. Fue presidente de Chile entre 2000 y 2006.