No por previsible la alta inflación acumulada en el primer semestre del año (16%) resultó más decepcionante que la actuación del seleccionado argentino en el Mundial de Rusia, donde quedó en la mitad de la tabla de 32 equipos. Sólo el alza de 3,7% en junio fue más elevada que la inflación anual de buena parte de los países de la región (sin contar el desastre de Venezuela). Y la proyección -a casi el doble- para 2018, relega a la Argentina a los últimos lugares del ranking en una economía mundial donde predominan inflaciones de un digito y correcciones cambiarias superiores son sinónimo de crisis.
En su conferencia abierta del miércoles último, Mauricio Macri admitió por primera vez que domar la inflación no fue tan fácil como pensaba su gobierno a fin de 2015. Hace un par de meses lo había insinuado cuando reconoció haber planteado metas demasiado optimistas para reducirla a un dígito en 2019. Pero esta vez fue más allá, al señalar que el gran problema es que impide atraer más inversiones y crear empleos genuinos para bajar la pobreza.
Esta moderada autocrítica podría haberse refugiado en el lamentable historial inflacionario argentino. Un reciente trabajo de los economistas Lisandro Barry y Carlos Quaglio recuerda que en los últimos 74 años (entre 1944 y 2018), sólo hubo 14 con inflación por debajo del 10% anual y que desde 1952 la Argentina soportó 14 recesiones; 7 crisis cambiarias; 2 crisis bancarias y 3 crisis de deuda. También se remonta a 1930 para señalar que desde entonces experimentó 26 regímenes cambiarios, entendidos como sistemas regulatorios del funcionamiento del mercado de cambios.
Lo que diferencia a Macri de la mayoría de sus antecesores es que reconoce como principal causa de la inflación al endémico déficit fiscal y sus derivaciones, sin detenerse a buscar chivos expiatorios ante sus efectos. Aun así, nunca pensó en un shock fiscal por su inviabilidad política y social. Durante poco más de dos años transitó por el atajo de financiar con endeudamiento externo la reducción demasiado gradual del desequilibrio heredado del kirchnerismo y que contribuyó a aumentar durante 2016, pese al recorte de subsidios a costa del impacto inflacionario de las tarifas. Pero la dosis de deuda fue tan fuerte que deterioró el tipo de cambio real y las cuentas externas, afectadas por la salida de capitales y luego por la sequía en el campo. Los déficits "gemelos" (fiscal y externo) acentuaron así la vulnerabilidad de la economía y este año condujeron al virtual corte del crédito externo, la abrupta suba del dólar (50%) en menos de siete meses y, junto con los últimos ajustes tarifarios, a otro round de alta inflación. Moraleja: los desequilibrios macroeconómicos suelen pasar factura más temprano que tarde. En diciembre, Macri completará tres años de gestión con una inflación acumulada del orden de 110%, mayor pobreza y el riesgo de reeditar la "maldición" de los años pares (recesión luego del repunte del PBI en los años electorales) que no preveía a fin del primer trimestre.
Más por necesidad que otra cosa, el Plan B oficial ante la escasez de confianza y de crédito en los mercados externos terminó siendo el acuerdo con el FMI para reordenar la macroeconomía y evitar males mayores. La fuerte devaluación fue mucho más que una "tormenta" y ahora el programa obliga a endurecer la política monetaria y acelerar el ritmo de ajuste fiscal, con ciertos márgenes para reforzar el gasto social ante la mayor inflación y un tipo de cambio real más alto para impulsar exportaciones.
No tiene sex appeal alguno para los usos y costumbres de la política argentina, cuyo deporte ha sido durante décadas eludir cualquier ajuste de la economía -salvo en crisis terminales- y echarle la culpa al Fondo cuando no había más remedio que pedir auxilio. De ahí el ruidoso rechazo adolescente del kirchnerismo, la izquierda y la CGT para no ser menos, más la sobreactuada comparación con la crisis de 2002. O la propuesta del massismo, intensiva en gasto público y controles, sin considerar que el Estado gasta más de lo que recauda y la economía consume más dólares que los generados genuinamente por exportaciones e inversiones externas. Pero cualquier alternativa agravaría el cuadro de corto plazo y demorará la salida del pozo, con la ayuda de una próxima cosecha récord de granos.
Más cauta es la posición de los gobernadores -del oficialismo y la oposición- que aspiran a su propia reelección en 2019 y convalidaron, con su silencio o módicos apoyos verbales, el acuerdo con el FMI hasta mediados de 2021. No tanto porque muchos legisladores del PJ votaron en el Congreso las leyes para salir del default y financiar con deuda externa el gradualismo fiscal de los dos últimos años, como ocurrió además en una decena de provincias. Más bien porque reconocen que la gobernabilidad y buena parte de la inversión pública dependerán de los desembolsos condicionados del Fondo y otros organismos multilaterales, hasta que la Argentina pueda volver a los mercados financieros externos aunque más no sea para renovar vencimientos. En todo caso, el costo político del "trabajo sucio" recaerá mayormente sobre la Casa Rosada.
Macri declaró el miércoles que esperaba "un nivel de responsabilidad inédito" de las provincias para cumplir con las metas de bajar el déficit primario (antes de intereses de la deuda) al 1,3% del PBI en el presupuesto nacional para 2019 y la inflación en más de 10 puntos porcentuales (a 17% anual a fin del año próximo). Sin embargo, la experiencia indica que en estos consensos todos están de acuerdo con los objetivos, siempre que otros se hagan cargo de los costos. El acuerdo con el Fondo establece cuánto debe reducirse el desequilibrio pero no cómo, que depende del Gobierno. Y el texto no descarta postergar el cronograma de rebajas de impuestos si fuera necesario.
Una prueba es el debate interno por las retenciones a la soja, justo a 10 años del rechazo de la resolución 125, en plena Exposición Rural y luego de las fuertes pérdidas de cosecha por la sequía. El gobernador radical Gerardo Morales planteó la suspensión del cronograma de rebajas (de 0,5% mensual hasta fin de 2019); pero difícilmente aceptaría imponer derechos a las crecientes exportaciones de litio jujeño. Macri se pronunció en contra de todas las retenciones para no penalizar las exportaciones; pero no fue taxativo con la soja, el único cultivo gravado actualmente con 26% de derechos que no aplican otros países productores. Parte de la recaudación se coparticipa con las provincias a través del Fondo Sojero, con destino a obras públicas.
También está en debate la magnitud del ajuste fiscal requerido para cumplir con la meta de déficit de 1,3% del PBI para el año próximo desde el 2,7% previsto para 2018, tras el recorte extra (de 0,5%) aplicado por el ministro Nicolás Dujovne y que todo indica podrá cumplir.
Cuando firmó el acuerdo con el FMI, la Casa Rosada cuantificó ese esfuerzo fiscal en $200.000 millones y un mes después elevó la cifra a $300.000 millones, aunque el ministro Rogelio Frigerio aclaró que dos tercios corresponderían a la Nación y un tercio a las provincias, sin explicar el criterio para distribuirlos. No obstante, un trabajo elaborado por el Instituto de Análisis Fiscal (Iaraf), que dirige Nadin Argañaraz, calcula que alcanzaría a $148.000 millones sin modificar el esquema de rebaja gradual de impuestos nacionales y provinciales y a $103.000 millones en caso contrario. En ambos casos, el 58% de gasto público indexado (básicamente jubilaciones y planes sociales) crecería 25,3% nominal. Pero en el primer escenario el gasto no ajustable debería caer casi 12%, mientras que en el segundo lo haría -8,2%.
Por ahora es prematuro vaticinar hacia donde se inclinará la balanza, aunque el Ministerio de Hacienda busca defender la baja de impuestos. Mientras tanto, según otro informe del Iaraf, por los cambios y compensaciones del Pacto Fiscal las provincias mejoraron en 46,2% (15,6% real) los ingresos por coparticipación al cabo del primer semestre, con Buenos Aires (60,3%) y la CABA (54,9%) a la cabeza.