TOM AVENDAÑO
Para algunos, es el héroe que salvó a su país; para otros, lo llevó hasta el abismo. A punto de enfrentarse a una sentencia decisiva, Lula lleva 30 años en el epicentro de la política de su país.
Va a hacer 30 años de la primera vez que Lula da Silva (Pernambuco, 1945) se presentó a la presidencia de Brasil y la política del país aún no ha dejado de orbitar a su alrededor. Es tan difícil exagerar su influencia en el devenir del mayor país latinoamericano, al que lideró durante su mayor época de bonanza la década pasada, como encontrar a alguien que no sienta una enorme pasión por su figura. Para muchos es alguien como ellos, que conoce el trabajo en fábricas, bebe cachaça y está harto de que la élites brasileñas impidan el progreso de los de abajo. Para otros, es una enfermedad que nunca acaba de desaparecer y que representa los peores impulsos del país: populismo con los pies de barro como excusa para robar y sumir la vida pública brasileña en el desastre.
Hijo de un alcohólico que sumaba 22 hijos entre dos familias en dos ciudades diferentes del empobrecido nordeste, Lula dejó los estudios a los nueve años. A los 14 empezó a trabajar de torneador, a los 19 perdió en un dedo en un accidente. Su primera mujer murió embarazada del que iba a ser su primer hijo. Fue contratado en una fábrica de Volkswagen en São Paulo, supuestamente como trabajador metalúrgico, pero como medró en la práctica fue en el sindicato del sector. Al poco, estaba organizando huelgas y pasando tiempo en la cárcel. En los setenta, ayudó a fundar el Partido de los Trabajadores (PT), para hacer frente a la dictadura militar.
En 1985, la dictadura terminó. En 1989, Lula, que para entonces ya era congresista, dedicó su carisma y su notable popularidad a presentarse a presidencia del país. Apeló a la izquierda, a los pobres como él, y a la idea de que Brasil podía ocupar un lugar mejor en el mundo. Perdió. Lo hizo dos veces más, enfrentándose a Fernando Henrique Cardoso. Perdió las dos. Cardoso se retiró en 2002, año electoral, y Lula volvió a presentarse, esta vez como candidato de centro. Ganó.
Su primer mandato coincide con la mayor época de prosperidad que se recuerde en Brasil. Apenas tocó la economía, que no paraba de crecer, pero sí que amplió las ayudas sociales que ya existían a una escala gigantesca: la Bolsa Família o bien daba dinero a las muchísmas familias brasileñas bajo el umbral de la pobreza o pagaba a los padres que vacunaban a sus hijos y los mandaban al colegio. Sacó de ese umbral a 30 millones de personas. También revolucionó el mercado con la primera línea de crédito para consumidores del país, el crédito consignado. De repente, los obreros brasileños podían tener una nevera en casa. Para un ciudadano medio del nordeste, Lula ni era un hombre ni era un fenómeno. Era un dios.
Aquel fue también el mandato del mensalão, el gran escándalo de corrupción de la década: se supo que el PT estaba sobornando a sus aliados para no perderlos. Pero estos eran los años buenos de Lula, cuando su popularidad era incontestable y su capacidad para llevar Brasil a una grandeza proporcional a su tamaño, indiscutible. En 2006 fue reelegido presidente con mayoría absoluta. En teoría, había salido incólume del escándalo. En la práctica, esos meses le acabarían marcando para siempre: definió a Lula como un líder que jugaba a la política de siempre, la de tretas a puerta cerrada, rouba mas faz (roba pero resuelve) y no ofender al establishment. También tuvo consecuencias incalculables para el PT, ya que le obligo Lula a echar a su jefe de gabinete y a su ministro de finanzas, las dos personas a las que pensaba legar el Gobierno cuando él agostase sus candidaturas. Los reemplazó con una de las militantes más inocentes del PT, Dilma Rousseff.
Lula dejó la presidencia en 2010 hecho un héroe nacional. La economía crecía a un 7,5% anual, el poder judicial se había modernizado, Brasil era una nación cada vez más relevante en el mundo y él contaba con un índice de aprobación del 90%. Rousseff ganó holgadamente las elecciones en aquel año: solo tendría que mantenerse así dos mandatos y, según la ley, él ya podría volver a presentarse. El país, sin duda, le votaría con los ojos cerrados. Solo que el país que era Brasil en 2010 ya no existe en 2018.
La economía se desplomó en 2014, y aún no se ha recuperado de la recesión, de la que aún se culpa a Lula y su adicción al crédito. La popularidad de Rousseff también se estrelló, de un 80% en 2010 a un 7% en 2016, cuando sus enemigos políticos lograron echarla con un impeachment surrealista que ni ellos pudieron explicar pero que ella, más torpe de lo calculado, no supo detener. El reforzado poder judicial comenzó a investigar las corruptelas de toda la política brasileña y la operación resultante, el caso Petrobras, mostró al desesperado público brasileño los insultantes excesos y los sobornos que conforman el día a día en Brasilia. De repente, el recuerdo del mensalão cobró un nuevo significado. El nuevo apodo Lula pasó a ser Lula, Ladrão.
Tampoco ayuda la espiral de situaciones judiciales delirantes en las que ha estado inmerso estos dos años. El 4 de marzo de 2016 fue obligado a declarar, de forma tan pública como irregular, en comisaría, por petición del juez Sérgio Moro, que le investiga dentro del caso Petrobras. De ahí no salió gran cosa judicialmente hablando, pero diez días después, Rousseff le ofreció un puesto en su agonizante gobierno. Uno muy poco definido pero que le otorgaría aforamiento. El Tribunal Supremo canceló el nombramiento a las 24 horas.
Los últimos dos años son incontables los titulares y los analistas que se han dedicado a destruir el mito de Lula en los medios. Cada vez que, dentro del enorme caso Petrobras, un empresario ha confesado cómo y a quién sobornaba, la prensa busca el nombre de Lula, por mucho que haya otros políticos en activo con acusaciones más graves. La fiscalía, por su lado, empezó a lanzar denuncia tras denuncia contra él. El juez Moro ha aceptado cinco de ellas: la primera, por un apartamento en la playa supuestamente comprado por una empresa para que él lo use como si fuera suyo.
El 12 de julio, Moro le condenó a nueve años de prisión. Esta semana sabremos si esa sentencia es ratificada por la segunda instancia o no. Si lo es, seguirá el culebrón político y biográfico del viejo torneador sin un dedo. Si no, a tenor por las encuestas que le sitúan en lo alto de la intención de voto y de todas las veces que él ha anunciado que se volverá a presentar en octubre, el dios del norte de Brasil tendrá un obstáculo menos para volver a reinar. 30 millones de brasileros estaban en la pobreza. Pocos han vuelto a ella.