El Gobierno anunció que quiere cambiar su política por el rechazo social que genera.
Brasil, como buena parte de los países latinoamericanos, está enamorado de la energía hidroeléctrica. El 45 % de su energía, según dijo Dilma Rousseff en 2016, proviene de represas. Sus números lo llevaron al podio de los países que más producen este tipo de energía, sólo por debajo de China y Canadá. Sin embargo, convertirse en el gigante energético que es hoy ha tenido un costo social y ambiental tan alto que el gobierno brasileño está replanteándose si vale la pena continuar por este camino.
Paulo Pedrosa, secretario ejecutivo del Ministerio de Minas y Energía brasileño, le dijo al diario O Globo que el Gobierno quiere cambiar su política, pues no tiene la fuerza ni la voluntad política para dar las batallas que implican los proyectos energéticos de gran tamaño en la Amazonia.
Según el funcionario, si bien Brasil podría producir 50 gigavatios de energía adicionales a los 59 que ya tiene instalados para el año 2050, sólo el 23 % de las megarrepresas que tendrían que construirse para cumplir esta meta no afectarían reservas indígenas, quilombos (territorios negros) y áreas de reserva natural.
“No tenemos un prejuicio en contra de los grandes proyectos hidroeléctricos, pero tenemos que respetar las visiones que tiene la sociedad sobre los mismos, y eso implica restricciones”, expresó el funcionario en el diario carioca.
Tras estas palabras, Pedrosa aseguró que el gobierno de Michel Temer abandonará todos los esfuerzos para terminar la construcción de la hidroeléctrica de São Luiz do Tapajós, que inundaría parte del resguardo indígena de Munduruku.
Asimismo dijo que “no están dispuestos a llevar a cabo acciones que enmascaren los costos y riesgos de los proyectos hidroeléctricos”. Una frase que, de manera velada, atacó la forma como las pasadas administraciones han manejado los costos sociales, financieros y ambientales de proyectos de este tipo.
El más emblemático fue la represa Belo Monte en el río Xingu, que quedó paralizado tras el desplazamiento de 20.000 personas que implicó el inicio de la obra, los daños a las pesquerías del río y los escándalos de corrupción que rodearon su contratación. Hoy, esa construcción a medias está en camino de convertirse en un elefante blanco en medio de la selva.
Felício Pontes, procurador del estado de Pará, le dijo al portal Mongabay en 2016 que “lo que explica la construcción irracional de hidroeléctricas en el Amazonas es la corrupción. La planeación energética del Brasil no ha sido tratada como un asunto estratégico para el futuro de la nación, sino que, desde las épocas de la dictadura militar, se ha visto como una fuente de dinero para las empresas y los políticos”.
El escándalo de Odebrecht sacó a la luz los intereses detrás de esta política estatal durante, como mínimo, los dos gobiernos anteriores. Eso y la reciente privatización de Eletrobras, la empresa de energía de Brasil y principal financiadora de estos proyectos, marcaron las últimas notas del frenesí hidroeléctrico brasileño.