Para algunos expertos, hay que analizar con más profundidad el costo social y ambiental que le dejó al país una década de intensiva explotación de recursos naturales. Dicen que dudas en el cálculo de las regalías y altos índices de pobreza son el reflejo de que algo no anda bien.
A lo largo de sus 74 años, Carlos Rodado Noriega se ha movido por múltiples escenarios en Colombia. Ha sido político, dirigente gremial, gerente de reconocidas compañías, rector de la Escuela de Ingenieros y hasta (casi) candidato presidencial. El último cargo por el que algunos lo tienen presente es por haber sido el primer Ministro de Minas y Energía de Juan Manuel Santos. Pese a que no le fue muy bien, hay quienes lo recuerdan porque en mayo de 2011 desató un escándalo cuando anunció que graves problemas de corrupción habían permeado el sector minero.“Se acabó la piñata de títulos mineros”, dijo.
A lo que se refería era que en los últimos años se había otorgado títulos en lugares en los que no se podía explotar como páramos y parques naturales y hasta se habían autorizado terrenos con dimensiones ridículas. El claro ejemplo era uno de 19 metros de ancho por 16 kilómetros de largo para extraer carbón. Brigitte Baptiste, directora del Instituto Humboldt, es más directa: “La política minera fue completamente manoseada por el Gobierno de Uribe”.
Uno de los términos más populares entre los economistas cuando se refieren al boom de las materias primas es la “maldición de los recursos naturales”. En palabras simples, sugiere que al haber tantos ingresos por esas actividades hay una muy alta probabilidad de que la corrupción aumente. Como escribía hace unos meses en la Silla Vacía el decano de Economía de la U. de los Andes, Juan Camilo Cárdenas, eso también genera “muy pocos o efectos nulos en el impacto de estas rentas en las regiones”.
Medir qué tanto ha disparado la corrupción durante el boom de las materias primas que vivió Colombia no es fácil, pero hay algunas pistas que permiten intuir que algo no se hizo bien. Aunque los críticos de las consultas populares con frecuencia recurren al argumento de que frenar la minería o los hidrocarburos estancará el desarrollo del país, en contra tienen una realidad que es difícil de negar: los municipios donde se han hecho grandes explotaciones tienen indicadores sociales y económicos inquietantes.
Hay varios análisis que respaldan este hecho. Uno de ellos es el documento “Desarrollo minero y conflictos socioambientales en Colombia, México y Perú”, realizado por Miryam Saade y publicado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) en 2013. Otro es un análisis realizado por las economistas Ana María Ibáñez (PhD en Economía Agrícola y Recursos Naturales) y Mariana Laverde (candidata a PhD) y publicado por Unidad de Planeación Minero-Energética (UPME) en 2014. Por título lleva “Los municipios mineros en Colombia: características e impactos sobre el desarrollo”.
Para el caso colombiano, Saade encontró que todos los departamentos mineros, con excepción de Antioquia, mostraban niveles de pobreza mayores al promedio nacional. Chocó, Córdoba, La Guajira, Cesar y Bolívar, pese a ser grandes productores de oro, ferroníquel y carbón, ocupaban los lugares 1, 3, 5, 9 y 10, respectivamente, en el escalafón de los más pobres, escribía. Los datos los corrobora un informe de la UPME de 2014: en Cesar, el 46,8% de personas estaba en condición de pobreza. En Córdoba, 60,2% (y el 27% en extrema pobreza). En Chocó, el 68% (y el 40% en pobreza extrema).
Ibáñez y Laverde, por su parte, advirtieron que, aunque era claro los municipios mineros habían tenido más ingresos e inversión que aquellos que no lo eran, al cruzar esos datos con variables institucionales el impacto positivo sobre los indicadores económicos desaparecía. Lo que les sugerían los resultados era que el aumento en las finanzas municipales no se reflejaba en una mejor educación y salud. No había un impacto sobre la asistencia escolar ni sobre la mortalidad infantil. A su vez, advertían sobre la poca evidencia que existía entonces sobre el impacto de la minería en el desarrollo económico municipal y las condiciones sociales de las poblaciones locales.
A los ojos del ex ministro de Ambiente Manuel Rodríguez, estos datos muestran que estas actividades extractivas no han tenido un impacto social positivo. Para él, las comunidades lo saben de sobra. Dice que tienen claro que existe la posibilidad de que se dañe el tejido social y su respuesta para evitarlo no ha sido otra que expresarse a través de las consultas populares. “Representan una movilización desde abajo ante la falta de opciones de un gobierno que no ha querido conversar con las comunidades”, advierte César Rodríguez, director de Dejustica.
Esas dificultades son claras para el Gobierno y entre sus promesas está hacer todos los esfuerzos para remediar ese error. “Es un llamado de la comunidad al sector y debemos atenderlo”, nos dijo el Minminas en un correo electrónico. Es claro, también para el gremio minero, aunque aseguran que el malestar no solo tiene que ver con las actividades extractivas. “Va mucho más allá”, reitera Santiago Ángel, presidente de la Asociación Colombiana de Minería (ACM). “Es un descontento con la situación de vida. Con la falta de carreteras, de hospitales, de servicios públicos. Parte de ese problema fue la corrupción de los municipios; hubo mucha falta de autoridad”. ¿Y la otra parte? “Sin duda algo que convulsionó el tema local, fue la nueva distribución de las regalías, donde se creó un sistema muy lento y dispendioso para que los recursos llegaran a las regiones. Colombia es la excepción a la regla en este tema. Es un invento que salió mal”.
A lo que se refiere Ángel es a la reforma que llevó a cabo el Gobierno Santos para la distribución de las regalías en 2011. En palabras del Ministro de Hacienda de aquella época, era la forma de distribuir la “mermelada” en toda la “tostada”. El invento, para algunos, no salió muy bien.
“Miremos con más detalle”
Una de las preguntas más difíciles de responder en este debate es de qué manera afectarán a la economía nacional las consultas populares. Por parte del Gobierno y de la industria, la respuesta ha sido clara. Tanto para el Minminas y el director de la Agencia Nacional de Hidrocarburos (ANH), Orlando Velandia; como para el director de la UPME y de la ACM, las repercusiones serán notables.
Sus respuestas coinciden. “La imposibilidad de tanto exploración como producción de hidrocarburos afectaría el recaudo de las regalías, el valor del petróleo destinado a la refinación interna del país, la participación del Estado en los contratos”. “Si dejamos de recibir esos ingresos, estaríamos en riesgo para el suministro de combustibles”. “Estamos en un limbo jurídico”. “La inversión esperada en el sector minero es de aproximadamente US$7.500 millones para los próximos 5 años, la cual podría verse afectada en caso de que las empresas decidan irse”. Santiago Ángel, de la ACM, lo resume en cinco palabras: “Nos estamos comiendo el futuro”.
Algunos ambientalistas reconocen que se generaría algún impacto, pero recalcan que para descifrarlo hay que hilar mucho más delgado. Para arrojar una conclusión de esas, dicen, deberían entrar en juego muchas más variables que sustenten frases tan contundentes como la de que las “consultas frenarán el desarrollo del país”.
El mismo Minminas admite que asegurar, como lo ha hecho el gremio de los mineros, que las consultas populares afectarán la mitad de la confianza inversionista, no es del todo cierto. “No creemos que sean un único elemento determinante pues estas decisiones de las compañías dependen del análisis de diversos factores como el tamaño del mercado, la apertura comercial, los costos laborales, la estabilidad macroeconómica, los tratados internacionales, el transporte, el riesgo país, entre otros”. El Plan Nacional de Desarrollo 2014 - 2018 también señalaba lo inevitable. Los desplomes de los precios iban a ser incontenibles y la inversión en Colombia se iba a reducir.
Para Guillermo Rudas, máster en economía ambiental y recursos naturales, hay que mirar las cifras con mucho detalle y eso implica, primero, separar la minería de la explotación de hidrocarburos. Ponerlas a ambas juntas a la hora de hablar de ganancias, no parece justo. Mientras que en el gran año de 2012, sumando impuestos, regalías y otras contraprestaciones, el petróleo y el gas generaron $30,7 billones, todos los minerales dejaron $3,2 billones. En 2016 esos dígitos fueron de $5,4 y $1,9. Esta última cifra equivale al 5% de lo que el país invirtió en educación el año pasado ($35,3 billones).
Rudas es directo con sus conclusiones. “Si se deja de explotar petróleo habría que hacer otra reforma tributaria. La gran pregunta es cómo hacer para dejar de depender de él. Pero si dejamos de hacer minería o solo hacemos para consumo interno, el país va a ganar”. ¿Por qué? “Porque los actuales contratos que Colombia tiene con las empresas mineras no le están generando los ingresos que debería recibir”.
Sus razones son varias. A diferencia del petróleo, un negocio en el que el Estado está presente por medio de Ecopetrol y tiene una participación en los contratos entre el 8% y 13%, en minería “el Estado renunció a participar en la explotación y le entregó el negocio a empresas particulares. Los contratos que firmó y la manera en que se calculan las regalías, les han permitido una serie de exenciones tributarias a esas compañías que no compensan los costos sociales y ambientales que está teniendo el país. Y así, ¿para qué queremos seguir explotando? Eso no es desarrollo”.
Mientras que las regalías en el sector de hidrocarburos son pagadas en especie (es decir, en una cantidad de barriles de crudo), en el sector minero hay variaciones que para Rudas merecen una evaluación muy juiciosa. Suele referirse a la explotación de carbón como el mejor ejemplo, pues es la que jalona el sector minero. Tiene una participación del 83% en las regalías, seguido por los metales preciosos (10,2%)
Hacer una moratoria y replantear los contratos existentes, como sugiere Rudas, no es una solución fácil porque detrás habría dificultades jurídicas. Sin embargo, no es la primera vez que el tema causa inquietud en la opinión pública. Juan Ricardo Ortega, ex director de la DIAN, ya había lanzado en 2013 unas pistas que dejaron intranquilo a más de uno. A su parecer, la corrupción estaba haciendo de las suyas. “La minería se vende en paraísos fiscales”, le dijo al diario Portafolio. La explicación es más extensa y compleja, pero según Ortega, las regalías deberían pagarse con una parte del mineral extraído y no como se hace en Colombia: “se pactó que la misma empresa pueda comprar el producto (…) y el precio al cual se compra la regalía no es un precio del mercado. Es un precio establecido por acuerdo”.
A Santiago Ángel, de la AMC, le molestan esos argumentos porque asegura que Ortega estaba completamente equivocado. Para él, las regalías colombianas son las más altas del continente y se mantienen constantes, incluso, cuando el precio internacional es bajo. “Ahí sí no les preocupa, ¿no? Además, la participación del sector minero en los ingresos del Estado es del 70%”. ¿Y cuánto es el de los hidrocarburos entonces? Velandia, de la ANH, dice que es igual: está entre el 65% y el 72%.
Verdad o no, lo cierto es que hay una inquietud que, de hecho, quedó registrada en el documento del Plan Nacional de Desarrollo del último período de Santos. “Estudios recientes muestran que existe en el país un complejo sistema tributario que genera múltiples beneficios y descuentos a las empresas, así como un sistema de regalías estrecho que impide al país obtener ventajas adecuadas del boom de precios de los minerales”.
En este punto, ¿puede Colombia entonces imaginarse un país sin minería y sin explotación de hidrocarburos? La respuesta es no, por ahora. Además de la dependencia económica que creó el país (los hidrocarburos representan el 40% de los ingresos fiscales), algunos minerales son claves para usos tecnológicos o para infraestructura. Otros, como el oro, no tanto. “Para el caso de petróleo”, explica Orlando Velandia, de la ANH, “las reservas actuales nos permitirán una autosuficiencia para cinco años. Y quedarnos sin combustibles tiene implicaciones serias”.
Pero quizás la pregunta correcta no sea esa. Unos de los interrogantes que surgen detrás de esa duda es qué costos nos están generando, a qué precios los estamos vendiendo y qué es lo que estamos haciendo con esa plata. Manuel Rodríguez y Guillermo Rudas coinciden que el país está en mora de hacer un profundo análisis de cuál ha sido el costo de esta década del “boom” y cuál el beneficio.
Sin embargo, realmente la pregunta de fondo en todo este enredo es cuál es el camino para cambiar nuestro modelo energético, al tiempo que evitamos que las materias primas sigan siendo una fuente importante de riqueza. En palabras de Manuel Rodríguez, “no se trata de decirle sí o no a la minería o al petróleo, porque no tiene sentido, como tampoco lo tiene explotar en cualquier territorio. No podemos dejar que suceda lo que pasó en Orito, Putumayo, donde entraron a explotar petróleo y los daños fueron irreparables. Pero más allá de eso, el asunto esencial es que es hora de replantear nuestra economía”. “Es hora de mejorar los vasos comunicantes entre la economía extractivista y la economía sostenible”, opina Brigitte Baptiste.
Las propuestas parar lograr esa transición son diversas pero tanto ambientalistas como funcionarios e industriales coinciden en un punto: es momento de dar un salto y utilizar los recursos que nos dejaron los extractivismos para impulsar otros sectores. La dificultad es que, como dice Juan Camilo Cárdenas, decano de Economía de la U. de los Andes, el país no ahorró en el boom de la década anterior. “No es algo que vayamos a lograr de la noche a la mañana. Probablemente tardaremos varias décadas”, afirma el director de la ANH. “
¿Estamos muy demorados en empezar? Sí, dice Baptiste. Sí, dice César Rodríguez, pero advierte que lo que el país no puede hacer es justamente lo que está haciendo: redoblar los esfuerzos para conseguir más minerales y más petróleo, ahora que hubo un bajón enorme en los precios y ahora que las energías renovables son más accesibles. Su reclamo es el mismo que el de la mayoría que aportaron ideas para este artículo: para empezar a hacer esa transición se requiere una autoridad ambiental más seria, un Estado que coordine la política nacional y los intereses locales y un Gobierno que, en vez de reducir el presupuesto, invierta en educación, ciencia y tecnología para “generar recursos del siglo XXI y no seguir generando unos del siglo XIX”.