MARIANO BELDYK
Son los de Francia y Brasil, que flexibilizan las condiciones laborales en pos de ganar competitividad. Si bien hay matices y velocidades diferentes, en ambos casos los gremios pierden fuerza de negociación.
Reforma laboral son dos palabras, una fórmula a esta altura, que se escucha cada vez más en boca de políticos, empresarios y sindicalistas. En ese sentido, la Argentina y su debate sobre el futuro de los vínculos laborales no es ajeno a un contexto global de leyes y decretos contemporáneos que pretenden replantear el statu quo productivo en distintos puntos del mapa bajo el argumento de la competitividad. Sus detractores, en cambio, los señalan como intentos de abaratar costos a costa de precarizar el trabajo. En el medio, el gobierno de Mauricio Macri guarda silencio estratégico sobre qué tipo de reforma impulsará mientras estudia en su laboratorio las experiencias de Brasil y Francia como un mismo modelo a dos velocidades.
Ambos gobiernos, de buena relación y sintonía política con el argentino, han iniciado reformas que comparten más de un denominador, aunque la del brasileño Michel Temer corta mucho más profundo en el régimen laboral. Consultados al respecto, los funcionarios se limitan a afirmar que cualquier cambio se hará con consenso y en base a la idiosincrasia local. En el fondo, tanto el Gobierno como el empresariado local miran con recelo las transformaciones verdeamarelas por temor a que Brasil se termine convirtiendo en una "China sudamericana" que concentre ventas e inversiones gracias a costos de producción comparativamente inferiores.
Como fundamento, se suelen leer y escuchar los comparativos respecto a costos laborales salariales y no salariales, que van desde un sueldo mínimo más bajo -en Brasil, equivale a unos 5000 pesos argentinos- hasta la brecha en los valores de una indemnización que en la Argentina es 2,5 veces superior a la del país vecino.
Al mismo tiempo, Brasil tiene un 30 por ciento menos de impuestos al trabajo. Un informe de la consultora Abeceb, difundido poco después de la sanción de la reforma brasileña en el Senado, en julio, puso el temor en palabras: "La reforma laboral de Brasil aumenta la brecha de competitividad con la Argentina", y lo hace sobre la base de un "rezago competitivo" que ya acarrea el país y se hará más notorio en sectores transables y de mano de obra intensivos.
Si se considera Sudamérica, las posiciones en el Ránking de Competitividad del reporte 2017 del Foro Económico Mundial ubican a la Argentina en el puesto 92 de 138 y ha escalado 12 posiciones en sólo un año. No obstante ello, sigue muy por detrás de Chile (33), México (51), Colombia (66), Perú (72), Uruguay (76), Brasil (80) y Ecuador (97).
"Sabemos que se viene una flexibilización laboral porque tenemos un déficit comercial de 1083 millones y alguien lo va a pagar. Y en ese contexto se vuelve a hablar de pasantías y de bajar los costos de jubilados y trabajadores que son los que ya en los 90 han pagado ese desfasaje. Es lo que piden los empresarios pero yo me pregunto: ¿De qué les va a servir si después van a tener que cerrar las fábricas porque nadie va a poder comprar nada?", opina Carlos Minucci, de la Asociación Personal Superior de Empresas de Energía (APSEE).
De hecho, la Argentina no es el único que mira lo que ocurre en Brasil con preocupación. También Perú y Colombia lo siguen con atención y hasta Uruguay ha planteado sus resquemores, aunque sus costos laborales son muy inferiores. El canciller Rodolfo Nin Novoa sugirió elevar la discusión al plano del Mercosur. Y el ministro de Trabajo charrúa, Enrique Murro, manifestó en una reciente exposición: "Preocupa porque es una manera de competir en base a la caída de derechos laborales, cosa que siempre hemos tratado de evitar. Si vale más un acuerdo individual entre un empleado y un patrón que una ley o un convenio, entonces retrocedimos dos o tres siglos, y eso no será solo para los brasileños".
A contramano de los últimos cambios laborales en Chile, donde el sindicalismo vio fortalecido su papel negociador, tanto en el modelo francés como en el brasileño el sindicalismo pierde fuerza. Los franceses lo presentan de un modo más amigable, en un país que registra la menor tasa de afiliación mundial -apenas un 4% de los asalariados- y que registra un desempleo del 9,5%, por encima de la media europea (7,8%). En palabras del Nobel de Economía 2014 y autor de La economía del bien común, Jean Tirole, se trata de financiar al empleado y su formación y no subsidiar empleos innecesarios, adaptándose a las nuevas necesidades y tecnologías. "Protejamos al empleado y no al empleo", sostuvo Tirole en una entrevista con la La Vanguardia, para "acabar con los contratos temporales carísimos para todos y frustrantes para el empleado y, por otro, los indefinidos, que se aferran a su empleo aunque no les guste".
Los brasileños van al hueso, en un escenario muy distinto: Brasil es uno de los países donde conviven tres grandes confederaciones, aunque no todas sean igual de combativas. ¿El mecanismo? Eliminar la contribución obligatoria de un día de salario al año y volverla voluntaria. A priori, exigirá un mayor compromiso de servicio de los sindicatos para ganarse la adhesión y el apoyo monetario de sus trabajadores, con una perspectiva más de cliente que de afiliado. Pero esta medida va acompañada de toda una serie de cambios paralelos que afectan su capacidad de mostrar dicho compromiso.
Quizás el más importante de todos radique en una de las misiones claves de los sindicatos, la negociación colectiva de salarios. En Brasil y Francia, lo que se impulsa es que los contratos privados tengan preeminencia por sobre los sectoriales, al tiempo que en el país vecino se tolerará una mayor tercerización. En ambas reformas, la potestad negociadora se abre a actores no sindicales en quienes los trabajadores depositen la tarea. La francesa sí estipula que los acuerdos de empresa deben estar refrendados por un sindicato que represente a más de la mitad de los trabajadores para volverse vinculantes.
Curiosamente, en medio del debate legislativo brasileño, uno de los fundamentos que más se escuchó a favor de la reforma era falso: "En Brasil, existen 17.000 sindicatos mientras que en la Argentina sólo hay 96". Lo empleó Roberto Marinho, el miembro informante de la bancada de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB) pero también empresarios como Roberto Setúbal, copresidente del banco más grande del país, el Itaú.
Si en Argentina es común escuchar que las leyes del peronismo son un corset de más de 40 años a la productividad moderna, en Brasil suele hablarse del mismo modo sobre la llamada Consolidación de las Leyes del Trabajo, de Getulio Vargas. Lo cierto es que aquí se calcula que hay 6400 sindicatos, de los cuales solo la mitad tienen personería jurídica. El resto son hijos de la atomización de los 90, que han disputado la hegemonía de los eternos secretarios generales, el verticalismo y la burocracia. Proporcionalmente, el número de sindicatos en uno y otro país es similar.
Otras cuestiones que se abordan en ambas reformas que el Gobierno observa es la carga horaria y la modalidad de empleo. Si bien no se tocan el aguinaldo, los días de vacaciones y la carga horaria semanal de trabajo, lo que se altera es la distribución de esos límites. En Brasil, las vacaciones se podrán fraccionar hasta en tres períodos y, en el caso de las jornadas laborales, aumentan su límite hasta las 12 horas, seguido por un descanso de 36, sin que se superen las 44 semanales. Se suma, además, la llamada "jornada intermitente", para empleos que se abonan por hora o jornada, equivalente a los minijobs alemanes, y el homeworking. Francia termina de enterrar sus 35 horas semanales -que nunca fueron del todo reales- para aumentar su promedio a 46, pero pueden extenderse si se negocia en la empresa. Además, baja el recargo por hora extra de un 25 a un 10%.
Cuando el presidente Macri cargó contra la industria del juicio, hubo quienes lo aplaudieron con vigor y quienes alzaron su voz preocupados. La grieta se alumbró clara en ese campo. Solo en la Ciudad de Buenos Aires, las causas laborales llegaron a 185.000 en 2016, un 20 por ciento más que en 2015 y el doble que hace diez años.
Los números espantan la inversión, o eso entienden desde el Gobierno. Equivale a algo así como dos pleitos por cada diez trabajadores, mientras que, en Chile, la proporción es de 0,25, muy inferior.
No obstante, en Brasil, los pleitos laborales son aún mayores en cantidad, hasta tres por cada diez trabajadores. Por lo menos era así hasta la presente reforma que cambia las condiciones para litigar.
La reforma laboral de Temer flexibiliza las condiciones para despedir empleados, en tanto baja el preaviso de 30 a 15 días y el monto de las indemnizaciones ya no dependerá del salario. Incluso, ante la perspectiva de llevar su caso a litigio, el trabajador se ve obligado a participar presencialmente del proceso judicial en sus sucesivas instancias con el riesgo de tener que enfrentar el pago de costas si pierde al final la demanda. Brasil también incluye la posibilidad de negociar reducciones a los salarios a cambio de mantener el puesto de trabajo, al menos por un año.
Por su lado, Francia aborda esta cuestión, ajustándola a la realidad de las empresas europeas y transcontinentales que operan en su territorio. Ya no será necesario que la firma demuestre una pérdida de ganancia a nivel global para justificar despidos locales sino que bastará con recurrir a la exigencia de reorganizar su plantilla para salvaguardar competitividad en Francia como excusa legal. De igual modo, fija topes a las indemnizaciones.
"En los 90, la flexibilización laboral demostró que no soluciona los problemas de empleo en el país, más bien todo lo contrario. Fue el período de mayor desocupación", comenta Jorge Duarte, director del portal especializado Infogremiales. Y añade: "Lo que soluciona la generación de trabajo son las condiciones en las que se puede hacer negocios. En todo caso, lo que debería pensarse es en la necesidad de adecuar algunos convenios colectivos a las tecnologías modernas".
Una disyuntiva que el actual Gobierno deberá enfrentar, aunque difícilmente deje trascender sus planes antes de las elecciones de octubre.
En Alemania, no se habla de niños pobres, sino de niños Hartz Son la generación nacida en los 80, entre quienes la tasa de pobreza aumentó 6 puntos con referencia a la camada de la década anterior.
Las razones deben buscarse en las reformas propuestas por el gerente de Recursos Humanos de la automotriz Volkswagen Peter Hartz, la receta que muchos países miran con cierta fascinación por los índices que arrojan. Poco más de una década después, no obstante, la tasa de desempleo germana, de solo el 5,7%, camufla otra realidad: en Alemania, subsisten 7,6 millones de trabajos precarios, una cuarta parte de la fuerza laboral.
En contraste con la Argentina, el porcentaje parece ínfimo. Pero en el marco europeo, representa una de las tasas más elevadas de la Unión.
En 2016, el 45% de los contratos nuevos fueron en los llamados minijobs, empleos de menos de 12 horas semanales y duración temporal, que yacen al margen de las convenciones colectivas y la protección sindical.
A nivel social, esto se traduce en dos tercios de la población -estratos medios y superiores- con buena situación económica y un tercio que debe conjugar más de un empleo, incluso los jubilados, para llegar a fin de mes. Esos suelen ser quienes se vuelcan a los minijobs, con sueldos de 400 euros al mes, mientras que el salario mínimo en el país es casi tres veces y medio superior, 1473 euros.