Hace apenas unas semanas, los analistas de Wall Street estaban empeñados en mejorar sus pronósticos económicos por las expectativas de que el presidente de EEUU, Donald Trump, implementaría amplias reformas en el Impuesto de Sociedades, una reducción de las regulaciones y un mayor estímulo fiscal. Sin embargo, tan pronto como llegó ese optimismo, ahora se está difuminando.
El presidente de EEUU se ha estado concentrado principalmente en la inmigración y el comercio, causando una reevaluación de la situación entre los analistas de algunos de los bancos. Ahora, muchos expertos creen que el efecto de las políticas de Trump sobre la economía será incierto.
"Tras las elecciones, el cambio positivo en el ánimo de inversores, empresas, y consumidores sugería que la probabilidad de ver recortes tributarios y una regulación más laxa parecía más alta que la probabilidad de restricciones significativas al comercio y la inmigración", según han señalado varios economistas de Goldman Sachs, liderados por Alec Phillips en una nota publicada a finales de la semana pasada. "Pasado ya el primer mes del año, la balanza de riesgos es algo menos positiva según nuestro punto de vista".
Phillips, de Goldman, menciona tres razones clave para argumentar el 'fin de la fiesta' para los analistas. Por un lado, las dificultades con el Obamacare son señal de lo que está por venir. Los esfuerzos de los republicanos para reemplazar la Ley de Protección al Paciente y Cuidado de Salud Asequible pueden terminar siendo la norma en vez de la excepción. Para los inversores que esperaban que un Congreso controlado por republicanos pudiera promover una agenda radical que comprenda la reforma tributaria y el estímulo fiscal, esta situación puede ser decepcionante.
"La reciente dificultad que han tenido los legisladores republicanos para avanzar con la derogación del Obamacare no parece auspiciar el logro de un acuerdo sobre reforma impositiva o financiación de infraestructuras, y refuerza nuestro punto de vista de que un estímulo fiscal, si ocurre, es principalmente un acontecimiento de 2018", asegura Phillips.
Por otro lado, está aumentando la polarización de los partidos políticos. La orden ejecutiva de Trump que prohíbe la entrada de ciudadanos de siete países de mayoría musulmana desencadenó una reacción adversa en Washington y ha incrementado la brecha entre republicanos y demócratas, convirtiendo la perspectiva de cooperación bipartidista en algo incluso más remoto.
"Si bien la cooperación bipartidista parecía posible en algunos asuntos después de las elecciones, el entorno político parece estar más polarizado que nunca, lo cual sugiere que muchos asuntos que requieren apoyo bipartidista probablemente encuentren obstáculos sustanciales", sentencia Phillips. "Si bien no hemos esperado una transformación radical de la regulación en cualquier de estos sectores, los sucesos recientes reducen en alguna medida la probabilidad de que incluso se puedan aprobar cambios graduales en el Senado".
Por último, existe una posibilidad real de que el mercado sufra alguna de las medidas que quiere imponer Trump. Poner el foco de Trump en la inmigración y el comercio puede ser algo más que decepcionante para Wall Street y el sector corporativo de Estados Unidos; podría ser directamente perjudicial.
"Algunas de las acciones administrativas más recientes del Gobierno de Trump sirven como recordatorio de que es probable que el presidente cumpla con promesas de campaña sobre comercio e inmigración, algunas de las cuales podrían ser desestabilizadoras para los mercados financieros y la economía real", concluyó Phillips.
Desde lo alto del cuartel general de Goldman Sachs, la vida abajo parece una maqueta. Los coches, las obras o la gente adquieren dimensiones liliputienses y el bullicio se queda mudo, como si todo fuera la simulación algo deficiente de una ciudad. No hay un solo letrero, dentro o fuera, que indique que uno se halla ante la sede de ese famoso banco, en el número 200 de la calle Oeste, en el bajo Manhattan. El vestíbulo es enorme y austero y las salas de pisos más altos son pulcras y sin excesos, o quizá, sin más excesos que las imponentes vistas de la Estatua de la Libertad, del Empire State y de casi todo Nueva York.
Donde acaba la calma, empiezan las tripas de Goldman, en los pisos más bajos del edificio: seis plantas de trading (correduría bursátil) del tamaño de un campo de fútbol americano cada una de ellas, donde hileras de intermediarios de valores con triples pantallas dan las órdenes de comprar y vender, de mover dinero a un ritmo de maquila. A diferencia del resto del edificio, la vestimenta allí es algo más informal y la gente, más joven (el 70% de la plantilla global del banco son millennials). El año que viene, aproximadamente el 10% de ellos, los que tengan el balance anual más pobre, tendrán que dejar la empresa. Y eso que allí está lo mejor de lo mejor, según le gusta presumir al banco: la tasa de aceptación de Goldman es del 3%, más baja que en Harvard.
Dicen que es el banco de inversión más poderoso del planeta, que paga los mejores sueldos de Wall Street y sufre la mayor tasa de divorcios, que las jornadas de trabajo exceden lo humano, que en la crisis financiera sacó petróleo mientras los demás se hundían, que no hay rincón de la Tierra a donde no lleguen sus tentáculos, que ningún Gobierno los ignora, que quien entra allí abraza un sacerdocio, que una vez se es goldmaniano, se es goldmaniano para siempre. Dicen que Goldman Sachs gobierna el mundo.
En casi todos los Gobiernos de EE UU, incluso desde antes de que comenzara el capitalismo moderno tras la II Guerra Mundial, ha habido un goldmaniano en las esferas más altas del poder público.
Donald Trump aludía a ello con frecuencia durante la campaña electoral estadounidense. Acusó a Hillary Clinton, la candidata demócrata, de haberse “vendido” al banco, del que habría cobrado jugosas cantidades como conferenciante. Aseguró también que Ted Cruz, el senador texano con el que rivalizó en las primarias republicanas, estaba bajo su control. En su último vídeo de campaña, al más puro estilo Ocupa Wall Street, señalaba a los culpables del empobrecimiento de los trabajadores y, aparte de Clinton u Obama, George Soros o el G20, destacaba a Lloyd Blankfein, el primer ejecutivo de la entidad financiera.
Poco antes de que Trump tomara posesión de la presidencia de EE UU, a mediados de enero, algunos manifestantes se apostaron ante la torre de Goldman Sachs con pancartas que rezaban “Gobierno Sachs”. El presidente, después de todo, había colocado en puestos clave de su equipo a una terna de goldmanianos.
Lloyd Blankfein, el patrón del banco, ha descrito el salto de la entidad a la política como un acto de servicio a la sociedad por parte de quienes antes han amasado una cantidad considerable de dinero en el banco. “La mayor parte se va a los 48 o 50 años, para entonces ya has ganado bastante”, dijo en una entrevista, “y la expectativa es que te vuelques en la filantropía o en servir a la Administración”.
Gary Cohn, número dos del grupo financiero, será el jefe del Consejo Económico de la Casa Blanca (previa indemnización del banco de 124 millones de dólares); Steven Mnuchin, un conocido inversor que había pasado 17 años en la casa, es el elegido como secretario del Tesoro (cargo equivalente al ministro de Economía), y el agitador derechista Steve Bannon, consejero de Trump y miembro del Consejo de Seguridad Nacional, también fue un hombre del banco.
El gran poder en la sombra, el titán, el gran calamar vampírico, el guardián de Wall Street… Pocas entidades en el mundo tienen tantos sobrenombres —y casi siempre tenebrosos— como Goldman Sachs. No es el mayor banco (ocupa un discreto puesto trigésimo segundo en la clasificación por activos) y se disputa el liderazgo de la banca de inversión con JPMorgan, pero nadie aparece tanto en las campañas electorales de cualquier país o en los carteles de manifestaciones, de Madrid a Nueva York, pasando por Atenas o Londres. Es común ver a banqueros en puestos de política económica, pero Goldman es el gran símbolo de la influencia del poder financiero en la política en EE UU.
“Trump necesitaba convencer a los mercados de que no era un loco, que puede serlo, pero necesitaba convencerlos de que no, y la mejor forma de hacerlo es contratar a gente de Goldman”, opina William D. Cohan, que pasó 17 años en la banca de inversión y luego se convirtió en autor de varios libros sobre las entretelas de Wall Street, uno de ellos, dedicado a Goldman. “Creo que, hasta cierto punto, a Trump le gusta el hecho de que todos esos tipos de Goldman, que no hubiesen hecho negocios con él por el tipo de cliente que es, estén ahora en su Gabinete. Debe decir ‘ahora están besando mi anillo y reclinándose ante mí…’. Qué irónico es el giro de los acontecimientos”, añade.
El constructor neoyorquino también ha elegido a Jay Clayton, que fue abogado de Goldman, como presidente de la SEC (el ente supervisor de la Bolsa de Nueva York) y a Dina Powell, del área de inversión filantrópica, como asesora de la presidencia. Hay quien escribió en estos primeros días de 2017 que Goldman Sachs volvía a Washington. ¿Pero alguna vez se fue? Desde hace un siglo, Gobiernos tanto conservadores como demócratas han abrazado la fe de la institución fundada en 1869 por un judío alemán llamado Marcus Goldman que había llegado dos décadas antes a Estados Unidos y empezado como comerciante de ropa (Sachs es el apellido del yerno con el que se asoció).
Henry Goldman, el hijo del fundador, ya asesoró en la creación de la Reserva Federal en 1913. En la II Guerra Mundial Franklin Delano Roosevelt fichó al primer ejecutivo del banco, Sidney J. Weinberg, para su Consejo de Producción de Guerra. Weinberg, uno de los personajes más legendarios de Goldman, conocido como Mister Wall Street, colaboró también con los Gobiernos de Eisenhower y Lyndon B. Johnson. John C. Whitehead, socio y copresidente, sirvió como subsecretario de Estado en los ochenta con Reagan, y Robert Rubin, también copresidente, fue jefe del Tesoro de Clinton. George Bush (el hijo) fichó al goldmaniano Stephen Friedman para el Consejo Económico y a Henry Paulson para el Tesoro. El presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, también es de la casa.
Gary Cohn, número dos del grupo financiero, será el jefe del Consejo Económico de la Casa Blanca; Steven Mnuchin, un conocido inversor que había pasado 17 años en la casa, es el elegido como secretario del Tesoro, y el agitador derechista Steve Bannon, consejero de Trump y miembro del Consejo de Seguridad Nacional, también fue un hombre del banco.
Tras muchas críticas, Blankfein, el patrón del banco, ha descrito el salto de la entidad a la política como un acto de servicio a la sociedad por parte de quienes antes han amasado una cantidad considerable de dinero en el banco. “La mayor parte se va a los 48 o 50 años, para entonces ya has ganado bastante”, dijo en una entrevista reciente en The New York Times, “y la expectativa es que te vuelques en la filantropía o en servir a la Administración”. “Es falsa la percepción de que van a Washington y nos ayudan. Lo contrario sí es cierto”, ha dicho Blankfein, preguntado por la posible connivencia. Cuando se cruza la puerta giratoria en sentido inverso, en retorno a la sociedad, es más difícil de vislumbrar. Este verano en Europa causó estupor el fichaje de José Manuel Durão Barroso (presidente de la Comisión Europea entre 2004 y 2014, es decir, durante la burbuja y la crisis financiera y de deuda) como presidente no ejecutivo de su filial en Londres. Mario Monti y Romano Prodi también han cobrado de Goldman.
Después de la gran crisis financiera, aparecieron dos libros sobre el banco con un título muy similar, El banco: cómo Goldman Sachs dirige el mundo (2010), del belga Marc Roche, un veterano corresponsal financiero, y Dinero y poder. Cómo Goldman Sachs acabó gobernando el mundo (2011), el de William Cohan. Un poco antes, en 2009, la revista Rolling Stone lanzó un largo y famoso artículo —hoy convertido en una referencia de la época— en el que se refería a Goldman como: “Un gran calamar vampiro envuelto en la cara de la humanidad, metiendo inexorablemente su embudo de sangre en cualquier cosa que huela a dinero”.
Todo esto es una muestra del clima de opinión en torno a la entidad tras aquella debacle financiera con tintes de cine de suspense (de la que, de hecho, se han escrito varios thrillers). En los late night shows era común oír chistes sobre Goldman. Por si no hubiese bastante, a Blankfein no se le ocurrió otra cosa que decir, en medio de una entrevista de 2009, cuando la sociedad estadounidense aún estaba abierta en canal por la crisis, que el banco estaba haciendo “el trabajo de Dios”.
Poco después, la SEC le multó con 550 millones de dólares por “distorsión grave”: creó y vendió un producto muy complejo (los luego famosos CDO) cuando empezaba a derrumbarse el sector inmobiliario sin contarle que uno de sus clientes (el inversor John Paulson) había participado en la selección y estructuración de estos y que, mientras se lo estaban vendiendo, Paulson estaba apostando a la baja contra esos valores. El bajo coste de esa multa se interpretó como una victoria. Y hace un año, llegó a un acuerdo extrajudicial para pagar 5.000 millones en reclamaciones por vender activos de deuda asegurando que estaban respaldados por hipotecas solventes cuando eran conscientes de que estaban a punto de caer en el impago.
En el imaginario popular, Goldman encarna el símbolo de los excesos; en el ideario menos profano, los méritos están algo más repartidos. La factura de Bank of America, por ejemplo, sumó 16.600 millones de dólares en un pacto similar, mientras que JPMorgan desembolsó 18.000 millones, además de otras penalizaciones por otros desmanes.
Para Cohan, Goldman es, aun así, “una institución única, el banco más respetado del planeta”, mientras que Marc Roche, en su libro, es implacable: relata su papel en la crisis, desgrana las conexiones políticas del grupo y detalla algunas operaciones que dieron la campanada, como el asesoramiento para el maquillaje de las cuentas públicas de Grecia. Ambos coinciden, con todo, en la intensa cultura de empresa que hay en la institución, también en la competitividad descarnada o el desprecio al estrellato individual. Roche habla de “monjes banqueros” dispuestos a salir disparados de la casilla de salida del tablero con la “sangre fría suficiente” como para ganar.
Seis años después de publicar el libro, Marc Roche cree que “el banco, en esencia, no ha cambiado, solo lo ha hecho en cuestiones cosméticas. Siguen siendo los mejores contratando personal, de los mejores en gestión de fortunas…”, y siguen, añade después, “teniendo esa red de influencia”.
En 2010 crearon un comité que revisara sus estándares y acordaron una batería de medidas para reforzar la transparencia de sus gestiones, el control de sus productos, los conflictos de intereses de sus agentes y directivos. Un empleado del banco, contratado después de este proceso, asegura que el escrutinio sí es, al menos hoy, exhaustivo.
El banco también muestra una cara más amable y ha dado algún paso para combatir su reputación de secretista: hay más información en su página web, se ha abierto a las redes sociales… El pasado abril, The New York Times publicó un largo artículo bajo el título ‘Un socio gay y latino pone a prueba la cultura tradicional de Goldman Sachs’. Se trataba de Martin Chávez, próximo director financiero, impulsor de un proyecto de software que da a los clientes más acceso a una información de negociación muy específica que antes solo estaba disponible para goldmanianos.
Un tercio de los empleados de Goldman en todo el mundo son ingenieros, y la tecnología, según la firma, es la división más importante del grupo. Han invertido en nuevas compañías como Symphony, una plataforma de mensajería instantánea, o Kensho, otra base ingente de datos, ámbitos en los que hasta ahora dominan Bloomberg o Thomson Reuters.
A los bancos les gusta cada vez más presentarse como firmas tecnológicas, y detrás de este afán hay una búsqueda de eficiencia en los procesos. La regulación resultante de 2008 y los nuevos requerimientos de capital hacen más difícil el negocio a todo el sector y la intermediación ha ido a la baja. Los ingresos del banco son hoy un 25% inferiores a los de 2009, en parte por las dificultades de crecer y en parte por la venta de algunos negocios de volumen. Las decisiones de recorte de gastos en esa casa se toman con rapidez: este año, en apenas seis meses, el banco hizo ajustes por valor de 900 millones de dólares.
“En 2006, Goldman tenía 33.000 millones en capital ordinario, en 2016 tenían 76.000, más del doble. Si más que duplicas el volumen de capital que tienes que tener, para lograr el mismo nivel de retorno de ese capital, debes duplicar también los ingresos netos, lo que es obviamente casi imposible”, explica Christian Bolu, de Credit Suisse, que lleva seis años en el equipo que analiza el banco. “Pero en términos de ROE [retorno sobre fondos] está mejor que sus rivales”, añade.
Los beneficios del año pasado engordaron un 22% respecto al anterior (hasta los 7.400 millones de dólares), mientras los ingresos se encogían un 9% (hasta los 30.600 millones de dólares). Y el beneficio por acción, que es lo que interesa sobre todo en Wall Street, se disparó hasta el 34%. Desde la noche electoral, las acciones han subido un 27% en Bolsa, gracias a la expectativa de una menor regulación con el Gobierno de Trump, entre otros factores.
Tras la caída de Lehman Brothers, fue obligado a constituirse como un grupo bancario para poder acceder a las rondas de liquidez de la Reserva Federal. El pasado octubre abrió una plataforma online de créditos para el consumo pequeño, un área aún muy reducida de negocio, bajo el nombre de Marcus (el nombre del fundador). El corazón del banco sigue siendo la intermediación de valores, la inversión.
Lloyd Blankfein no ha vuelto a decir que están haciendo el trabajo de Dios. Pero hace poco, en una entrevista en CNN, dejó entrever que no estaba a años luz de ello. “Me muero de miedo de que se cometan errores en mi organización”, dijo, “¿y sabe qué? El mundo quiere que yo esté muerto de miedo”, como si Goldman Sachs gobernara el mundo.