ROBERTO ABUSADA
El Estado lleva años intentando sin éxito formalizar a la minería informal. El esfuerzo del anterior gobierno constituye un amplio catálogo de desatinos. Se le exigía a un minero artesanal que extrae unas cuantas latas de piedras al día los mismos requisitos que a una mina que procesa 300.000 toneladas diarias, o la aplicación de métodos que rayan con lo socialmente criminal, como dinamitar maquinarias que bien se podrían decomisar. La idea de que tales políticas podrían cumplir algún objetivo benéfico es solo concebible emergiendo de algún conjunto de mentes perturbadas. Del total de mineros informales, unos 70 mil se acogieron al proceso de formalización ofrecido por el Estado, y solo el 0,2% de ellos pudo sortear los alucinantes requisitos. Lograba así el ‘Gobierno de la inclusión’ perpetrar una innoble tarea de exclusión masiva.
Con los decretos legislativos 1293 y 1336 emitidos por el Ejecutivo en los últimos doce días, al amparo de las facultades delegadas por el Congreso, se intentará nuevamente formalizar a la minería informal. Estos decretos demuestran un grado de comprensión conmensurablemente mayor del problema de la informalidad minera, pero son insuficientes para lograr el objetivo, y menos aun bajo la administración de los gobiernos regionales.
Se debe diferenciar la minería artesanal de socavón que opera principalmente en zonas desérticas y que ocupa al grueso de los informales, de la minería aluvial de oro en las zonas de selva. La primera no incluye necesariamente el procesamiento metalúrgico, mientras que la aluvial utiliza mercurio que se ventea en el medio ambiente causando un daño enorme que trasciende al área de sus operaciones. Al daño que causa esta última modalidad de explotación, hay que agregar el de la deforestación. Ante las acciones de interdicción y la imposibilidad de cumplir con barreras absurdas, los mineros aluviales conservan sus áreas concesionadas como coartada, pero obligados por tales barreras se internan en la selva afectando áreas de reserva. Esto no implica que se deba prohibir la minería aluvial, sino obligar a cambiar el actual proceso de extracción del oro por el que se usa en países ambientalmente responsables como Canadá, donde el circuito cerrado para el uso del mercurio es obligatorio, evitando que se disperse en el ambiente.
Tanto en el caso de la minería de socavón como en el de la aluvial, se debe partir por prohibir el uso de cianuro y mercurio fuera de las plantas donde se procese el mineral.
El Estado debe controlar estrictamente la utilización de estos insumos, y ayudar a que todos los mineros pequeños y artesanales tengan acceso a plantas de procesamiento formales, fomentando a la vez el incremento de estas en todo el territorio. Un ente estatal especializado, ubicado en la vecindad de las plantas, concentraría todas las tareas de asistencia en formalización, impartiría directivas de seguridad laboral y asistencia técnica general, además de verificar el cumplimiento tributario. El pequeño minero vería sus ingresos incrementados al tener acceso a un proceso industrial eficiente.
Las ideas aquí expuestas ciertamente son solo esquemáticas, y excluyen la consideración de varias otras medidas a adoptar como la necesidad de normar un sistema razonable para la adquisición, transporte, almacenamiento y uso de muy pequeñas cantidades de explosivos, poniendo fin a la ilegal venta de estos a informales por parte de muchos municipios y gobiernos regionales. También la conveniencia de elevar los derechos de vigencia de concesiones en áreas de explotación aluvial para financiar tareas de reforestación. Igualmente, se deberá considerar la disminución del tamaño mínimo del área denunciable, adecuándola a las características de la minería artesanal, y permitir por ejemplo denunciar una cuarta parte del actual mínimo de las cien hectáreas que abarca una cuadrícula del catastro minero.
Hoy los empresarios de la mediana y gran minería mantienen con la minería informal una relación de mutua desconfianza. A partir de las disposiciones de la nueva legislación que facilita los acuerdos entre estos dos grupos es posible que se empiece a construir un mejor nivel de entendimiento. Más aun, la gran minería puede encontrar en el pequeño minero a un defensor de la industria minera, evitando que en su marginación se sienta tentado, como ahora, a volcar su simpatía hacia el movimiento antiminero.
Lo que sí se puede afirmar con convicción es que el Estado no puede seguir cual avestruz enterrando la cabeza en la arena, desatendiendo el derecho a ganarse la vida de cientos de miles de peruanos, avalando el despectivo epíteto de “minería mendicante” con el que alguien describió alguna vez a la actividad que permite que miles de compatriotas encuentren su sustento.