Un equipo de Ojo-Publico.com recorrió los bosques de Madre de Dios y verificó que la ilegal carretera promovida por el gobernador regional, Luis Otsuka, ha sido ampliada de 12 a 33 kilómetros. Su extensión facilita el ingreso de taladores ilegales y buscadores de oro en la Reserva Comunal Amarakaeri y el Parque Nacional del Manu. Ninguna autoridad parece en condiciones de detenerlos.
Fabiola Torres López
El fiscal se abrió paso entre la húmeda vegetación de la selva mientras un drone se elevaba despacio, hasta los 250 metros de altura, como una abeja gigante sobre los árboles. La autoridad llevaba 11 horas en una agitada caminata, en compañía de dos policías, un guardaparques, dos vigilantes comunales y un funcionario del Ministerio del Ambiente. La comitiva buscaba el rastro de un posible crimen ambiental. En el trayecto había tenido que evadir el seguimiento de un convoy de pobladores azuzados por funcionarios regionales para entorpecer la diligencia. Cuando parecía que el grupo había perdido la esperanza de hallar algo, las imágenes captadas por el drone mostraron la evidencia: una larga trocha abierta con machetes se dibujaba como una herida de 21 kilómetros de largo en el frondoso bosque de la Reserva Comunal Amarakaeri. El robot acababa de encontrar el segundo tramo de una vía ilegal que amenaza el último refugio de las comunidades nativas del Alto Madre de Dios, el bosque amazónico más biodiverso del mundo.
El hallazgo se produjo en febrero del 2016 y quedó registrado en un video -hasta ahora inédito y que se muestra en la portada de este reportaje-. Las imágenes revelan un sendero recto de color amarillento en medio del manto verde del bosque. Esa trocha se sumaba a un tramo previo de 12 kilómetros de carretera construido de manera ilegal por Luis Otsuka, el polémico gobernador de Madre de Dios, quien fue denunciado penalmente por la deforestación causada por las obras. Según un estudio de la ONG Conservación Amazónica y la Amazon Conservation Association, la apertura de la vía ha causado la pérdida de 32 hectáreas de árboles y vegetación, el equivalente a 44 campos de fútbol. El panorama fue sobrecogedor. “El fiscal se quedó callado”, recuerda Edwin Llauta, un ingeniero forestal que trabaja como guardaparques de la reserva y que ese día colaboró en el monitoreo del vuelo del drone. Hasta ese momento pocos sabían cómo llegar al lugar. Ningún lugareño había querido facilitar el camino a la comitiva del fiscal.
En algunos tramos, la carretera tiene hasta 25 metros de ancho, la misma amplitud de una avenida principal en Lima, incluyendo veredas y berma central.
El área deforestada está en la zona de amortiguamiento de la reserva comunal, el último anillo de protección natural para evitar el impacto de la actividad humana. En algunos tramos, la carretera tiene hasta 25 metros de ancho, la misma amplitud de una avenida principal en Lima, incluyendo veredas y berma central.
Un fiscal halló el segundo tramo ilegal de la carretera con un drone que sobrevoló el bosque. En la escena, el equipo que lo acompañó espera imágenes claves.
La investigación del fiscal Adrián Huayllapuma era señal de que el historial de daños a esta área natural protegida ha llegado a un punto crítico. Ya en el 2006, apenas cuatro años después de que se creara la reserva, el gobierno del presidente Alan García entregó a la multinacional estadounidense Hunt Oil la concesión del llamado lote 76, un enorme territorio rectangular que ocupa la tercera parte de su superficie. También está la amenaza de los taladores ilegales, que explotan un extenso cinturón de bosques de alrededor. Y en los últimos tres años, la zona ha sido impactada por mineros ilegales que ya depredaron el lado sur de su área de amortiguamiento. “Se ha facilitado un espacio para el ingreso de extractores ilegales de oro y madera al corazón de una reserva que alberga las cuencas de los ríos de los que depende la vida de más de dos mil indígenas que pueblan el Alto Madre de Dios”, se lee en un informe del Servicio Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Sernanp) del 2016. Es, en otras palabras, un asunto de vida o muerte.
Una noche de julio atravesamos el Manu en busca de esa carretera. Las aguas del río Madre de Dios bajan y el guía nos pide estar atentos a troncos y piedras que pueden dañar el motor de la barcaza en la que viajamos. Faltan minutos para llegar a la comunidad nativa de Shipetiari, el último punto de la carretera afirmada que penetra como una cuña en uno de los rincones más aislados de este sector de la Amazonía. De pronto nos detenemos. Decenas de barriles flotan en el río a pocos metros de una embarcación volteada. “¡Otro accidente!”, se lamenta Venancio Corisepa, líder indígena de la etnia harambukt y uno de los guardianes ancestrales del bosque que acompaña nuestro recorrido. La escena se repite con frecuencia y tiene una explicación: la carretera se ha convertido en un corredor para el tráfico ilegal de combustible hacia los enclaves de la minería ilegal en esta región.
Un cargamento de madera llega al puerto instalado en la comunidad de Shipetiari para ser trasladado por río a otra ciudad de Madre de Dios. / Audrey Cordova
El puerto de Shipetiari es un asentamiento informal, controlado por migrantes cusqueños, que nació justamente con la apertura de la carretera. Todo lo que uno ve al llegar allí son restaurantes improvisados, hospedajes al paso y cantinas. Desde la orilla se ve un intenso movimiento de barcazas repletas de barriles de combustible, madera y otras mercancías que nadie controla: ni la Policía Nacional, que no tiene puestos de vigilancia; ni la Dirección Regional Forestal y de Fauna Silvestre, que solo tiene dos personas asignadas para toda la provincia; mucho menos la Superintendencia Nacional de Administración Tributaria (SUNAT), la entidad oficial encargada de controlar el contrabando de combustible y otros insumos sensibles en el país. Casi toda la mercancía que circula por esta zona -como todo el mundo sabe por aquí- termina en la región más devastada por la extracción de oro ilegal.
La carretera ha abierto grietas entre los pueblos indígenas que una vez vieron la creación de la reserva como una victoria en la larga lucha por la reivindicación de sus territorios.
Los camiones que traen el combustible hasta el puerto de Shipetiari vienen de un lugar cuyo nombre parece una ironía en esta historia: Villa Salvación. Este centro poblado, rodeado de bosques de neblina, está en la frontera sur entre Madre de Dios y Cusco, y aparece en los mapas turísticos como una de las mejores zonas para el avistamiento del Gallito de las Rocas, una oferta irresistible para los observadores de aves. En los mapas de la Dirección Antidrogas de la policía, en cambio, figura como un territorio penetrado por el narcotráfico.
Entre 2013 y 2015, los cultivos de hoja de coca en inmediaciones de Villa Salvación se duplicaron hasta superar las mil hectáreas, según los reportes de vigilancia de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc). La zona ha sido virtualmente sembrada con decenas de pozas de maceración de pasta básica de cocaína. La Fiscalía Antidrogas del Cusco detectó varias incluso en la jurisdicción del Parque Nacional del Manu, uno de los últimos paraísos naturales del Amazonas. “Se ha convertido en un VRAEM pequeño”, dijo hace poco el fiscal antidrogas del Cusco, Jorge Camargo, en alusión a un valle relativamente cercano y conocido como refugio de narcotraficantes y guerrilleros, que las Fuerzas Armadas no han podido controlar del todo.
En semejante escenario, el paso de camiones con combustible de origen y destino sospechoso no es una prioridad. "No tengo dónde poner la cara cuando me reclaman que no hago nada”, confiesa desde una solitaria oficina de Villa Salvación el subprefecto de la provincia del Manu, Adrián Tecsi, un hombre de sesenta años que hace cuatro meses fue designado en este cargo con la principal misión de apoyar en el combate del tráfico de combustible destinado a la minería ilegal. Pese al corto tiempo en funciones, Tecsi ya se siente frustrado porque ni la policía ni la fiscalía intervienen los vehículos que transitan por el tramo de la carretera que pasa por su jurisdicción. El subprefecto Tecsi dice que ha sido amenazado de muerte por intentar hacer su trabajo.
El volumen de combustible que se mueve en la zona da una idea del problema. En toda la provincia del Manu, que comprende cinco distritos, hay 45 grifos formales que comercializan más de quince mil galones de combustible al año, según los reportes del Organismo Supervisor de la Inversión en Energía y Minería (Osinergmin). Muchos se concentran en el distrito de Huepetuhe, un paraje que la minería ilegal explotó hasta convertir la selva en un desierto de arenas rojizas. En Villa Salvación solo hay un grifo formalmente registrado, pero de aquí salen ocho camiones al mes con cargamentos de gasolina y diésel, cuyo destino nadie puede precisar.
La frustración del subprefecto Tecsi es similar a la que se percibe en la voz del fiscal José Antonio Vargas Oviedo, titular de la Fiscalía Provincial Mixta de Manu, ubicada a menos de cincuenta metros de la Dirección Forestal y de Fauna Silvestre de la región. “Solo somos dos fiscales y no podemos controlar actividades que sobrepasan nuestra capacidad de respuesta”, dice para explicar el problema que tiene entre manos. El fiscal Vargas, que tiene el escritorio repleto de denuncias por investigar, reconoce que no puede controlar el paso de combustible y tampoco puede hacer operaciones de control de la madera que sale de la provincia del Manu, el otro gran tráfico ilegal en la zona.
La cifra oficial señala que cada mes se extraen 80 metros cúbicos de madera de esta zona, el equivalente a tres camiones cargados de tablones. El fiscal Vargas dice que en realidad esa cantidad sale cada semana, a juzgar por el continuo paso de vehículos con ese cargamento, y que no hay forma de verificar su origen. “No hay tantas concesiones autorizadas para extraer esta cantidad”, sostiene. Aunque hay cuatro empresas autorizadas -Inbaco, Mafopunchi, Emecomanu e Inversiones Apolo-, el 75% de la madera que sale del Manu se traslada con certificados que no le pertenecen. “Aquí se lava la madera con guías que salen del gobierno regional. No puede ser de otro modo”, dice el fiscal Vargas.
Si antes ya era un comercio incontrolable, la carretera ha facilitado el paso a los traficantes.
Diamante es la comunidad nativa más grande anclada a orillas del río Madre de Dios, la única que tiene una larga escalera de cemento en la entrada, un nido, una escuela primaria y secundaria en buenas condiciones y un aeródromo para viajes desde Cusco a la selva del Manu. Es también uno de los dos pueblos de la etnia Yine de esta zona, cuyos miembros se dedican a la extracción de madera en pequeña escala. Aquí viven unas 600 personas, muchas de las cuales son hijos de migrantes andinos casados con mujeres nativas. Esta es una de las pocas comunidades que apoya con firmeza el avance del llamado corredor Manu – Amarakaeri. “Es la única forma de progresar”, dice Edgar Morales, su presidente, un hombre de contextura gruesa y piel tostada a quien algunos comuneros llaman “Ayacucho”, en referencia a la tierra donde nació.