NÉSTOR O. SCIBONA
Que en invierno falte gas y en verano electricidad, especialmente en el área metropolitana de Buenos Aires, es parte del "campo minado" que dejó como herencia la disparatada política energética del kirchnerismo. También que ahora en la Argentina sean considerados como un alivio los topes de 400% y 500% en los aumentos del gas; sólo comprensibles porque, de una sola vez, llegaron hasta 2000% en la Patagonia, debido a los ajustes dispuestos en abril por el gobierno de Mauricio Macri para achicar la brecha entre costos y precios cubierta por los subsidios estatales.
Aquí el sinceramiento fue doble, al igual que el costo político para la Casa Rosada. Primero, porque el abrupto "tarifazo" inicial apuntó a un solo objetivo macroeconómico: corregir -parcialmente- el fenomenal atraso tarifario de la era K (una de las principales fuentes de inflación reprimida heredada), y, a la vez, reducir -también en forma parcial- la cuenta de subsidios como casi única herramienta para contener en 2016 el gasto público y el déficit fiscal. La "tarifa social" para los sectores más vulnerables fue, entonces, el único amortiguador.
Segundo, porque dos meses después el propio ministro Juan José Aranguren debió admitir haberse equivocado al subestimar el impacto microeconómico de los incrementos aplicados sobre muchos consumidores residenciales, pymes, comercios, hoteles, clubes de barrio y entidades de bien público. No sólo en la región patagónica, sino en el resto del país. La negociación con los gobernadores provinciales culminó con el recorte de los fuertes incrementos porcentuales, retroactivo a abril, y la ampliación de los alcances de la "tarifa social" al segmento de la clase media baja, con ingresos castigados por la mayor inflación, que en el caso del NEA se extenderá también a la electricidad.
La autocrítica debería haber incluido a gobernadores e intendentes. Varios fueron impulsores del aumento del gas en boca de pozo para mejorar ingresos por regalías y se opusieron luego al traslado a tarifas. Tampoco hubo bajas de impuestos y tasas a nivel provincial y municipal, que hace años están incluidos en las facturas para asegurarse la recaudación. El costo fiscal de la marcha atrás parcial con las tarifas ($ 2750 millones) fue endosado al Tesoro nacional, tras la eliminación hace dos meses del cargo por gas importado vigente desde 2008. Aun así, está por verse si el acuerdo político entre la Casa Rosada y los gobernadores permitirá desactivar la judicialización del problema, promovida a través de varias medidas cautelares que directamente suspendieron los aumentos en provincias (Chubut) y numerosos municipios. Mientras se mantengan, se irá engrosando la cuenta de subsidios para cubrir las diferencias entre los mayores costos en pesos del gas natural y el recorte parcial de tarifas (y la ampliación de la tarifas sociales) en el segmento de distribución.
Esta tregua hasta fin de año traslada a 2017 y enmascara el problema que el gobierno nacional había comenzado a encarar: la relación costos energéticos- tarifas-necesidades de inversión privada para aumentar la oferta y mejorar el servicio. Mucha gente cree, de buena fe, que tras los fuertes ajustes tarifarios de febrero y junio, desaparecieron los subsidios. Pero la realidad es diferente.
En el caso del gas, los mayores precios equivalentes en dólares incentivan la producción de los yacimientos, parte de la cual sigue siendo subsidiada (en unos $ 32.000 millones anuales) a través del Plan Gas, para reducir importaciones de gas natural licuado (GNL) a un costo similar. Pero antes de aplicarse los topes, ya estaba prevista una revisión tarifaria integral para comienzos del año próximo en los demás eslabones de la cadena.
En energía eléctrica, el último informe del Estudio Bein calcula que tras los aumentos de 500% en las tarifas, los precios que paga la demanda apenas cubren el 40% de los costos de generación, debido a los mayores precios internos del gas y los combustibles líquidos (gasoil y fuel oil). El resto se cubre con subsidios. En el segmento de distribución, Edesur aclaró hace pocos días que 384.000 usuarios están alcanzados por la tarifa social, mientras que 67% de sus clientes abona $ 150 en promedio por mes. De eso, la compañía recibe 44%, ya que 35% corresponde al pago de energía y 21% restante a impuestos. Aquí, la única excepción fue que el Gobierno acaba de eliminar el cargo que iba al fondo nacional eléctrico destinado a Santa Cruz (0,6%), que hace algunos años había cumplido su objetivo.
También en el caso de las distribuidoras eléctricas del AMBA, los aumentos tarifarios de febrero fueron dispuestos a cuenta de una revisión tarifaria integral para fin de año, que se aplicaría en los primeros meses de 2017 y las empresas esperan para aumentar las inversiones en el mejoramiento y ampliación de las estaciones y redes para reducir los cortes de suministro en épocas de alta demanda. La única certeza en el sector es que los probables ajustes de tarifas del año próximo equivaldrían a una fracción (20%) y que el menor costo del crédito externo permitirá financiar los compromisos de inversión, que se cubrían con aportes estatales.
Pese a las rectificaciones de la última semana, Macri debe estar arrepentido de no haber blanqueado en el arranque de su gestión la endiablada herencia energética que recibió en diciembre. Ni que los ajustes de tres dígitos en electricidad y gas fueron el efecto de esa causa y proporcionales al deterioro de las tarifas, virtualmente regaladas de los últimos años y que, además, catapultaron la demanda frente a una oferta frenada por la escasez de inversiones. Casi seis meses después debió asumir ante la opinión pública buena parte de este costo heredado, además de los errores propios de instrumentación, coordinación, timing y comunicación. Sin ir más lejos, las fuertes subas de precios y tarifas de gas natural solo se informaron a través de resoluciones publicadas en el Boletín Oficial imposibles de descifrar para los usuarios, hasta que recibieron las nuevas facturas. Según la última encuesta de la consultora Management & Fit, la suba de tarifas se ubicó en mayo como la segunda preocupación de la sociedad (con 19,2% de respuestas), detrás de la inflación (24%) que contribuyó a catapultar y por encima de la inseguridad (16%). Falta mucho para resolver el problema de fondo, pero eso mismo hace necesario clarificarlo.