DANIEL MONTAMAT
La luna de miel del nuevo gobierno con la sociedad tarde o temprano se acabará y las expectativas favorables, que siempre son adaptativas a la esperanza que ofrece una nueva gestión legitimada en las urnas,empezarán a colorearse de escepticismo. Cuando ello suceda la administración Macri deberá contar con algunos frutos concretos del gran esfuerzo realizado en poco tiempo para fijar un rumbo y mejorar la gestión que heredó del kirchnerismo, de cuyos desbarajustes dio cuenta el Presidente al inaugurar las sesiones ordinarias del Congreso.
Hay señales claras de rumbo en las relaciones internacionales, en la resolución del problema con los holdouts incluida la exitosa reinserción en los mercados financieros internacionales, en el abordaje de las prioridades de problemática económica y social, y en el replanteo institucional del poder, con equilibrios derivados de la representación parlamentaria y el fortalecimiento del sistema de frenos y contrapesos. Esto ha recreado el diálogo y la búsqueda de consensos en todos los órdenes: entre el gobierno y las fuerzas de oposición, entre el ejecutivo y el poder legislativo, y entre el gobierno nacional y los niveles subnacionales (gobernadores, intendentes).
Está en trámite una reforma política que, de acordarse e implementarse, solidificará los cimientos de este nuevo andamiaje de instituciones. Cuando hay rumbo la búsqueda de acuerdos no deriva en la parálisis que muchos temían; por el contrario, en el marco del dialogo y la legitimación consensuada, las iniciativas de la nueva administración empiezan a cimentar los ejes que definen su norte y perfilan el proyecto de futuro: el funcionamiento de la República y el desarrollo inclusivo. En tiempos de tormenta, habrá que evitar los cantos de sirena, atarse a este mástil y mantener el rumbo.
A la nueva administración le ha tocado un vía crucis con la gestión. Lejos del ideal de la burocracia weberiana, el Estado anárquico y ausente colonizado por intereses particulares, tiene a diario obstáculos y tropiezos para dar señales de eficacia en un proceso de transformación y modernización que deberá marchar a paso redoblado para que el ciudadano de a pie advierta el cambio cualitativo y cuantitativo en la provisión de los bienes y servicios públicos. En la metáfora de Séneca, nunca soplaban vientos favorables porque el barco no tenía rumbo. La nave daba vuelta en círculos por más que se esforzaran los remeros.
Ahora hay rumbo, pero es clave que los remeros den movimiento al barco en la dirección fijada. Si al esfuerzo que hace la sociedad para reasignar sus restricciones presupuestarias en función de la recomposición de precios relativos que requiere la economía, se lo acompaña con signos de una gestión que empieza a ofrecer resultados concretos y contrastables, la transición será menos tensa. Es verdad que el nivel de inflación y la tasa de crecimiento (y empleo) son condicionantes excluyentes del humor social, pero es imposible una gestión exitosa en ese frente sin el correlato de una gestión eficaz en todos los frentes.
Pero para que el cambio de rumbo y de gestión, responsabilidad primaria del gobierno, cristalice en un proyecto común que sea un punto de inflexión a la declinación relativa de la Argentina en el concierto de las naciones, los argentinos debemos cambiar la actitud respecto al futuro. El fatalismo y la dictadura del presente nos han subyugado durante mucho tiempo. El futuro estaba dado (para éxito o fracaso) o no importaba (eterno presente). El cortoplacismo idiosincrático fue la consecuencia de ese error colectivo.
Para cimentar una transformación de largo plazo, urge reencontrarnos con el valor del futuro en el presente. Sumar esfuerzos individuales en un desafío social que nos catapulte a un futuro deseable y posible (un futurible diría Bertrand de Jouvenel). Un futuro que habrá que construir con trabajo y realizaciones diarias a partir de las dificultades y los obstáculos que plantea el presente. Un futuro de reencuentros en un año que festejamos el bicentenario de nuestra independencia.