El 22 de abril, cuando la República Argentina completó su acuerdo con los mayores tenedores de bonos impagos desde el default de más de US$80.000 millones de 2001, un capítulo único en la historia del mercado internacional de bonos llegó a su fin. Elliott Management, la empresa que fundé y que administro, era uno de esos titulares, con bonos adquiridos antes y después de aquella cesación de pagos.
Ríos de tinta han corrido sobre las lecciones que deberían sacarse de esta saga de 15 años para mejorar el proceso de reestructuración de deuda soberana. Ahora que este capítulo está por terminar, nos gustaría añadir nuestra perspectiva al debate.
En 2001, cuando por primera vez invertimos en estos bonos, creíamos que una reestructuración negociada podría ayudar a evitar el default de Argentina. También creímos que si participábamos en una negociación podríamos ayudar a obtener un buen acuerdo para todos los tenedores de bonos del país.
En aquel momento, sin embargo, Argentina optó por el default y sus líderes se negaron a negociar. En general, las reestructuraciones soberanas se completan rápidamente; un estudio de 2013 de la agencia de calificación Moody’s dice que el promedio para ello es alrededor de 10 meses. Pero pasaron casi tres años antes de que el gobierno argentino pusiera siquiera una oferta sobre la mesa.
Cuando finalmente negoció, ofreció a los tenedores de bonos —incluyendo muchos tenedores argentinos— una oferta del tipo “o lo tomas o lo dejas” de nuevos bonos que pagaban de 30 centavos por cada dólar adeudado en los viejos bonos. Los líderes argentinos incluso dieron el extraordinario paso de sancionar una ley que prohibía pagar a cualquier tenedor de bonos que hubiera rechazado esa oferta.
A pesar de estas tácticas coercitivas, más de la mitad de los tenedores extranjeros rechazó los términos unilaterales del país. En 2010, Argentina repitió la oferta de 30 centavos. Muchos de los participantes en este segundo intercambio eran tenedores de bonos que habían sido afectados por la crisis financiera global o que simplemente estaban cansados de esperar.
En ese momento, el gobierno argentino bien podría haber negociado con facilidad un acuerdo con los restantes tenedores de bonos y superar el default de 2001. Como habíamos hecho antes, nuevamente intentamos iniciar una negociación con Argentina.
Nuestros pedidos cayeron en oídos sordos. Lejos de negociar, los líderes argentinos decidieron usarnos como chivo expiatorio de los crecientes problemas económicos del país, insistiendo en que los tenedores de bonos como nosotros nunca cobrarían un solo peso.
En 2012, el tribunal de Nueva York encargado de supervisar las disputas sobre estos bonos ordenó a Argentina de cumplir con la cláusula de trato igualitario del contrato, lo que significa que no podía seguir haciendo los pagos de los bonos reestructurados a menos que arreglara su disputa con los tenedores de los bonos originales.
Argentina se negó a cumplir con el fallo de la corte o a negociar con los acreedores. En cambio, decidió entrar en default con los nuevos bonos y fue declarada en desacato por evadir el cumplimiento de órdenes judiciales.
A finales de 2015, los argentinos eligieron un nuevo gobierno. En ese momento, el país estaba en default con múltiples clases de tenedores de bonos y aislado de los mercados financieros internacionales. Con la economía afectada por una inflación galopante y la fuga de capitales, no es de extrañar que la gente votara por un candidato cuyo lema era “Cambiemos”.
El nuevo gobierno entiende que el camino hacia la prosperidad tenía que empezar con un nuevo compromiso con la economía global y una rápida resolución de la disputa con los acreedores.
Nuestra antigua oferta de negociar finalmente halló una respuesta positiva. En enero comenzó la primera negociación en 15 años. Al igual que con cualquier negociación, hubo fuertes diferencias por ambas partes, pero el nuevo gobierno reconoció que se trataba simplemente de una disputa comercial y no una guerra ideológica. Ese cambio de mentalidad permitió que las conversaciones avanzaran con respeto mutuo y con un interés común en resolver el problema.
Una vez que nos sentamos con alguien dispuesto a negociar, la solución estaba a la vista. En febrero llegamos a un acuerdo que implicó un descuento significativo pero aceptable desde nuestro punto de vista, que ha sido ya pagado gracias al regreso en tiempo récord de Argentina a los mercados internacionales de capital.
A lo largo de esta saga, ciertos comentaristas y políticos argumentaron que las acciones coercitivas impuestas a Argentina por tribunales de Estados Unidos han creado un precedente negativo para futuras reestructuraciones de deuda soberana. Estas personas afirman que los tenedores de bonos ahora tienen pocos incentivos para negociar una solución.
Esta línea de pensamiento es errónea y podría llegar a paralizar los mercados de deuda soberana.
Ante la ausencia de una autoridad capaz de hacer cumplir los fallos judiciales, el valor de los bonos soberanos de crédito dudoso podría rápidamente desplomarse a la primera señal de problemas. Después de todo, ¿quién va a querer este tipo de bonos si los titulares no pueden hacer valer sus derechos y los países pueden pagar lo que ellos quieran y a quienes ellos quieran? Un mundo así sería mucho más caótico que el que tenemos ahora gracias al imperfecto conjunto de alternativas legales con que cuentan los inversionistas.
Tiene que haber un justo equilibrio de poder entre los deudores soberanos y sus acreedores. La clave para lograr ese equilibrio es el estado de derecho. Si algunos soberanos quieren incluir en sus bonos cláusulas que obliguen a los tenedores minoritarios de bonos a aceptar el voto de cierta mayoría de acreedores, sin duda tienen el derecho a hacerlo.
Pero si otros soberanos, para lograr menores tasas de interés, insertan en sus contratos cláusulas amigables con los acreedores, entonces —parafraseando a un importante fallo del tribunal de apelaciones en nuestro caso—, obligarlos a cumplir con esas cláusulas es esencial para la integridad de los mercados de capitales.
Argentina fue descrita por ese mismo tribunal como un caso extraordinario de “deudor recalcitrante” y la corte adecuó su fallo a las circunstancias concretas del caso argentino. No es probable que veamos otra reestructuración tan difícil y polémica como esta, porque no es probable que otro país quiera emular el enfoque coercitivo y autodestructivo que Argentina tuvo en este caso.
Si el sector público reacciona exageradamente y trata de impedir la ejecución de los contratos de deuda soberana, los préstamos soberanos probablemente se reducirán de manera significativa. La receta para hacer fracasar este mercado es que los tribunales impidan la ejecución de los contratos de deuda o aplique un cumplimiento selectivo a los deudores soberanos.
Las lecciones de este caso son claras: el estado de derecho no es un pasivo para un país, es un activo. Las reestructuraciones de deuda soberana pueden ser alcanzadas rápida y fácilmente cuando ambas partes están dispuestas a negociar de buena fe. Y la clave para asegurar reestructuraciones oportunas y ordenadas no es viciar la observancia de los derechos contractuales, sino alentar a los estados que necesitan reestructurar su deuda a que eviten los costosos e innecesarios errores de Argentina.
* fundador y copresidente ejecutivo de Elliott Management Corp.