Cuando hace casi dos años Michelle Bachelet ingresó a La Moneda para iniciar su segundo mandato presidencial, lo hizo en medio de las expectativas que generaban las grandes transformaciones prometidas durante su campaña.
Con entusiasmo, esa misma tarde desde los balcones de palacio anunció que su gran tarea sería cumplir con el programa, condicionando incluso cualquier diálogo con los distintos sectores políticos a que los compromisos no se transaran.
Para ello, la mandataria contaba con un escenario inmejorable. Porque al amplio respaldo recibido en las urnas tras haber triunfado con más del 60%, se sumaba el apoyo ciudadano que le entregaban las encuestas, que superaba con creces al electorado duro que la eligió. Con ese sustento, más el hecho de la inmensa representación obtenida en el Congreso por los parlamentarios de la Nueva Mayoría, todo indicaba que podía iniciar su plan reformista sin ningún obstáculo.
Pero el alentador panorama para las aspiraciones presidenciales, comenzó a cambiar tan pronto como se inició el debate acerca de los principales cambios propuestos. Una discusión que al radicalizarse por la falta de acuerdos, se manifestó en la paulatina caída que experimentó la aprobación a la gestión de Bachelet por parte de una ciudadanía que, paralelamente, empezó a rechazar las reformas.
En ese cuadro, cuando se cumplen dos años desde que inició su mandato focalizado en el impulso del proceso de cambios, la mandataria no puede exhibir como un gran logro su plan reformista, porque aun cuando ha cumplido con su promesa al sacarlo adelante, no ha podido revertir la mala percepción que existe sobre su gestión, que al obtener un 70% de rechazo, da cuenta de que ésta dista de haber cumplido con las expectativas que ella misma generó.
Existe consenso en todos los sectores en que la Presidenta ha sido especialmente pertinaz en su idea de no claudicar en cumplir con la promesa de realizar grandes transformaciones. Una decisión que se ha traducido en que efectivamente consiguió aprobar, o al menos poner en marcha, lo que eran los tres ejes de su programa: la Reforma Tributaria, la Educacional, más el cambio a la Constitución.
Es por eso que a la hora del balance, no puede desconocerse que Bachelet ha logrado imponer su plan reformista, como lo confirma la aprobación del profundo cambio tributario, o en el tema educacional, la llamada “ley de inclusión” –que pone fin al lucro, al copago y a la selección- más el inicio a la gratuidad en la educación superior; mientras en lo político, se terminó el sistema binominal, mientras también se puso en marcha el proceso constituyente.
Pero no ha sido lo único, porque paralelamente el gobierno priorizó otras iniciativas como el Acuerdo de Vida en Pareja -que fue aprobado-, además de la despenalización del aborto por tres causales que se discute en el Congreso, lo mismo que la reforma laboral que incorporó como un cuarto eje del programa.
Mirado en términos absolutos, si el gobierno consigue sacar adelante estos últimos dos proyectos, la gestión bacheletista, tendiente a centrar su mandato en realizar profundas transformaciones, no podría sino calificarse como exitosa.
Pero como lo demuestran las frías cifras de todas las encuestas, no es así. Es que tal como existe un amplio consenso en cuanto a la tenacidad presidencial para no renunciar a su programa, también éste se da respecto a que las reformas no han sido ni bien diseñadas, ni tampoco bien planteadas, generando un debate tan radicalizado que ha terminado por desdibujar esa idea de que se trataba de cambios que interpretaban los grandes anhelos de la ciudadanía.
Uno de los errores que se le adjudica a la estrategia reformista impulsada por Bachelet, es que ni ella ni sus principales asesores que idearon el programa hicieron un diagnóstico acertado de lo que esperaba la gente, al interpretar que el malestar que ésta había manifestado en los años anteriores, exigía modificaciones radicales al modelo.
Fue con esa percepción que se planteó un plan de reformas estructurales al que se le cuestiona su tinte ideologizado que se expresó, por ejemplo, al proponer los cambios tributarios en contra de los poderosos de siempre o al impulsar las modificaciones en educación focalizándolas en poner fin al lucro, estilo que de inmediato tensionó el debate cuando las propuestas comenzaron su tramitación en el Congreso.
En la mirada de muchos personeros del mundo político, incluidos dirigentes del oficialismo, el proceso comenzó mal, precisamente por esa apreciación de las autoridades de que era el momento de cambiar radicalmente las cosas, la que se manifestó gráficamente en la imagen de la retroexcavadora que plasmó el presidente del PPD, senador Jaime Quintana.
Especialmente se critica la forma en que se condujo el proceso reformista durante la primera etapa después de que Bachelet asumió, cuando el equipo que la acompañaba, liderado por los entonces ministros del Interior, Rodrigo Peñailillo y de Hacienda, Alberto Arenas, intentaron imponer el poder que habían logrado tras la elección, sin considerar que ni siquiera al interior de la Nueva Mayoría compartían la forma ni tampoco todos los contenidos del proceso de cambios que empujaban.
Prueba de los errores cometidos fue que, a poco andar, pese a que en el oficialismo existía acuerdo en lo grueso con las reformas, la manera en que se plantearon exigiendo su aprobación en plazos perentorios aun sin que existiera consenso en muchas de las propuestas concretas, tensionó a tal punto el debate político, que el ambiente se exacerbó.
Muchos apuntan a que la forma en que se dio la discusión, marcada especialmente por las diferencias entre los parlamentarios de la Nueva Mayoría, como por las críticas de los sectores implicados, fue determinante para que la ciudadanía percibiera que las cosas no se estaban haciendo bien, lo que comenzó a traducirse en el rechazo a las reformas que en un inicio se aplaudían.
La incapacidad para estimular el diálogo, no sólo con la oposición, sino en particular al interior del oficialismo, es un déficit reconocido del primer equipo de gobierno, el que no logró procesar las diferencias entre sus propios parlamentarios, al actuar sobre la base de que éstos debían cumplir con el compromiso de respaldar el programa aun cuando no compartieran muchos aspectos de las propuestas que se presentaron en el Congreso.
Cuando pese a la aprobación de algunas de las reformas más emblemáticas, el cuestionamiento a la forma en que éstas se tramitaban -que producía un creciente distanciamiento de la ciudadanía con ellas- dio cuenta de la falta de una gestión política adecuada, lo que culminó con el esperado cambio de gabinete de mayo de 2015.
Es cierto que el detonante final de la salida de Peñailillo fue su errático manejo del caso SQM en que aparecía implicado, pero su estilo de conducción estaba en entredicho desde antes, lo que se reflejó con la decisión presidencial de nominar en su reemplazo a un político experimentado con características completamente distintas, como Jorge Burgos.
El ingreso de este último, junto a Rodrigo Valdés en Hacienda, abrió inmediatamente expectativas de que se produciría un cambio en la forma de conducción, en que se impondría un sello más dialogante de manera que las reformas tomaran otro cauce.
Nadie desconoce el ánimo que inspiró a esta dupla desde que asumió, lo que no quiere decir que ello se tradujera en una modificación sustantiva en la gestión. Porque aun cuando Valdés logró detener las ínfulas de continuar con reformas para las que no había recursos, jugándose junto a Burgos por la tesis del realismo, la decisión presidencial de no delegar el poder ni renunciar a su plan de transformaciones -pese a los problemas o discrepancias que éste ha presentado- ha sido un factor determinante para impedir un cambio en el panorama en estos meses.
La prueba es que las encuestas continúan implacables demostrando la desazón de la gente, tanto con la Presidenta, como con el gobierno. Es un hecho indesmentible que parte del desmoronamiento de la popularidad de Bachelet se debe al caso Caval, pero también a que sus reformas no satisfacen a la ciudadanía, como lo confirma que a pesar del debut de la gratuidad, aumente el rechazo a la reforma educacional.
Con este escenario, el gobierno comienza la segunda mitad de su mandato, donde nada indica que pueda haber modificaciones en el estilo o en la gestión que han hecho imposible que el impulso reformista responda a los anhelos ciudadanos. 
Michelle Bachelet llevaba horas asumida cuando el 11 de marzo de 2006 realizó su primer discurso como Presidenta desde La Moneda. Usó conceptos como “Gobierno de la ciudadanía” y “diálogo basado en la participación”. Podría tratarse de 2016, pero la escena fue 10 años antes, con una Presidenta radicalmente diferente.
Una década después el juicio de quienes conocen a la mandataria es dividido: hay quienes añoran a la Bachelet moderada y encumbrada en las encuestas de su primer período y otros que celebran su actual versión reformista.
Cuando desembarcó por primera vez en Palacio, Bachelet lo hizo acompañada de un círculo de asesores del cual ya no quedan rastros: su amiga María Angélica ‘Jupi’ Álvarez, Rodrigo Peñailillo como jefe de gabinete y Juan Carvajal como director de la Secom. Hoy el triunvirato lo integran la jefa de prensa, Haydeé Rojas, la jefa de gabinete Ana Lya Uriarte y el director de contenidos, Pedro Güell. Ni en 2006 ni ahora los ministros políticos figuran como sus personas de más confianza.
Andrés Zaldívar, titular de Interior en la primera administración, dice: “Lo que vi cuando fui ministro es lo que es el estilo de la Presidenta. Muchas veces los ministros no se sienten empoderados o aparecen aislados de la figura de la Presidenta. Es un estilo muy hacia adentro”.
El titular del MOP del primer mandato, Sergio Bitar, plantea: “Yo tuve una delegación de poder total, con mucha intensidad. Después Bachelet cambia esa política con el nuevo Gobierno”.
Además, en 2006 la mandataria llegó a La Moneda de la mano de partidos políticos agrupados en la Concertación. Era un Gobierno de continuidad defendido constantemente por la propia Bachelet. “Hemos tenido tres Gobiernos exitosos. Me siento orgullosa de continuar una senda que tantos frutos ha dado”, decía en ese entonces la jefa de Estado.
Diez años después y tras el ocaso concertacionista, la Nueva Mayoría sería el bloque que la respaldaría.
Y con el apoyo de la NM fue que Bachelet debutó con un programa inédito donde, en menos de 100 días, ya había presentado una Reforma Tributaria y comenzaba a tomar forma la ley que ponía fin al lucro el copago y la selección en educación.
Quienes fueron ex ministros de Bachelet dicen que la Presidenta de 2006 jamás hubiera implementado un programa de reformas de este calibre. En ese entonces, la mandataria focalizó sus esfuerzos en sacar adelante la reforma previsional y en implementar mejoras al sistema de protección social.
Francisco Vidal, ex vocero de Gobierno, sostiene: “La diferencia sustancial está en el tipo de programa. El de 2006 era la continuidad de la Concertación mientras que el de ahora es una transformación estructural. El programa 2016 es rupturista y no de continuidad”.
A lo anterior, dicen, se suma un escenario de crisis política que ha obligado a Bachelet a hacer cambios forzados. Prácticamente ningún Presidente, explican, podría haber sorteado la crisis sin problemas.
Los ejemplos de cómo Bachelet se ha conducido de manera diferente en este Gobierno, dicen los ex ministros, son variados. El más evidente es que la Presidenta de 2016 ha tomado determinaciones que no tienen un símil en la gestión de 2006, como pedirle la renuncia a su gabinete completo y anunciarlo en televisión.
Pero dicen los ex ministros que la diferencia radical está en el escenario económico con el que ha tenido que lidiar Bachelet. El anuncio de un ajuste fiscal hubiera sido impensado 10 años atrás. La economía iba al alza y el Banco Central proyectaba que el crecimiento para 2006 estaría en torno al 6%. Hoy las proyecciones de crecimiento no llegan al 3%.
Además, en esa época el precio del cobre era alto. Y si en 2006 Codelco generó excedentes por US$9.215 millones, para este año el ministro de Hacienda, Rodrigo Valdés, ya anunció que los ingresos por cobre bajaran drásticamente. El precio promedio de 2006 fue de US$ 3,05 la libra, mientras que este año, en enero, se cotizó bajo los dos dólares la libra.
En materia de empleo también hay variaciones relevantes. En marzo de 2006 el desempleo llegó a 9.3% en el gran Santiago. Una década después, la cifra está en 6.8%.
Donde se evidencia con más claridad el cambio entre la Presidenta de hoy y la de una década atrás, es en los sondeos de opinión pública.
A pesar de los resultados, para el ex ministro de Transportes, Sergio Espejo, “la Presidenta siempre ha sido la misma. Me alegra mucho verla en este marzo con un espíritu y un tono que es más parecida a la Presidenta que siempre conocimos y no la que vimos durante el último año”.
Todas las encuestas de la época muestran que el escenario para la Bachelet de hace 10 años era más favorable que el actual. Según Adimark en marzo de 2006 la aprobación era de 52% y el rechazo de 8%. Hoy, siete de cada 10 chilenos desaprueba la gestión de Bachelet y la aprobación se mantiene en torno a 25%.
Belisario Velasco, ex titular de Interior explica: “en el primer Gobierno hubo un trabajo en común que fue apreciado y que a la Presidenta le significó salir con un porcentaje de apoyo inédito. En el segundo Gobierno ha habido problemas con ministros, subsecretarios e incluso con el segundo piso. Eso le da a la Presidenta un rasgo diferente. Sumando y restando, me quedo con el primer Gobierno”.
Con todo, coinciden en que hay una diferencia sustancial entre marzo de 2006 y marzo de 2016: el Caso Caval. Porque aunque en su primer Gobierno se destaparon irregularidades, como el caso Chile Deportes, jamás la familia de la mandataria había estado involucrada.
A pesar de lo anterior, para la ex ministra del Sernam, Laura Albornoz, la Presidenta “ahora es una mujer más valiente, no tiene miedo del reproche. Ahora sabe las ronchas que va a sacar, pero lo dice porque tiene más confianza en sí misma. Cuando dice que cada día puede ser peor me parece de una honestidad sorprendente”.