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ANÁLISIS
Los megaproyectos pueden sepultar reputaciones en Brasil
03/05/2015

Los megaproyectos pueden sepultar reputaciones en Brasil

 Por Mario Osava - Los megaproyectos son apuestas de alto riesgo. Pueden  consagrar el gobernante que los impulsó, pero también echar a perder su imagen y hasta su poder, y en el caso de Brasil la balanza se inclina peligrosamente hacia lo negativo.

Ello sucede en desmedro de la imagen del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva (2003-2011) y de su sucesora y actual mandataria, Dilma Rousseff, ambos del izquierdista Partido de los Trabajadores (PT), al agigantarse el escándalo de los sobornos en la empresa estatal Petrobras, estallado en 2014.

La compañía admitió en su balance de 2014 que las pérdidas por corrupción sumaron 6.194 millones de reales, equivalentes a 2.060 millones de dólares al cambio actual,  mucho más antes, con el real sobrevaluado. Pero siete veces esa cantidad se fue por devaluación de activos, vale decir el equivalente actual a 14.870 millones de dólares.

Esas son las rebajadas cifras contables, las pérdidas reales nunca se conocerán con exactitud. La empresa perdió crédito internacional, su imagen quedó gravemente manchada y en consecuencia muchos de sus negocios y planes no se concretarán.

La cifra de corrupción se basó en testimonios de los acusados en la operación denominada “Lava-jato” (autolavado) y en investigaciones de la fiscalía y la Policía Federal, de que los sobornos representaban tres por ciento de las sumas contratadas por Petrobras con 27 empresas, entre 2004 y 2012.

Los perjuicios más abultados se pueden atribuir a malas decisiones y fallos de planificación y gestión, aunque el de la corrupción tenga la mayor repercusión entre la población y sus consecuencias sean aún incalculables.

Además, será difícil evaluar que influencia tuvo la corrupción en los errores administrativos, que también son políticos, y viceversa.

Dos tercios de la devaluación de activos se concentraron en los dos grandes proyectos de Petrobras, la Refinería Abreu e Lima, casi concluida en la región del Nordeste de Brasil, y el Complejo Petroquímico del Estado de Rio de Janeiro (COMPERJ), ambas iniciados durante el mandato de Lula.

El COMPERJ, un megaproyecto de 21.600 millones de dólares, según informó la misma Petrobras a inversionistas, dejó la parte petroquímica en 2014, considerada inviable económicamente, después de indecisiones durante tres años, y se redujo a una refinería para procesar 165.000 barriles (de 159 litros) diarios de petróleo.

Ahora descapitalizada, será difícil para Petrobras invertir muchos millones de dólares más para concluir la refinería, donde la empresa estima que la obra está construida en 82 por ciento. Pero dejar de hacerlo representaría pérdidas mucho más abultadas.

Miles de trabajadores despedidos, depresión económica y social en Itaboraí, donde se ubica el complejo, a 60 kilómetros de la ciudad de Río de Janeiro, equipos ya adquiridos y sin perspectivas de uso, cuyo almacenaje cuesta millones de dólares anuales, y la quiebra de proveedores, son algunos efectos de la reducción y paralización del proyecto.

Los megaproyectos pueden sepultar reputaciones en Brasil

La central hidroeléctrica de Santo Antônio, sobre el río Madeira, en el estado de Rondônia, en noroeste de Brasil, durante su construcción en 2010. Crédito: Mario Osava/IPS

La crisis de Petrobras obedece también a la caída de los precios internacionales del petróleo y a su subsidio por largo tiempo del consumo de derivados para contener la inflación, por decisión del gobierno.

Pone además en peligro a la industria naval, que se expandió para atender la demanda de compañía petrolera.

Los astilleros pueden despedir a unos 40.000 empleados si la crisis se prolonga, según datos del sector. Es una industria que prácticamente resucitó en Brasil, ante los pedidos de sondas, plataformas y otros equipos para que Petrobras pueda extraer el petróleo bajo la capa de sal de aguas profundas en el océano Atlántico, conocido como presal.

La Refinería Abreu e Lima, con capacidad para procesar 230.000 barriles diarios, tiene mejor suerte porque su primera fase ya se completó y empezó a operar a fines de 2014. Pero su costo se multiplicó por ocho sobre lo previsto inicialmente.

Una de las razones fue la pretendida asociación con la estatal Petróleos de Venezuela (PDVSA), acordada por Lula con el fallecido presidente venezolano Hugo Chávez (1999-2013).

PDVSA nunca concretó su aporte de 40 por ciento del capital de la planta, pero el compromiso influyó en el diseño y la compra de equipos adecuados al petróleo pesado venezolano. El proyecto tuvo que ser modificado sobre la marcha.

Los planes de construir dos grandes refinerías más en el Nordeste, en los estados de Ceará y Maranhão, fueron descartados por Petrobras como antieconómicos. Pero cuando ya se habían invertido cerca de 900.000 dólares en la compra y preparación del terreno.

El desastre en el sector petrolero sobresale en los medios por el escándalo, los montos y los sectores involucrados, que comprenden las cuatro refinerías, decenas de astilleros y grandes constructoras que prestaban servicios a Petrobras y son acusadas de pagar sobornos.

Pero son numerosos otros grandes proyectos de infraestructura energética y logística que sufren grandes atrasos o interrupciones. Alentados por el alto crecimiento económico durante los ocho años de Presidencia de Lula, y los estímulos oficiales del Programa de Aceleración del Crecimiento, se multiplicaron por todo el país.

Ferrocarriles, puertos, ampliación y pavimentación de carreteras, centrales eléctricas de todo tipo y biocombustibles, todos proyectos a gran escala, pusieron a prueba la capacidad productiva de los brasileños, especialmente de las constructoras que, además, expandieron sus actividades al exterior.

La mayoría de las obras lleva un retraso de varios años. El trasvase del río São Francisco, a través de 700 kilómetros de canales, túneles y embalses, para aumentar el flujo de agua al Nordeste semiárido, debía inaugurarse inicialmente en 2010, al finalizar la administración de Lula.

Su costo casi se duplicó, pero aún no se puede asegurar que el menor de los dos canales esté operativo al final de este año, como prometió la presidenta Rousseff.

Proyectos privados, como los ferrocarriles Transnordestino y Oeste-Este, también en el Nordeste, sufren igualmente atrasos y paralizaciones.

La resistencia indígena y de algunas autoridades ambientales, junto con huelgas y protestas laborales –que se acompañaron en ocasiones con la destrucción de equipos alojamientos e instalaciones- alimentaron los atrasos, pero no absuelven las fallas de los proyectos y gestiones.

La oleada de megaproyectos iniciada en la década pasada se explica por la abstinencia de inversiones en infraestructura que sufrió Brasil, y en general América Latina, en las dos  “décadas perdidas” del final del siglo XX.

Desde 1980 no se construía refinerías petroleras en Brasil. El éxito del etanol como sustituto de la gasolina postergó su necesidad. El país se hizo exportador de gasolina e importador de diesel, hasta que la multiplicación de los vehículos automotores y el consumo industrial tornó urgente ampliar la capacidad refinadora.

Tampoco se construyeron grandes centrales hidroeléctricas desde 1984, cuando se inauguraron las dos mayores del país, la de Itaipú en la frontera con Paraguay y la de Tucuruí, en el norte amazónico.

La privación estalló en 2001, con el apagón y sucesivo racionamiento energético durante ocho meses, que marcó negativamente el gobierno de Fernando Henrique Cardoso (1995-2003).

El retorno al  crecimiento económico durante el gobierno de Lula acentuó las carencias y la necesidad de recuperar el tiempo perdido. El voluntarismo que a veces embriaga los desarrollistas multiplicó los megaproyectos, con las consecuencias ahora conocidas, incluida, probablemente, la nueva escala de la corrupción.

Y sin olvidar el impacto político para el gobierno de Rousseff y el PT y el riesgo de inestabilidad para la gran potencia latinoamericana.


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