Por Joaquín Morales Solá.
Roberto Fernández, el jefe de los colectiveros, es un viejo burócrata sindical que a veces tiene problemas para expresar lo que quiere decir. Los colectiveros dependen de los millonarios subsidios que el Gobierno les transfiere a las empresas. Son, de alguna manera, empleados estatales. Quizá por eso Fernández prefirió protegerse en la CGT oficialista, aunque de vez en cuando le dio una mano a Hugo Moyano. En la última huelga general convocada por Moyano, Fernández lo traicionó un día antes. No se plegó al paro y el paro fracasó. Ayer cambió y dio un giro de vértigo. La masiva huelga de la víspera fue convocada por los gremios del transporte que tuvieron a Fernández como su organizador y exiguo vocero.
Fue algo más que una adhesión; ellos fueron los que impulsaron todo.
Un protagonista inesperado apareció en medio de la carrera electoral por la presidencia. Los sindicatos habían guardado silencio desde aquella huelga frustrada de Moyano, pero ayer recobraron un lugar de primer orden en la política. Fue un ensayo de reunificación del gremialismo, que sucederá seguramente antes de fin de año. De la huelga participaron no sólo los gremios del transporte; también la CGT rebelde de Moyano, la escasa de Luis Barrionuevo, la CTA opositora de Pablo Micheli y varios gremios que militaban en la CGT oficialista. El gesto más notable fue el de la CGT oficialista del metalúrgico Antonio Caló: declaró la libertad de conciencia de sus afiliados para que adhieran o no al paro. Fue una manera elíptica de convocar a la huelga.
Como se ve, sindicatos opositores y oficialistas están a sólo centímetros de la reconciliación. Tal vez el obstáculo más importante que tiene ese reencuentro es resolver qué harán con los líderes que encabezaron la división, Moyano y Caló. Dónde colocarán a uno y dónde, al otro. La larga recesión de la economía argentina y la imparable presión impositiva dejaron sin argumentos a los oficialistas. Su riesgo no es perder un debate político con los caudillos de los sindicatos opositores, sino perder sus propios gremios a manos de la izquierda que les muerde los talones. Ese riesgo lo tienen todos los sindicatos ortodoxos, estén en la vereda que estén.
Los sindicatos se preparan también no para las elecciones (en las que no pueden influir de manera decisiva), sino para el día después. Sea quien fuere el próximo presidente argentino, desde el neoperonista Daniel Scioli al antiperonista Mauricio Macri, pasando por el peronista transversal Sergio Massa, cualquiera de ellos merecerá un mensaje de poder por parte de los sindicatos. Y no hay mejor mensaje para decir eso que mostrar un bloque sólido y unificado.
Los sindicatos tradicionales argentinos han luchado siempre para mantener la unificación de la personaría gremial. No quieren dos CGT. De hecho, a la CTA no le permitieron nunca tener esa personería. Néstor Kirchner tuvo que desdecirse de una promesa electoral de reconocimiento formal que le había hecho a la CTA porque Moyano lo presionó: o él o la CTA. Otra cosa es lo que ellos hacen en los hechos. Ahora hay todavía dos CGT, pero es una decisión de la corporación sindical, no de los afiliados. Tampoco esa división cuenta con el respaldo de la ley. Es una pelea de amigos, que siempre puede resolverse entre amigos.
Se agota, además, el ciclo rupturista que significó la administración de Cristina Kirchner. Lo que vendrá será necesariamente más frágil que lo que se va. No podrá repetirse la experiencia de una presidenta peronista que mantuvo y agravó el impuesto más reaccionario que existe, el de las ganancias, que incluye a trabajadores y a jubilados. Ni un ministro de Economía con formación marxista que le parece bien vaciarles el bolsillo a los trabajadores. El impuesto a las ganancias ("el impuesto al trabajo", como lo llama Moyano) fue el principal motivo de la huelga de ayer. Los sindicatos están por abrir el período de paritarias (algunos ya lo abrieron) y el mínimo no imponible es muy obsoleto. El tope de 15.000 pesos, que es el que rige para la mayoría de los trabajadores, se fijó hace un año y medio. Hay un 40 por ciento acumulado de inflación que el Gobierno no reconoce.
La administración nacional se quedará con el 35 por ciento de los aumentos que se consigan en muchísimos casos. La situación de cada sindicato es distinta. Algunos (como los bancarios o los camioneros) tienen a casi el 80 por ciento de sus afiliados comprendidos por ese impuesto. Otros tienen porcentajes de afiliados muy menores.
El Gobierno, a su vez, no tiene mucho margen para subir el mínimo no imponible, porque la actividad económica no se recupera. En tanto está impedido de una mayor recaudación genuina por la recesión, necesita mantener la presión sobre los que todavía trabajan o sobre las actividades que no cayeron. El conflicto se agrava cuando los que gobiernan no reconocen ni la inflación ni la recesión. No se trata de discutir sobre el problema, porque para ellos el problema no existe. Sólo falta que el cristinismo declare por decreto la inexistencia de los problemas.
En una vieja cadena nacional, la Presidenta dijo que necesita el dinero de ese impuesto para financiar los planes sociales. ¿Y el dinero que se va en Fútbol para Todos, en Aerolíneas Argentinas o en los subsidios para el consumo de servicios públicos en la Capital y el conurbano bonaerense? ¿De qué planes sociales está hablando? ¿Acaso de los que se distribuyen sin reglas, requisitos ni contraprestaciones? ¿Es ésa una manera de resolver el conflicto social, de promover la vocación por el trabajo? Seguramente, no. Como una burguesa que es, la Presidenta confunde a menudo la revolución con obras de caridad.
Una parte no menor de la sociedad la sigue por esa senda de cierta frivolidad. El mes de enero fue generoso en gastos de turismo, como lo publicitó incansablemente el Gobierno. En ese mismo mes, cayó un 30% la venta de autos. En enero y febrero, la actividad industrial se desplomó un 5%, según una evaluación de FIEL.
Cristina Kirchner acaba de anunciar un nuevo plan para comprar electrodomésticos en cuotas. Pero las dos grandes empresas eléctricas están definitivamente quebradas. Hubo barrios de la Capital y el conurbano que en el verano (y también en el otoño) no tuvieron electricidad hasta durante 15 días. ¿De qué servirían los electrodomésticos si no hay electricidad buena y segura? La experiencia cristinista pasará a la historia como un manual perfecto del populismo. Sin embargo, un sector social importante está cada vez más pendiente del corto plazo. Los gremios miran, aunque fuere impulsados por el interés y la mezquindad, plazos más largos que la próxima cuota del lavarropas.
Por Ricardo Cárpena.
Nadie duda de que se trató de un “parazo”, el más fuerte de la serie de cuatro huelgas generales contra la gestión de Cristina Kirchner. Pero el gran interrogante es otro: ¿Cómo saldrá la Presidenta de esta encerrona política en la que quedó atrapada por su negativa a modificar el impuesto a las Ganancias?
Por el durísimo tono del discurso que pronunció ayer, eligió encerrarse en sí misma al exponer como insensibles y faltos de solidaridad a los “pocos” trabajadores que tributan Ganancias y a los sindicalistas que convocaron al paro.
De un plumazo, desautorizó a los ministros más políticos que buscan una solución legislativa o alguna compensación que alivie el frente de conflicto y, a la vez, dio pistas de que el Gobierno se enfocará ahora en calmar a los gremios del transporte para desactivar el clima beligerante que condicionará las paritarias e interferirá en la campaña.
Fue sugestivo que la Presidenta destacara que el paro “fue del transporte porque sin el apoyo de los trenes, los colectivos y los subtes no hubiera habido un paro general”.
Esto revela que a Cristina Kirchner le consta que tiene que operar allí si quiere evitar más protestas: la iniciativa del paro no surgió de ninguna CGT, sino del bloque de sindicatos del transporte que ayer tuvo un bautismo de fuego clave, pero que seguirá compitiendo para determinar quién maneja los hilos del poder sindical.
A los transportistas les cayó mal que Barrionuevo ventilara su propuesta de seguir con un paro de 36 horas porque sienten que les marca la cancha. Ahora, la pelea con Hugo Moyano y otros colegas será para manejar los tiempos del plan de lucha y definir la fecha.
Las intrigas son posibles porque la potencia de la huelga no dejó un ganador sindical neto. Fue decisivo el transporte, pero el paro sectorial se hizo general gracias a Hugo Moyano y a otros dirigentes, y hasta la izquierda dura, con sus piquetes, pueden atribuirse parte del rédito de haber podido paralizar el país como nunca.
Lo que viene es complejo. El Gobierno buscará romper la alianza del transporte y otorgar mejoras que calmen el malestar del gremialismo K. Por el enojo que mostró ayer Cristina, parece imposible tocar Ganancias, aunque el Congreso podría impulsar cambios en las escalas del tributo.
El escenario posterior al 31M deja desafíos al Gobierno y a los sindicalistas. Cristina deberá convivir con la certeza de que ese 10% de trabajadores “ricos” son muchos más y que no puede desconocerlos. El gremialismo tendría que equilibrar la euforia por la huelga con las dificultades para superar sus propios problemas de cartel y, además, dosificar la fuerza: una cosa es presionar para lograr lo máximo de un gobierno en retirada y otra muy distinta es convencer al presidente que viene de que es el garante de la gobernabilidad y no, en cambio, el que la pone en riesgo.
Eduardo van der Kooy.
El paro nacional de ayer no podría ser observado bajo un cristal convencional. ¿Por qué razón? Se trató de la primera medida de fuerza sindical, sin dudas contundente, en un año electoral. En el cual se juega la sucesión presidencial. No cualquier cosa. Un dato que no registra antecedentes en la larga década kirchnerista.
Néstor Kirchner no sufrió ni una huelga gremial. Su mayor desafío callejero fue durante el 2008 el turbulento conflicto con el campo. Cristina Fernández también zafó de esa presión hasta noviembre del 2012. El final de la tregua coincidió con cuatro circunstancias: la muerte del ex presidente en octubre del 2010; el progresivo deterioro de la situación económico-social; la ruptura de la Presidenta con la alianza histórica tramada por su marido con Hugo Moyano; la posterior atomización del panorama sindical.
Fue tan brusco el cambio producido que dejó un registro indesmentible en las estadísticas. Desde el retorno de la democracia se sucedieron 39 huelgas generales. Sólo cuatro, incluida la de ayer, correspondieron al tiempo del matrimonio presidencial K. Las mayores cosechas se la llevaron, por supuesto, los radicales Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa. Les siguieron Carlos Menem y Eduardo Duhalde.
Aquella mirada no implicaría ninguna deslegitimización del paro que tuvo en sus raíces un reclamo genuino. La modificación del impuesto a las Ganancias. Es decir, la defensa del salario. Más transparente, imposible. También podrían añadirse ciertas quejas solapadas, como la inflación o el techo que el Gobierno pretende imponer a las discusiones paritarias.
Pero la masiva convergencia sindical, incluida la oficialista, permitiría descubrir un subtexto del cual debería tomar nota la Presidenta. También los presidenciables, de cualquier linaje, que se encuentran ahora en plena carrera. El gremialismo, peronista y de izquierda, se propuso ofrecer una demostración de poder. Y lo consiguió.
Esa voluntad resultó tan manifiesta que la medida de fuerza fue fogoneada inicialmente por los gremios del transporte. Detrás y de a poco –por temor a una deserción de último momento– se sumaron las centrales obreras. En el último paro, de fines del año pasado, Moyano, Luis Barrionuevo (CGT Azul y Blanca) y Pablo Micheli (CTA) habían quedado algo desairados por la ausencia de la UTA, que conduce el líder K Roberto Fernández. El dirigente fue entonces bien permeable a las presiones y los caudalosos subsidios del Gobierno.
La falta de transporte, como ocurre siempre, otorgó a la medida una consistencia compacta. Pero esa consistencia se nutrió de las vertientes mas diversas. Los gremios de aquel rubro están divididos entre la CGT de Moyano (camioneros y aeronáuticos) y la CGT kirchnerista de Antonio Caló (UTA y La Fraternidad). Unos y otros coincidieron en la protesta.
Cristina, como siempre, pretendió minimizar la realidad cuando esa realidad le resulta adversa. Sostuvo, durante su undécima cadena nacional del 2015 para un módico acto en La Matanza, que todo habría quedado reducido a un simple paro de transporte. Que el 10% ciudadanos le había impedido trabajar al 90%. Omitió que los bancarios, el gremio de la alimentación y Luz y Fuerza, entre varios, también adhirieron. Son todas organizaciones que se cobijan bajo el poder kirchnerista.
Su reacción, tal vez, haya estado asociada al fracaso político de su Gobierno. A la imposibilidad de frenar o, al menos, desmembrar como otras veces la medida de fuerza. Las gestiones de Aníbal Fernández, el jefe de Gabinete, y Axel Kicillof, el titular de Economía, resultaron vanas. El Ministerio de Trabajo está virtualmente vacante desde que Carlos Tomada resolvió zambullirse en la campaña electoral porteña. Persigue para su futuro una banca que le permita aplacar la previsible incómoda sintomatología de la abstinencia de poder.
Caló no puso ninguna objeción a los gremios de su sector que resolvieron sumarse a la protesta. Moyano y Barrionuevo se lo agradecieron en público. Los tres otean el horizonte político de una manera distinta aunque acordaron que éste era el momento político, económico y social adecuado para transmitir su propio mensaje. De anticiparle al sucesor de Cristina un par de cosas: los desarreglos sociales que deja el modelo y la determinación sindical, llegado el caso, para enfrentarlos.
Caló sería el único que, en ese aspecto, tendría una postura definida. Apoya la continuidad K a través de Daniel Scioli. El gobernador de Buenos Aires nunca se priva de decir aquello que sus socios desean escuchar. Disparó horas antes de la huelga un mensaje vacuo de solidaridad con los trabajadores. Moyano bascula entre los diferentes campamentos. Un hombre de su confianza, Omar Plaini, está cerca de Scioli. Uno de sus hijos, el diputado Facundo, milita con Sergio Massa. El mismo jefe de los camioneros estuvo días pasados con Mauricio Macri. Nadie debería sorprenderse si apareciera, de pronto, junto a Margarita Stolbizer. Aunque en ese segmento de la centro-izquierda talla el ceteista Micheli.
El jefe porteño, después de su alianza electoral con la UCR, escarbaría la posibilidad de integrar una mesa sindical donde no falte Moyano, aunque sin convertirlo tampoco en protagonista exclusivo. El macrismo cavila que la discreta aproximación con el sindicalismo podría darle la musculatura definitiva que la restaría para sentirse cerca de un ballotage contra Scioli. Pero tal vez para desbaratar esa maniobra Massa irrumpió en las horas de la medida de fuerza con oportunidad y, también, oportunismo. Anunció que de convertirse en presidente eliminaría el impuesto a las Ganancias. Un enunciado sin explicaciones.
Massa observaría también con interés una de las pestañas que todavía anda suelta en aquel abanico sindical. Barrionuevo detesta a Scioli, descree de Macri y comulga con los peronistas federales. Su corazón electoral late muy cerca de José Manuel de la Sota. Pero el futuro del gobernador de Córdoba es un enigma. Estuvo en las vecindades de Massa: pero las vueltas del diputado del Frente Renovador enfriaron la relación. Habría federales del PJ con intención de reanimarla. Entre ellas, la diputada Graciela Camaño, esposa de Barrionuevo. Por ese costado podría tener el gastronómico una presunta posibilidad de ingreso al massismo. El fruto estaría aún verde. Algunos comportamientos suyos demoran la maduración. Su referencia a Kicillof como el “rubito que no tiene respuestas”, frente a la demanda insatisfecha por el impuesto a la ganancias, no cuajaría con la pulcritud verbal que acompaña a Massa cada vez que debe hablar sobre sus adversarios.
El sindicalismo quedó satisfecho con su demostración. Aunque duda que constituya una receta válida para ver cumplidos sus reclamos. Tampoco tiene en claro los próximos pasos que pueda dar. Una huelga de 36 horas, como la que promociona Barrionuevo, sonaría desgastante frente a la sociedad y estéril, a lo mejor, ante un Gobierno flaco y en retirada.
Los presidenciables habrían tomado nota ayer del poder vigente que mantienen, cuando se lo proponen, las estructuras sindicales. Cristina habría percibido con disgusto, por su lado, que esos caciques comenzaron a despedirla.
Por ERNESTO TENEMBAUM.
Con sus caras marcadas, sus camperas de cuero, sus autos último modelo, sus casas lujosas, sus poderosas organizaciones, su perpetuo zigzagueo, su olfato intacto, su estrategia de policía bueno-policía malo, su disposición eterna a golpear para negociar para golpear para negociar, el sindicalismo peronista demostró ayer una vez más que es capaz de parar el país. Lo hicieron sobre el final de la dictadura, durante los ochenta alfonsinistas, en algunos momentos del menemismo y ahora, también, se lo hacen a Cristina Fernández. Es difícil saber cuáles serán a largo plazo las consecuencias del paro contundente que se realizó en la Argentina. Sin embargo, a primera vista, hay una conclusión evidente: si se lo proponen, las calles del país quedan vacías, como se pudo ver. Eso, naturalmente, disgusta a los Gobiernos, a los candidatos presidenciales porque augura que tendrán que sentarse a la mesa con los caciques gremiales y también a los empresarios, porque el poder de las organizaciones que representan a los trabajadores aun de las más negociadoras no es algo que precisamente los alegre.
A diferencia de lo ocurrido en otras medidas similares, esta vez el apoyo sindical casi no tuvo fisuras. No solamente fue respaldada por la CGT moyanista, cuyo líder eligió un inusitado perfil bajo, tal vez para no ofrecer un blanco demasiado expuesto al Gobierno. El sindicato clave en el éxito de la medida fue el de colectivos la Unión Tranviario Automotor cuyo nombre indica que su fundación fue muy anterior a la del peronismo. En el paro anterior, el Gobierno le hizo múltiples concesiones a la UTA para que no se sumara. Fue un negocio pingüe para Fernandez y los suyos. Y así, el paro se debilitó. Esta vez, no hubo ninguna concesión. Si los gremios de transporte se unifican, ocurre lo evidente: casi nadie va a trabajar, porque no quiere, porque no puede o por una mezcla de ambas cuestiones. Para los memoriosos, vale aclarar que ese núcleo, en los noventa, era el corazón del Movimiento de Trabajadores Argentinos que, con el liderazgo de Hugo Moyano, resistió las reformas neoliberales de Carlos Menem y los suyos.
Pero además de eso, fue muy llamativa la adhesión vergonzante de los gremios industriales más cercanos al Gobierno. La Unión Obrera Metalúrgica, por ejemplo, que está liderada por el líder de la CGT oficialista, Antonio Caló, dejó en libertad de acción a sus afiliados, una posición rarísima para quien se supone que es un líder. El jefe de la UOCRA, Gerardo Martínez, dijo que su sindicato no paraba pero que la medida iba a tener éxito. Una rara manera de oponerse.
El paro de ayer fue el momento de mayor desobediencia gremial al gobierno de Cristina Fernández y, al mismo tiempo, una advertencia para quienes pretenden sucederla: los gremios existen, son poderosos, y pueden parar el país. Son los gremios de siempre. En su mayor parte, burocráticos, sin democracia sindical, con dirigentes que, en su mayoría, son riquísimos, siempre dispuestos a una negociación, pero sensibles a que sus afiliados no pierdan conquistas, aunque más no sea por miedo a que la izquierda les muerda sectores de sus bases, como ocurre en gremios como Smata, Ctera o el sindicato de Alimentación.
El éxito y la dinámica de la medida refleja, además, la progresiva ruptura también en el área sindical de Cristina Fernández con la estructura de poder que había diseñado Néstor Kirchner antes de morir. Parece hace un siglo, pero el último acto en el que participó Kirchner fue en el Luna Park y reunió a La Cámpora, de Máximo Kirchner, con la Juventud Sindical Peronista, de Facundo Moyano. En ese acto, Cristina Fernández les recomendó: "Unanse. No repitamos errores del pasado". Durante ese año, Moyano había organizado un acto masivo en River en el que hablaron él y la Presidenta. Para la autoimagen kirchnerista, la alianza con el sindicalismo moyanista era la demostración acabada de que la columna vertebral del peronismo los apoyaba, y cualquier crítica a esa alianza era considerada un síntoma de gorilismo clasemediero. La alianza entre el sindicalismo liderado por Moyano y el kircherismo se rompió definitivamente luego de la elección del 2011, consecuencia tal vez de la muerte de Kirchner, quien hacía de puente entre la presidenta y el líder sindical, y del "vamos por todo", esa consigna que expresaba tan bien el deseo de concentrar el poder en una persona. Muchos sindicalistas, por lo bajo, sostienen que si Néstor viviera, esto no habría pasado. Vaya uno a saber.
La historia nunca termina, pero está claro que ayer quedó claro que uno de los dos sectores siente que trascenderá al otro en el tiempo: no teme desafiarlo, ante la negativa a negociar. Además, esta vez tenía argumentos: durante el último año el salario real se redujo significativamente en la base de la pirámide ninguna consultora, ni las oficialistas, calculan esa reducción en menos del 5 por ciento y la manipulación, inflación mediante, del impuesto a las ganancias menguó los ingresos de los que más ganan.
Seguramente, en este momento, en la Casa Rosada, hay posiciones diferentes sobre cómo seguir: el jefe de Gabinete, un hombre del peronismo tradicional, tratará de hacer de puente, pero todo dependerá, como hasta hoy, de la Presidenta, quien no suele ser concesiva cuando le mojan la oreja.
Con todos sus dimes y diretes, sus causas justas e injustas, sus exageraciones, sus dirigentes cuestionables, un paro general es una demostración de que una democracia está viva. Solo en el mundo occidental donde la democracia existe ocurren estas cosas. No hay sindicatos poderosos donde hay dictaduras, sean de izquierda o de derecha. Desde que el sindicalismo existe, los paros incluyen medidas para impedir que los trabajadores desobedezcan a sus organizaciones o que los patrones y el estado los fuercen a trabajar.
Los sindicatos algunos, al menos ponen límites al poder empresario y político cuando éste intenta ajustar por lo más débil. En ese sentido, lo de ayer, como todo lo que ocurre en estos meses, es una señal que va más allá del 10 de diciembre, cuando el kirchnerismo le pese a quien le pese ya no esté en el poder político.
Hay un país que espera al próximo presidente. Para mal o para bien, en ese país están incluidos los sindicatos.
Por MAXIMILIANO MONTENEGRO.
Si algo le faltaba erosionar a la inflación era la relación política entre los trabajadores más beneficiados en los mejores años económicos de la última década y la administración K. Aquellos que eran el modelo de empleos en blanco bien remunerados del modelo económico de matriz diversificada: metalúrgicos, mecánicos, camioneros, operarios de la alimentación, petroleros, mineros, colectiveros, ferroviarios, aeronáuticos y bancarios, entre otros, están hoy mayoritariamente alcanzados por el impuesto a las Ganancias. Son unos 2 millones de trabajadores (alrededor del 17% del total registrado), porque sólo ese grupo cobra hoy más de 12.300 pesos de bolsillo en Argentina. Todavía hay más de 4 millones de trabajadores en negro, sin obra social, aportes previsionales, ni otros derechos mínimos. El modelo no dio para más.
Nadie, ni siquiera Cristina, desconoce que el hecho de que el 70% de los colectiveros o el 80% de los camioneros o empleados de luz y fuerza paguen impuesto a las Ganancias no obedece al éxito del modelo sino al círculo vicioso de la inflación. Cómo explica un detallado informe de la consultora Abeceb.com, de Dante Sica, la combinación de alta inflación con la falta de actualización automática del mínimo imponible y las escalas salariales sobre las que se aplican las alícuotas (9 al 35%) desvirtúan el sentido del impuesto: es decir, que paguen más los que realmente más ganan.
"El impuesto a las ganancias de la cuarta categoría fue concebido en la época del régimen cambiario 1 a 1, que creyó desterrar para siempre el fenómeno inflacionario en Argentina", dice Sica. Y ejemplifica con los distorsiones conocidas:
Suponiendo que un sindicato lograra en paritarias un incremento de salario bruto del 29%, semejante a la inflación. El resultado sería una pérdida del poder adquisitivo de entre 3 y 4 puntos porcentuales por la falta de ajuste del mínimo y las deducciones. El problema es que el año pasado, ningún gremio consiguió empatarle a la inflación del 38%, sino que cerraron en promedio el 30%, potenciando en más de 10 puntos la caída del salario real de bolsillo.
Para colmo, la falta de ajuste automático de las escalas (los peldaños salariales a partir de los cuales se aplican las distintas tasas) implica que pequeños aumentos nominales de suelto signifiquen saltos bruscos en las alícuotas. Mientras que el establecimiento de 3 tramos de deducciones (con la última modificación de 2013) llevó incluso al absurdo de que "quienes tenga un salario bruto más alto puedan cobrar menos de bolsillo, o al menos que el gobierno pueda llevarse casi la totalidad del aumento del sueldo".
Por la no actualización de las escalas, según Abeceb.com, hoy el 66% de los trabajadores que pagan el impuesto a las Ganancias están alcanzados por las alícuotas más altas del 27 al 35%. Así, inflación mediante, no solo se quebró la idea de progresividad del impuesto sino que la tablita de Machinea dio paso a la tablita de Cristina, donde la mayoría tributa las tasas más altas.
La presidenta está convencida de que a esos trabajadores privilegiados por el modelo ya los compensa por otro lado. Cree que son los mismos que, desde enero de 2014, compraron u$s 4.400 millones, autorizados por la Afip, al precio oficial subsidiado más un recargo del 20% para después venderlos en el mercado paralelo o atesorarlos. Para acceder a esos dólares baratos es necesario contar con un ingreso mínimo de 9500 pesos, y según los datos oficiales el 95% son trabajadores en relación de dependencia (64% del sector privado y 36% empleados públicos). Si hubieran vendido todos esos dólares billete en el mercado paralelo 30% más caro, habrían embolsado ingresos extra por unos $ 11.000 millones pesos. Otra anomalía que produjo la inflación.
Tal vez Cristina no asocie una cosa con la otra y piense que ella quita y otorga a cada sector como parte de una política de Estado. Pero detrás de todo está la inflación: en lo absurdo del actual sistema de Ganancias y cepo y mercado negro mediante en el no menos absurdo beneficio del dólar ahorro.
Más importante aún, la inflación está también detrás del atraso cambiario, que derrumba la exportaciones, la principal fuente de dólares genuinos, jaquea a la industria y las economías regionales, y pone en riesgo empleos, incluidos los trabajadores que pagan Ganancias.
Mientras no se reduzca la inflación, que vuelve urgente la agenda del corto plazo, será difícil avanzar en reformas tributarias de fondo. Pero para no naturalizar las injusticias, alguien debería terminar cuanto antes con el amplísimo blanqueo de capitales que ya lleva 2 años de vigencia y esta semana el Gobierno prorrogó por séptima vez: es vergonzoso que alguien que evadió durante años todos los impuestos si deposita en el sistema financiero, digamos, 1 millón de dólares, para atrás esté exento de abonar ni siquiera el impuesto al cheque. Ni qué decir si esas divisas provienen de actividades delictivas. Más adelante, por otro principio mínimo de equidad, en una economía más normal habrá que gravar con el impuesto a las ganancias las diversas modalidades de renta financiera, como sucede no sólo en Estados Unidos o Europa, sino también en Brasil, Chile, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Colombia y México, entre otros países no tan progres como la Argentina.