EL MINISTRO de Obras Públicas, en sesión especial de la Cámara de Diputados convocada para analizar “la crisis del agua en Chile y la política del gobierno frente a ella”, anunció cambios sustanciales al régimen que establece el Código de Aguas vigente, que importan una reorientación total del sistema basado en la propiedad de los derechos constituidos sobre las aguas, para pasar a otro consistente en concesiones temporales y caracterizado por un rol preponderante del Estado en su asignación y caducidad, volviendo precaria e incierta la titularidad del uso de los recursos hídricos.
Esa reforma se agrega a otras propuestas por la actual administración orientadas a transformaciones mayores al sistema económico e institucional que ha regido en los últimos decenios, que ha sido el pilar para el progreso que ha exhibido el país en ese lapso y que es mundialmente reconocido, en la convicción de que no tendrá mayores costos y que se podrá continuar sin sobresalto en la misma senda de crecimiento, algo que la realidad está demostrando que no es posible. Pero en el caso del agua las modificaciones son de singular gravedad, pues ésta constituye un insumo esencial para los más variados proyectos, ya sean industriales, agrícolas, mineros o de energía, y si no existe seguridad de disponer del recurso los vuelve inviables.
Las modificaciones propuestas tienen aspectos particularmente preocupantes, como entregar al Estado la atribución de establecer una prelación en el acceso a los derechos según usos productivos, lo que importa un retroceso a una fracasada política industrial en que la autoridad determina cuáles son los sectores que deben desarrollarse. Algunas voces han planteado que en el caso de la agricultura, los derechos que se concedan sean por cultivos, y cualquier cambio en éstos deba ser con autorización de la Dirección de Aguas; asimismo, buscan asegurar el abastecimiento a comunidades indígenas o pequeños productores, lo que introduciría un criterio de inexplicable arbitrariedad. Conviene precaverse del riesgo de transitar desde una política que considera el agua como bien nacional de uso público, que reconoce a todos el derecho de aprovecharla, a otra donde el Estado pretenda para sí su propiedad y la facultad de asignarla discrecionalmente.
El país tuvo en el pasado en materia de aguas un régimen de concesiones donde su asignación fue particularmente discrecional luego de la reforma agraria, constituyendo un factor que gravitó negativamente en la inversión en todos los sectores. Por ello, la legislación dio un giro y contempló el régimen de propiedad de los respectivos derechos, llamados de aprovechamiento de aguas, lo que otorga la debida seguridad jurídica, y que siendo transables, garantiza su asignación a los proyectos más eficientes. Este régimen ha sido innegablemente exitoso; es impensable que de haber prevalecido la precariedad en la titularidad de los derechos de agua, en los términos que hoy se propone, se hubieren concretado las enormes inversiones en minería que se han conocido en los últimos 25 años o la modernización de la agricultura. Sin embargo, cada cierto tiempo afloran pretextos para entregar al Estado facultades discrecionales para constituir los derechos y discernir los mejores usos de los recursos hídricos, como para limitar su duración y debilitar su titularidad. Entre las razones para justificar este cambio se ha criticado que la Constitución sólo menciona el dominio de los derechos, pero no su calidad de bien nacional de uso público; lo cierto es que este concepto no requiere ser garantizado como ocurre con el derecho de dominio. También se cuestiona que el régimen actual se ha prestado para “acaparamiento”, lo que supondría actuaciones irracionales de las personas de mantener derechos sin uso y negarse a entregarlos, a pesar de ofertas atractivas, cuando incluso existe un impuesto creciente por el no uso.
También se ha pretendido fundar esta reforma en la situación específica de sequía para ciertas localidades, como si las modificaciones legales pudieran generar disponibilidad de agua en lugares donde no la hay, cuando lo que se requiere son mecanismos de emergencia para proveer agua potable de uso doméstico en ciertos poblados, sin que sea procedente ni necesario que se dañen actividades productivas próximas a ellas. Ese problema manifiesta la incapacidad crónica del Estado para promover una política de construcción de embalses para asegurar el abastecimiento y precaver las fluctuaciones interanuales, pese a lo cual se quiere atribuir la capacidad total de administrar discrecionalmente los recursos hídricos nacionales. De hecho, el país ha podido enfrentar sin sobresaltos dos situaciones importantes de restricción hídrica en los últimos 15 años, sin que la legislación vigente de las aguas haya sido obstáculo para ello.
La proclamada necesidad de privilegiar el consumo humano se topa con la realidad de que no existen casos en que la normativa haya provocado escasez de suministro de agua potable en el grueso de la población. En efecto, la legislación del sector sanitario asegura un régimen y tarifas que hacen atractivo invertir en él y adquirir los derechos de aprovechamiento que son requeridos para prestar el servicio. Asimismo, que los derechos sean caducables en los términos que señale una ley originaría precariedad e inseguridad jurídica. El que se busque que dichos derechos sean temporales, con un máximo de 30 años, aparte de agravar esa precariedad, pugna con la realidad: la mayoría de los proyectos mineros, energéticos o agrícolas son de más largo aliento, generándose una inseguridad que conspirará directamente contra su concreción, pues no habrá quién esté dispuesto a invertir en proyectos que no tengan asegurado el horizonte de vida útil, aunque se establezca que el plazo pueda ser renovable.
Con los planteamientos que ha hecho el Ejecutivo en torno al régimen de las aguas, ha añadido un nuevo elemento de incertidumbre sobre las reglas del juego y no puede pretender que ello carezca de efectos sobre la inversión y la actividad económica.