Pocos líderes mundiales realmente pueden presumir de ser reformadores radicales. Enrique Peña Nieto, el presidente de México, es uno de los pocos que podría hacerlo. Desde que asumió el cargo hace 20 meses, el telegénico ex gobernador estatal ha liderado una guerra relámpago de reformas legislativas. Su campaña culminó el 7 de agosto cuando el Congreso aprobó una revolucionaria ley energética. Desde hace tiempo México necesitaba liberalizar su sector petrolero controlado por el Estado e impulsar la inversión extranjera para revertir la caída de su producción. Pero todos los intentos para lograrlo habían fracasado, hasta ahora.
Sin embargo, aunque los mercados financieros han aclamado las iniciativas de Peña Nieto, la mayoría de los mexicanos no parecen estar impresionados. Una encuesta reciente mostró que el 45% desaprueba su presidencia, mientras que casi la mitad piensa que el país va en la dirección equivocada. La última vez que los mexicanos dieron muestra de semejante pesimismo fue en 2010, poco después de que el entonces presidente Felipe Calderón lanzara un sangriento ataque frontal contra las pandillas criminales del país.
La diferencia entre el pesimismo de los mexicanos y el optimismo de los mercados es sorprendente. Además, también plantea la pregunta: ¿quizás los inversionistas extranjeros han interpretado mal la situación? Peña Nieto tiene que cerrar esa brecha antes de que realmente pueda considerar que su programa de reforma es un éxito.
Hay cuatro razones principales para la divergencia de opiniones. La primera es común en todos los programas de reforma estructural. Los grupos de intereses especiales que sufren inmediatamente las consecuencias de las reformas de Peña Nieto son vocales y mancomunados, mientras que los beneficiarios son difusos. Los beneficios que los mexicanos disfrutarán algún día, como mejores escuelas o llamadas telefónicas más baratas, son cosas del futuro. Aunque eventualmente esta disyuntiva debería desaparecer, conforme lo previsto ahora por los mercados.
La segunda razón para la baja calificación de Peña Nieto es la estrategia consensuada que ha utilizado para lograr sus reformas en el Congreso. Su Pacto por México no partidista, a veces considerado como un modelo a seguir por el fraccionado Congreso de EE.UU., le trajo el apoyo de los partidos de oposición, así como sus votos. Pero esta estrategia acarreó un costo a sus tácticas políticas. Para mantener el pacto, se vio obligado a enfriar ánimos caldeados y a abstenerse de contraatacar al verse criticado. Esta política de cuidadoso mutismo, sin embargo, ya agotó su vida útil. Con las elecciones de mitad de período que se avecinan el próximo año, Peña Nieto tiene que ponerse las pilas.
La tercera razón es un comprensible escepticismo con respecto a la implementación de las reformas. La nueva ley de energía, con sus densos matorrales legislativos, es un ejemplo de ello. ¿Puede realmente Pemex convertirse en una empresa eficiente, siempre y cuando sea propiedad total del Estado y bajo control de las fuerzas políticas? Luego están los abultados organismos reguladores que monitorearán de cerca el sector. Lucen prometedores, pero ¿contarán con suficiente personal capacitado para hacer su trabajo? La necesidad de transparencia es primordial, especialmente cuando las rondas de licitación petroleras comiencen el próximo año y se intercambien miles de millones de dólares.
La última razón para el pesimismo de los mexicanos es que muchos no creen que las reformas marcarán ninguna diferencia en sus vidas. ¿Conducirá realmente la reforma energética a precios más bajos de la electricidad, cómo se promete? Las promesas de un crecimiento económico más rápido hasta ahora han llegado a nada; así como la sensación general de que la seguridad personal esté mejorando. La política es un juego de decisiones intuitivas y de estrechos márgenes de error, donde la suerte puede jugar un papel decisivo. Pero la suerte puede hacerse y Peña Nieto no siempre ha creado las condiciones para ello. Consumida por las reformas, su administración a veces ha perdido su enfoque en los problemas inmediatos que más preocupan a los mexicanos.
Su gobierno ha proporcionado un valioso estudio de cómo propulsar una reforma radical. Por ello, debemos felicitarlo. Ahora, sin embargo, tiene que demostrar que puede completar y poner en práctica su programa. El trabajo más arduo -la parte más difícil- aún está por venir.