Por Néstor O. Scibona.
La fuerte incertidumbre que envuelve hoy a la economía no obedece tanto a lo que ocurre, sino a lo que puede ocurrir en los próximos meses. Cristina Kirchner ha vuelto a denunciar conspiraciones por todos lados (externas e internas), como no lo hacía desde la crisis con el campo en 2008. Y su reacción de politizar al máximo sus decisiones va a contramano de la necesidad de evitar que se agraven los desequilibrios y problemas económicos.
Después de algunas semanas, la consigna "Patria o Buitres" se está transformando para el Gobierno en un arma de doble filo, como todo enunciado reduccionista. A medida que se aleja la posibilidad del "acuerdo entre privados" (holdouts-bancos extranjeros), sólo sirve para atribuir culpas de los problemas -actuales o futuros- y cohesionar a la militancia. Pero no para evitar las consecuencias económicas del actual default, que más se harán sentir cuanto menos transitorio sea. Por lo pronto, los mercados ya comenzaron a cubrirse, como lo demuestran la suba del dólar paralelo (empujada además por la baja de la tasa de interés) y el paulatino retroceso de los bonos argentinos.
Con el default y la puerta cerrada al financiamiento externo, el gobierno de CFK volvió a su vieja táctica de buscar culpables ajenos para encubrir errores propios y negar la realidad.
Los fondos buitre son ciertamente una lacra del sistema financiero. Pero otros países que reestructuraron deudas soberanas lograron neutralizarlos, ya sea rescatando discretamente a bajo precio los bonos defaulteados (caso Brasil) o mediante acuerdos antes de llegar a juicios (caso Uruguay). Cristina, en cambio, optó por ignorarlos hasta hace dos meses, cuando fracasó su apuesta a que la Corte Suprema de los EE.UU. revisara el arbitrario fallo dictado hace dos años y medio.
En el plano interno, la mejor manera de defender a los consumidores sería bajar la inflación, sobre todo con la actual caída del salario real. Pero el Gobierno optó en cambio por crear un fuero judicial de defensa del consumidor y reformar la anacrónica ley de abastecimiento, que suprime las penas de prisión o arresto a cambio de ampliar el intervencionismo sobre las empresas para la determinación de precios, márgenes de utilidad, volúmenes de producción y canales de comercialización de bienes y servicios. Todo esto augura más conflictos que soluciones, en medio de una inflación que ya apunta por encima del 40% anual y se ubica entre las más altas del mundo; y de las trabas para importar insumos y repuestos con una brecha cambiaria de 60%.
La amenaza de enviar esta ley al Congreso ya había sido esgrimida para forzar los acuerdos del plan Precios Cuidados, que el Gobierno insiste en presentar como una política antiinflacionaria aunque sólo abarque a un conjunto limitado de empresas y cadenas de supermercados y ni logró extender al interior del país. Entre otras razones, porque los costos logísticos acumulan un alza del 23 al 31% en los primeros siete meses del año. Pero hasta ahora sólo sirvió para ampliar la brecha entre los precios de esa canasta y los de productos y servicios que están fuera de ella. También para que el Indec los utilice para atenuar las subas del nuevo IPC nacional. Esto explica el aumento de 1,4% registrado en julio (un punto menos que el 2,4% del IPC Congreso y más bajo que la mayoría de estimaciones privadas que lo ubicaron en torno de 2,5/2,9%). Aun así, el Indec nunca informó hasta ahora sobre los incrementos en las seis regiones del país en que se divide el índice nacional.
Si el nuevo proyecto de ley -rebautizado ahora como de regulación de las relaciones de producción y consumo- constituye un fuerte desincentivo para nuevas inversiones privadas, no se queda atrás la denuncia penal del Poder Ejecutivo para aplicar la ley antiterrorista a la quiebra de la gráfica Donnelley, más allá del origen de sus capitales. En los últimos años, el kirchnerismo se ha especializado en el doble discurso de promover la inversión y a la vez introducir mecanismos legales para ahuyentarla. Sin ir más lejos, la buena idea de ampliar y federalizar el mercado de capitales con incentivos a la oferta pública de más empresas quedó frustrada por una cláusula (el famoso artículo 20) que faculta a la CNV a intervenir sociedades ante denuncias de accionistas minoritarios. Tampoco ayudó la hiperregulación por decreto del sector de hidrocarburos, donde sólo YPF aumentó significativamente sus inversiones desde la reestatización, mientras ahora CFK mantiene el apriete financiero y confronta con los gobernadores de las principales provincias productoras, que cuestionan la reforma de la ley de hidrocarburos.
A esto debe sumarse la presión tributaria récord sobre las empresas, acentuada por la no actualización de balances por inflación que grava ganancias ficticias. Otro tanto ocurre con el nuevo impuesto a las utilidades por la venta de acciones y títulos que se creó para justificar la última suba del piso no imponible de Ganancias para asalariados y que al cabo de un año ya fue devorada por la inflación.
Días atrás, en uno de sus profusos mensajes por la cadena nacional de radio y TV, la Presidenta justificó que el gasto público haya crecido 45% en la primera mitad de 2014 ante la retracción de inversiones privadas, que es lo que más se necesitaría para aumentar la oferta. Pero su razonamiento es al revés: el sector privado invierte menos porque el creciente desequilibrio fiscal se financia con más pesos emitidos por la "maquinita" del BCRA, que alimentan la inflación esperada y, junto con el desequilibrio externo -menos divisas, agudizado ahora por el default-, la perspectiva de más controles cambiarios y presiones sobre el dólar. En suma, más incertidumbre y menos crecimiento. De ahí que cada vez que CFK toma el micrófono, los economistas independientes recalculen el gasto, el déficit fiscal, la inflación y el PBI.
La perspectiva es muy distinta a la recesión de 2009, más intensa que la actual (y que el Indec sólo reconoció este año con una baja de apenas 0,1% del PBI) y de la cual el Gobierno pudo salir relativamente rápido, a costa de empeñar el superávit primario con medidas contracíclicas. A diferencia de entonces, hoy no cuenta con superávit fiscal ni sobran reservas y, en cambio, tiene el contrapeso del déficit energético y la caída del salario real. Así, los aumentos del gasto y los créditos subsidiados resultan poco eficaces, ya que para solucionar un problema (caída de actividad o empleo) se agrava otro (emisión o escasez de divisas). A ello se suman los imparables subsidios a la energía y el transporte, autopropulsados por la devaluación de enero y el congelamiento de tarifas eléctricas en el área metropolitana de Buenos Aires. De ahí que los fuertes ajustes de tres dígitos en las tarifas de gas y colectivos aplicados este año sólo hicieran cosquillas en la cuenta de los subsidios, que apunta a 230.000 millones de pesos en 2014 (casi las dos terceras partes del gasto en jubilaciones y pensiones).
Para completar el cuadro, vuelven a surgir rumores de cambios en el área económica, que podrían sintetizarse como más (Axel) Kicillof y menos (Juan Carlos) Fábrega. O sea, más ideología y menos pragmatismo en la política económica..
Por Joaquín Morales Solá.
En la mañana del 30 de julio pasado, horas antes de que el país entrara en default parcial , Cristina Kirchner decidió radicalizar su gestión y emprender el último tramo de su mandato como líder de una revolución que deberá suceder. Durante los dos días anteriores, su Gobierno había presionado sobre banqueros nacionales y privados para que la ayudaran a esquivar la cesación de pagos. Estuvieron cerca de lograrlo, pero la Presidenta giró poco antes de llegar a un acuerdo. La rotación presidencial continuó luego con un paquete de medidas que promete estatizar de hecho a todas las empresas privadas. Se profundizó más tarde cuando acusó de terrorista a una imprenta de capitales norteamericanos porque ésta quebró.
El aterrizaje suave que los funcionarios kirchneristas habían prometido después de la devaluación de enero se convirtió de pronto en una especie de chavismo tardío, casi agónico.
Nadie sabe qué sucedió esa mañana del miércoles 30 de julio. Jorge Capitanich, Carlos Zannini y Juan Carlos Fábrega habían convocado de urgencia a banqueros nacionales y extranjeros dos días antes. El dueño de un banco tuvo que regresar apresuradamente de Nueva York. Fábrega puso la cara en nombre del Gobierno. Los urgió a los bancos a juntar dinero privado para colocar una garantía en el juzgado de Thomas Griesa y para que reclamaran la suspensión de la sentencia hasta enero. Los bancos extranjeros tenían algunos reparos (sus dueños no están en el país), pero los bancos nacionales se comprometieron a reunir la primera remesa de dinero.
Todo estaba acordado con todos hasta que Axel Kicillof dinamitó el acuerdo en una conferencia de prensa en Nueva York.
La primera teoría señalaba que Kicillof fulminó algo en lo que no había participado. No es cierta. Cristina y Kicillof habían autorizado la gestión de Fábrega tanto como Capitanich y Zannini. El rencor contra Kicillof en el Gobierno, fácilmente perceptible ahora, es simétrico a la absoluta confianza de la Presidenta en él. El calificativo de "traidor" es frecuente entre funcionarios kirchneristas cuando se refieren al ministro de Economía. "Atrasa cuarenta años", dijo un funcionario ofuscado. La ruptura del acuerdo preliminar con los holdouts fue sólo el principio, aunque importante, de una hoja de ruta mucho más amplia en el camino del fundamentalismo político.
Es probable que la Argentina termine en el abismo de un default generalizado de su deuda pública. Faltan seis semanas para que los bonistas que entraron en los canjes, y que ahora no cobran por el embargo de Griesa, estén en condiciones de pedir el adelantamiento de los pagos previstos durante las próximas décadas. El país no estará en condiciones de enfrentar la magnitud de esos compromisos. Todos los tenedores de bonos, los que aceptaron y los que no aceptaron los canjes, se convertirían en acreedores impagos.
Si se llegara a una situación de default generalizado, sería improbable que el actual gobierno pueda reestructurar la deuda. El default será una herencia para el próximo gobierno, tal vez más difícil que la del default de 2001. La cesación de pagos actual sería producto sólo del capricho o la impericia y, además, se habría agotado la alternativa de ofrecer los tribunales de Nueva York como jurisdicción judicial. El país ya desobedeció a ese tribunal. La Argentina de Cristina Kirchner entró en un territorio desconocido, en el que el autoritarismo prevalece por sobre la racionalidad política y económica.
Nada cambiará sustancialmente en Nueva York. La Cámara de Apelaciones de esa ciudad convocó a una audiencia para el 18 de septiembre seguramente para corregir un claro error de Griesa. Aquel tribunal tratará el caso de los bonos bajo legislación argentina que el Citibank paga en dólares en el exterior, cuyos intereses el juez permitió pagar por "única vez". Griesa no tiene jurisdicción sobre los bonos que aceptaron la legislación argentina. Por lo demás, esa misma Cámara ya ratificó la decisión de Griesa sobre los bonos con jurisdicción en Nueva York. Esto no se modificará.
Cristina Kirchner se convenció definitivamente, para peor, de que existe un complot norteamericano. Sucedió poco después de que el gobierno de Obama despachó en 24 horas su negativa a enfrentarse con la Argentina en los tribunales de La Haya. En esos tribunales se dirimen diferencias entre Estados, no entre un Estado y particulares, como son los holdouts. ¿Pudo la administración de Obama presentarse ante el juez Griesa y pedirle una reconsideración de la medida en nombre de futuras reestructuraciones de deudas? Pudo, quizá. Pero esos favores requieren de intensas y silenciosas gestiones diplomáticas. La Presidenta se lo reclamó desde una tribuna, mientras les hablaba a los "pibes para la liberación". Obama ni siquiera le contestó. El círculo de la conspiración se había completado para Cristina.
La furia con que reaccionó por la quiebra de la imprenta Donnelley, propiedad de norteamericanos, fue consecuencia de aquella otra rabia por la indiferencia de Washington. Acusó a la empresa de haber tenido en su momento, no ahora, una parte de su paquete accionario en manos de los fondos que pleitean contra la Argentina. Encerrados aquí en verdades pueblerinas, sobresale un gran desconocimiento del mundo globalizado. El 70 por ciento de la propiedad de las más grandes empresas del mundo está en manos de fondos de inversión o de fondos de pensión. Tirando de ese hilo podría encontrarse con algunos personajes de la burguesía kirchnerista con inversiones en fondos especulativos.
De todos modos, es poco creíble que una imprenta haga terrorismo porque no seguirá imprimiendo las revistas Gente y Pronto. Sucedió que la imprenta perdía plata. Le propuso a los sindicatos un plan de adecuación, que fue rechazado. Le llevó una propuesta laboral al Ministerio de Trabajo, que también fue rechazada. Al final, la empresa simplemente se cansó de la Argentina, tiró las llaves y se fue.
No es cierto que Kicillof se parezca a José Gelbard, aunque sus políticas son muy similares. Gelbard era un empresario que conocía, aun en medio de sus mediocridades, la ley de la oferta y la demanda. Kicillof y sus muchachos no tienen experiencia ni conocimiento práctico. Sólo saben de teoría y de asambleas universitarias. Pero no hay salida: la Presidenta está seducida intelectualmente por el ministro de Economía. El segundo hombre de su confianza actual es el secretario de Comercio, Augusto Costa, pero no tiene ni la sombra de la influencia de Kicillof. Los dos, Kicillof y Costa, redactaron un paquete de medidas que podría terminar estatizando directamente la economía privada.
Si es cierto que se inspiraron en una vieja ley de Hugo Chávez, entonces debe puntualizarse que la experiencia chavista terminó con 1019 empresas expropiadas y con cerca de 20.000 empresas quebradas. El desabastecimiento llegó a tal extremo que, ya en tiempo de Nicolás Maduro, el régimen lanzó la consigna "Papel higiénico o Patria", porque faltaba el papel que se usa en los baños. La versión caribeña de "Patria o buitres".
Si se sancionaran las tres leyes argentinas, el Estado podrá meterse en cada eslabón de la cadena de valor de las empresas, fijar los márgenes de ganancias, incautarse de productos sin orden judicial y venderlos luego o decidir qué producirá cada empresa y qué no. El enorme poder de policía quedará en manos de la Secretaría de Comercio y de los gobernadores provinciales. La Justicia sólo podrá actuar luego de que se hayan consumado los hechos. Esas facultades "extraordinarias" al secretario de Comercio son claramente inconstitucionales.
Costa, el secretario de Comercio, les dijo a empresarios que el sentido de las leyes es otro y que nunca serán usadas esas facultades. ¿Para qué cargan, entonces, un arma que no usarán? Como pocas veces en los años kirchneristas, el empresariado (industriales, ruralistas, bancos) se unió en repudio de un proyecto oficial. ¿Detendrá eso al cristinismo? La última palabra estará en boca de los gobernadores peronistas con influencia en los legisladores nacionales.
La ley de abastecimiento que recuperó el kirchnerismo es de 1974, de los tiempos de Gelbard. No había caído el Muro de Berlín, y la Argentina y el mundo eran muy distintos. Las reacciones de la economía son ahora mucho más rápidas. El Gobierno podría verse obligado a una nueva devaluación antes de fin de año. La valuación del dólar conlleva siempre nuevos saltos de la inflación. ¿Hasta dónde será socialmente tolerable la inflación, que ya está rozando el 40 por ciento anual? El problema laboral no es sólo de una empresa norteamericana. Miles de industrias y comercios tienen graves problemas y se ven obligados a suspender o despedir trabajadores. La inversión, además, demorará en llegar después del radical giro cristinista.
Una manifestación de estudiantes universitarios protestó el viernes en pleno centro de Buenos Aires contra las empresas extranjeras. Parecía una foto antigua, color sepia. Pero, ¿qué clase de madurez se les puede pedir a los estudiantes cuando es la Presidenta la que levanta la última bandera de una revolución inverosímil?
Por Eduardo Van Der Kooy.
Hay un enorme desorden político en el poder, aunque quizá se note menos, y otro enorme desorden en la economía, que se nota mucho más. Cristina Fernández capea en esas condiciones una transición que, aún así, le ofrece ciertas facilidades. ¿Cuáles? La de un peronismo amansado, pese al final de ciclo irreversible, y de una oposición empastelada que el año pasado supo quebrar la pretendida perpetuación kirchnerista, pero que aún parece lejos de despertar para el 2015 algún definido entusiasmo de la sociedad.
Juan Carlos Fábrega, el titular del Banco Central, se quiere ir pero no lo dejan.
Jorge Capitanich, el jefe de Gabinete, no ve la hora de que llegue fin de año para intentar regresar a su provincia, Chaco. Axel Kicillof acopia en Economía pruebas sobre anomalías administrativas de sus antecesores, Amado Boudou y Hernán Lorenzino. Florencio Randazzo, el ministro del Interior, trata de mover montañas para que el vicepresidente se tome una licencia a raíz de sus procesamientos. Con esa mochila le cuesta hacer campaña como candidato K. Héctor Timerman ha sumido a la diplomacia en un horroroso abandono. La Presidenta cayó en la cuenta antes de su turbulenta visita a Asunción que nuestro país carece allí de un embajador. La sede diplomática está en manos desde mediados del 2012, cuando fue destituido el entonces presidente Fernando Lugo, de un Encargado de Negocios. Cristina había ordenado el retiro del embajador Rafael Romá cuando sucedió aquel quiebre institucional. Nunca fue repuesto. Ni siquiera desde que asumió el nuevo mandatario, Horacio Cartes, en agosto del año pasado, luego de ganar las elecciones generales.
Fábrega sufrió la semana pasada otro golpe propinado por Kicillof. El Banco Central debió bajar un punto la tasa de interés bancaria por orden del ministro de Economía. Lo hizo de mala gana porque presumió que ese afloje volvería a desatar una fuerte presión sobre el dólar.
No se equivocó. Con las negociaciones con los fondos buitre y el juez Thomas Griesa en punto muerto, la cotización paralela de la moneda estadounidense volvió a subir. No fue la única consecuencia. En un puñado de días, los bancos empezaron a advertir una fuga del dinero en plazos fijos. Lógico, no sólo por aquella baja de la tasa: también por un proceso inflacionario que no se detiene pese a la caída de la producción.
Fábrega no posee, tal vez, los pergaminos académicos que se le adjudican a Kicillof. Pero es un funcionario que hizo la mayor parte de su larga trayectoria en las oficinas del Banco Nación. Fueron 45 años hasta que resultó designado en el Banco Central en reemplazo de Mercedes Marcó del Pont. No conoce mucho del comportamiento de las aulas pero sí de las reacciones de los mercados y de los reflejos de la economía argentina. Por esa razón, no comprendió los motivos de la determinación del ministro. ¿Bajar la tasa para incentivar el crédito? ¿Incentivar el crédito para reanimar un consumo declinante? Ese sería el supuesto círculo virtuoso que la Presidenta proclamó hace días para enfrentar el mal momento económico que adjudica a la situación internacional antes que al desbarajuste interno y a sus guerras contra los buitres, la Justicia de EE.UU. y el propio Barack Obama.
Fábrega estaría temiendo que el rumbo adoptado pueda derivar en una situación similar a la del verano último, cuando fue necesario un ajuste duro y ortodoxo, que avaló Cristina, para frenar la corrida del dólar y coagular las reservas del Banco Central. En ese primer trimestre se perdieron US$ 3.592 millones, la caída más severa en igual lapso desde el 2006. Aquel momento pareció, incluso, más propicio que el actual para un reacomodamiento. La recesión no había calado tanto y el Gobierno se esperanzaba con un regreso a los mercados de capitales para conseguir financiamiento. De allí, el tranco apurado para cerrar los juicios pendientes en el CIADI, la compensación a Repsol por la expropiación de YPF y el acuerdo con el Club de París. Pero ese trámite encalló en el puerto descuidado del pleito con los buitres.
Fábrega habría descargado su amargura por esta realidad durante un café que tomó con un confidente.
¿“Por que no renunciás?”, le preguntaron.
“Porque Cristina no me deja”, contestó.
“Andate igual”, le aconsejó el amigo. No respondió. Pero su silencio habría resultado elocuente. El titular del Banco Central no tiene pellejo de político ni le interesa adquirirlo a sus 64 años. Presume que su salida, sin la anuencia presidencial, podría desatar sobre él las iras kirchneristas.
Conoce muchas cosas que les sucedieron a ex funcionarios que se atrevieron a cruzar ese desierto. Que plantaron a la Presidenta.
Quizá lo que menos comprenda el jefe del Central sea el encierro de Cristina y Kicillof que impidió hasta ahora hallarle un escape al conflicto con los buitres. Semejante problemón por sólo US$ 1.330 millones. Aquel encierro estaría acompañado por dosis sorprendentes de incoherencias y desconocimiento. No fueron pocos, entre empresarios, banqueros y políticos, los que creyeron que la decisión de conducir el pleito hasta la Corte Internacional de La Haya escondía una fina ingeniería política y diplomática previa con la Casa Blanca. Nada de eso: Obama desechó la posibilidad de someter a discusión el fallo de Griesa en aquel Tribunal en apenas 24 horas. Las relaciones con Washington fueron dañadas por innumerables torpezas de Timerman, entre ellas el inservible pacto con Irán por la AMIA. Pero no mejoraron nada desde que el propio Kicillof se hizo cargo del timón. Cecilia Naón es una embajadora suya.
La inexistencia esa trama secreta tornó todavía más absurdo aquel ensayo del Gobierno argentino. La Presidenta le pidió a Obama que intercediera contra los buitres como alguna vez lo hizo George Bush (h) para evitar un embargo de Paul Singer, la cabeza del fondo Elliot, contra la República del Congo. Pero al mismo tiempo pretendió empujar el diferendo por el fallo de Griesa hasta la Corte de La Haya.
¿Un favor y un sopapo? ¿Cómo entenderlo?
También llamó la atención la confusión sobre las facultades del Tribunal. Aquella Corte interviene frente a diferendos entre Estados. Así sucedió con la Argentina y Uruguay por la pastera de Fray Bentos. El litigio, en este caso, sería entre nuestro país y la Justicia de un distrito de Estados Unidos, el de Nueva York. No existían los requerimientos jurídicos necesarios.
¿ Puede sorprender esa incompetencia? ¿Puede llamar la atención semejante contradicción?
Para nada.
La Presidenta no acostumbra reparar en detalles ni en cuestiones de fondo cuando trata de proteger su relato político de la realidad que la va cercando. Trazó, por ejemplo, una teoría conspirativa casi pre universitaria para explicar el cierre de la imprenta estadounidense Donnelley, que dejó a 400 trabajadores sin empleo. Denunció una hipotética maniobra indirecta de Singer con el fondo Black Rock, inversor en aquella empresa. Ese fondo es también aportante en YPF y su director, Larry Fink, defendió en Nueva York la postura argentina contra los buitres y Griesa. ¿Cómo podría ser? Los buitres no se comportarían siempre como buitres.
Son, en esencia, fondos de inversión una de cuyas peores caras es la explotación de la usura.
El caso de Donnelley le sirvió a la Presidenta para pedir la aplicación de la ley antiterrorista porque con el cierre de la empresa, a su entender, buscaría generar un clima de pánico social. Quizás debiera reparar en otros síntomas para captar el nivel de deterioro que está alcanzando el modelo económico. Cuando las suspensiones de trabajadores empiezan a llegar a las empresas siderúrgicas, como ocurre entre otras con Acindar, significa que el sistema está sufriendo de la cabeza a los pies. Cristina le dio a aquel conflicto una dimensión que, en verdad, no debiera haber tenido si las autoridades hubieran actuado en su momento. La imprenta estadounidense, que posee más de 20 plantas en el mundo, venía intentado un ajuste y solicitó la intervención del Ministerio de Trabajo y de la gobernación de Buenos Aires. En ninguno de los casos tuvo respuesta.
Definió con una fórmula salvaje.
Aquel ajuste que hurgaba Donnelley obedeció a que la situación de la industria gráfica, en la Argentina y en el mundo, atraviesa una honda crisis que responde a la irrupción de las nuevas tecnologías.
La producción global del sector disminuyó un 40%.
La Presidenta afirmó, sin embargo, que todo está muy bien. Atesora, sin dudas, mala información y no debería extrañar. Su Gobierno impulsó una ley de medios que en el siglo XXI omitió la existencia de Internet.
Ni la Presidenta ni Kicillof parecen disponer de recetas adecuadas para afrontar la emergencia económica y social. La manipulaciones a esta altura son insuficientes. Cristina se jactó de aplicar la ley antiterrorista a una empresa estadounidense, pero ya la había pretendido ejecutar contra un periodista en Santiago del Estero, que difundió las rebeliones policiales de diciembre pasado. Ahora amaga con profundizar la ley de abastecimiento, con creciente intervención del Estado, para r esponsabilizar a los empresarios de la inflación que el Gobierno no sabe cómo detener. El empresariado reaccionó con una unidad desconocida hasta hace muy poco. El Gobierno carga además contra la Justicia, los medios de comunicación y la Iglesia.
Los reflejos conocidos, de siempre. Como si la imaginación política se hubiera agotado. Reflejos que en las mejores épocas kirchneristas trasuntaron astucia y fortaleza. Pero que ahora denotarían temor e impotencia por una transición con el rumbo perdido.
Por Juan Carlos de Pablo.
La Unión Europea recomienda a sus países miembros que en el cálculo del producto bruto interno (PBI) y el resto de las cuentas nacionales entre los servicios incluyan la prostitución y entre las mercaderías, las drogas. Cuando la recomendación sea adoptada, el aumento del PBI, ¿seguirá siendo un indicador de la mejora del bienestar de la población?
Al respecto entrevisté al norteamericano Robert Summers (1922- 2012), padre de Larry Summers, esposo de Anita Arrow, a su vez hermana de Kenneth Joseph Arrow. Y como si esto fuera poco, Robert era hermano de Paul Anthony Samuelson, pero desde joven cambió su apellido. Lo entrevisté porque, junto con Alan Heston e Irving Bernard Kravis, formó parte del equipo que en la universidad de Pensilvania desarrolló estimaciones de las cuentas nacionales referidas a muchos países, ajustadas por poder adquisitivo, y generó las denominadas "tablas Penn".
-¿Qué aportó esta investigación?
-Esta investigación mostró que las comparaciones de las cuentas nacionales basadas en los tipos de cambio pueden ser muy engañosas [ejemplo: entre 2001 y 2002, el PBI en dólares en la Argentina disminuyó aproximadamente 75%, muy mal indicador de la intensidad de la recesión]. Este método tiende a sobrestimar las diferencias entre los PBI por habitante y distorsionar su composición sectorial, sobrestimando la importancia de la inversión y los bienes de capital y subestimando el precio de los bienes no transables internacionalmente en los países en vías de desarrollo, con respecto al de los países desarrollados. Nuestros hallazgos se publicaron simultáneamente con los de Bela Balassa y mi hermano.
-Como indicador del funcionamiento de una economía, ¿por qué los economistas prefieren el PBI a la producción?
-Para evitar duplicaciones. El trigo utilizado en la producción de harina no está a disposición de algún ser humano, como tampoco lo está la harina utilizada en la fabricación de pan. El PBI tiene en cuenta esto y, por consiguiente, indica la cantidad de mercaderías y servicios que durante cierto período están al servicio de los seres humanos. Desde la Segunda Guerra Mundial se ha vuelto tan popular, que cuando alguien pregunta "cómo anda la economía" la respuesta más frecuente que se escucha se basa en la evolución del PBI.
-¿El PBI debe incluir a todos los bienes o sólo a los "bienes"?
-Las estimaciones estadísticas son calificadas de "indicadores" porque se compilan para que reflejen determinado aspecto de la realidad, como la intensidad de un problema o de una mejora, para ayudar al diagnóstico y la adopción de medidas. Si el cálculo del PBI de un país incluye la producción de armas y de drogas más allá del uso medicinal, así como los servicios de los juegos de azar y la prostitución, y durante determinado período el PBI así definido aumenta, queda la duda referida a si mejoró el bienestar de la población; porque podría haber caído la producción de manteca y aumentado la de cañones.
-¿Con qué criterio habría que hacer la selección?
-No hay criterios indiscutibles. Uno básico es el de la voluntariedad, tanto desde el punto de vista de la oferta como del de la demanda, pero como digo no hay criterios indiscutibles o fáciles de identificar. Ejemplo: puesto que se la demanda de manera voluntaria, la seguridad privada es un bien, pero el aumento del PBI porque un calesitero cambia de trabajo, porque frente al aumento de la inseguridad gana más como agente de seguridad privado, ¿es un buen indicador de mejora del bienestar? ¿Cuán voluntaria es la demanda de casinos? ¿Cuán voluntario el ejercicio de la prostitución?
-¿Qué se podría hacer?
-Mientras se zanja la cuestión, lo cual nunca va a ser fácil porque lo que para algunas personas es un bien para otras puede ser un mal, el cálculo del PBI total debería desagregarse, no solamente en términos de agro, industria, comercio, transporte, etcétera, sino en términos de "sectores controvertidos" y el resto. De manera que la discusión referida al comportamiento del PBI como indicador de bienestar podría contar con una base estadística apropiada.
-Don Robert, muchas gracias.