Hace 30 años, la angloholandesa Shell descubrió varios yacimientos de gas en el medio de la selva peruana. Tuvieron que pasar 20 años, varios gobiernos y distintas empresas para que ese maná de hidrocarburos pudiera salir a la superficie. El proyecto Camisea, que cambió para siempre la matriz energética del Perú, cumplió esta semana 10 años desde comenzó su comercialidad, aún envuelto en permanentes debates pese al fuerte impacto en la economía del país.
Sus luces y sombras podrían servir de base para analizar el caso Vaca Muerta: se trata de altas inversiones en contextos difíciles, con un gran impacto social y ambiental y que obligan a pensar en qué condiciones de mercado conviene propiciar para su mejor desarrollo.
Para entender la dimensión del proyecto Camisea alcanza tan sólo con una cifra: el corazón del departamento de Cuzco aloja reservas por 15,6 TCF (billones de pies cúbicos por sus siglas en inglés), más que todas las reservas de gas de la Argentina. Está compuesto por dos yacimientos (San Martín y Cashiriari), ubicados en el Lote 88 y otros dos (Pagoreni y Mipaya) situados en el Lote 56.
Para su puesta en marcha se llevaron los caños y máquinas por helicóptero debido al difícil acceso. Se abrieron cientos de kilómetros de caminos. Los dos ductos que trasladan el gas y los líquidos, de 730 y 560 kilómetros, suben a 4.800 metros de altura para luego llegar a la llanura de la costa. La firma argentina Pluspetrol es la operadora del consorcio, juntamente con varios socios de peso en el mercado internacional.
Gracias a Camisea, en la última década Perú logró achicar su déficit energético al menos en 2.000 millones de dólares. Más del 40% de su electricidad vienen ahora de la generación térmica, más barata y menos contaminante. Buena parte de su industria se reconvirtió al gas, que con precios especialmente bajos ganó competitividad justo cuando el barril de petróleo superaba los 100 dólares en el mercado internacional.
LOS PUNTOS CRÍTICOS
Hay tres puntos del proyecto que podrían pensarse a la luz de la aventura del shale en la Argentina. El primero es cómo se financió el proyecto. Durante 20 años el gas de Camisea quedó bajo tierra. Recién a fines de los 90 comenzó la inversión de la mano de dos factores clave: la completa desregulación de precios y el armado de un andamiaje para exportar gas en forma de GNL.
La salida de hidrocarburos comenzó hace pocos años, en algunos casos con contratos prepautados donde las regalías para el Estado son casi inexistentes, como las que se cobran por las ventas a México. La gran contradicción es que Perú, un país de 28 millones de habitantes, sólo tiene 200.000 conexiones de gas. Mientras el fluido viaja al extranjero, millones de peruanos no pueden gozar de su beneficio directo. Los defensores del proyecto dicen que ésa es la etapa que viene y que este paso era necesario para lograr el arribo de capitales.
Por lo pronto, el gobierno de Ollanta Humala reservó todo el Lote 88 para consumo interno y prometió construir una red de gasoductos para llevar el recurso a los hogares.
Un segundo punto de análisis es el precio. En Argentina es común el reclamo de empresarios de llevar los valores a precios de mercado internacional. Perú hizo lo propio: salvo para generación eléctrica, que tiene subsidios y aun así es cara en relación con el ingreso promedio, el gas que sale de Camisea se comercializa en nivel local a 3,1 dólares el millón de BTU.
Pero el que se exporta oscila entre los 4 y los 19 dólares. Aun con un esquema de regalías similar a las retenciones argentinas, la rentabilidad es muy alta.
La contracara es que la garrafa de gas, el único vehículo para que millones de peruanos accedan al gas, llega a costar hasta 14 dólares, entre 6 y 7 veces más que en Argentina. Al igual que como ocurrió con Loma La Lata, el boom gasífero disparó los vehículos a GNC y se repitió la contradicción vernácula: llenar un tanque puede costar menos que el combustible necesario para que las familias cocinen o se calefaccionen, aun en zona de trópicos hay bajas temperaturas en las zonas altas.
El tercer tema nodal para analizar a la luz de Vaca Muerta es el fuerte impacto ambiental y social que tuvieron las obras. Sobran denuncias sobre los perjuicios que trajeron en los habitantes de los pequeños pueblos de la zona, que jamás vieron derramarse sus beneficios. El impacto en terreno selvático virgen fue muy alto, según informes de la ONU.
Pero el punto más caliente es por estas horas la ampliación del proyecto, que pasa por la Reserva Nahua-Nanti. Allí hay comunidades indígenas aisladas de forma voluntaria que podrían verse afectadas e incluso Naciones Unidas pidió frenar el desarrollo.
La tensión latente en cualquiera de estos puntos se repetirá en Vaca Muerta. No existe un decálogo tallado en piedra que indique qué camino hay que tomar para amortiguar los impactos económicos, ambientales y sociales y lograr el desarrollo más equitativo posible de las sociedades afectadas. Pero las experiencias de otros países pueden arrojar claves para no repetir los mismos errores.
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