Daniel Gustavo Montamat. EX SECRETARIO DE ENERGIA.
Cuando todavía estaban los españoles en el control de YPF con el gerenciamiento del grupo Eskenazi, hubo una convocatoria pública para anunciar con bombos y platillos las primeras perforaciones de pozos en Vaca Muerta y el potencial que eso representaba para YPF y para la Argentina.
En aquella oportunidad del anuncio, ni la empresa ni el Gobierno plantearon la necesidad de concesiones especiales para el desarrollo del petróleo y el gas de esquistos; tampoco la consecuente prórroga de las concesiones convencionales ya prorrogadas. El poder concedente (las provincias), el Estado nacional (responsable de la política petrolera) y el accionista de YPF (a cargo de la inversión) asumían, dentro del marco legal vigente, el año 2027 como fecha de vencimiento de concesiones ya prorrogadas.
Aproximándose esa fecha, en caso de que ya existiese una explotación en marcha (más o menos intensiva según la participación de otros inversores y el acceso al financiamiento externo), el titular de la concesión podría acceder a una nueva concesión de explotación por 25 años más diez de prórroga (ley 17319).
¿Por qué ahora se habla de un proyecto de ley para legitimar concesiones de 35 años para explotar los no convencionales con prórroga concomitante de las concesiones convencionales que se solapen en la superficie de la nueva concesión? La repuesta a flor de labio es porque ese es el precedente que se estableció en el contrato con Chevron. Pero el antecedente de Chevron fue una consecuencia de la impericia y el apuro con que se llevó adelante la expropiación de las acciones de Repsol.
La búsqueda de un chivo expiatorio para esconder el fracaso de la política energética nos terminó saliendo muy caro, y en el camino obligó a la nueva YPF a otorgar condiciones excepcionales para conseguir un socio estratégico que pusiera dólares frescos. Si en aquella circunstancia se planteaba un cambio sustancial de la política energética que nos llevó a perder el autoabastecimiento y, como parte de una nueva estrategia, se negociaba el control de la empresa con los españoles, todo hubiera sido mucho más barato y ajustado a derecho.
Pero se puso el carro adelante del caballo porque el relato no acepta errores y necesita retroalimentar la épica del nacionalismo de medios.
El apuro por convalidar un nuevo régimen de concesiones y prórrogas a partir de un proyecto de ley que negocian Nación y Provincias petroleras vuelve a alterar prioridades.
Primero hay que cambiar la política energética y el contexto económico institucional que hoy disuade a los inversores de largo plazo en la industria petrolera y en conjunto de actividades productivas, y, como parte de ese cambio, hay que discutir y sancionar una nueva ley de hidrocarburos que exprese amplios consensos.
Muchos puntos que hoy deben incorporarse a un régimen especial para tentar algunos inversores en el alto riesgo de una explotación no convencional (con costos muy elevados y fuerte reinversión de ingresos para sostener los flujos) deben ser parte de criterios generales de una institucionalidad alternativa que nos devuelva la estabilidad y una moneda con sus atributos básicos.
¿O acaso el cepo, la inflación creciente y la consiguiente inestabilidad cambiaria no es problema de todas las actividades productivas?
John Hicks, Nobel de economía, siempre recordaba la vulnerabilidad del capital hundido: “el que invierte en capital fijo, entrega rehenes al futuro”. ¿Quién va a enterrar dólares para recibir pesos devaluados?
¿Qué extranjero va a ingresar dólares si no puede remitir los dólares de la utilidad que le queda luego de pagar impuestos en una actividad lícita?
Es entendible que YPF sea la mayor interesada en que se sancione un régimen especial. Es la empresa con el mayor número de concesiones susceptibles a la generación de nuevos derechos o nuevas prórrogas. Puede alegar que no es responsable de un cambio de política energética, y que incluso con la actual ha aumentado sus niveles de inversión y revertido su declinación productiva; pero que sufre la asfixia financiera que el contexto económico le genera y que necesita otros socios estratégicos.
A no equivocarnos, la YPF controlada por el Estado también es víctima de la política energética que hay que cambiar junto a la discusión de una nueva ley. Los intereses de la nueva YPF deben estar en el largo plazo y en la continuidad de una estrategia que preserve su autonomía de gestión en la alternancia republicana del poder.
Si YPF y algunos otros actores promueven con los apuros de la hora y el beneplácito de algunos gobernadores un régimen sancionado por mayorías circunstanciales, seguiremos con la energía entrampada en el corto plazo como parte del problema económico.