Por Francisco Olivera.
Axel Kicillof tenía pensado volver desde Nueva York en la noche del martes, junto con Pablo López, secretario de Finanzas, y Alfredo Scoccimarro, vocero de Cristina Kirchner. Las cámaras de TV del canal estatal estaban desde el lunes: habían precedido la llegada del ministro y de parte de la delegación que confiaba en anunciar desde ahí buenas noticias. Entre ellos, Daniel Monzoncillo, uno de los socios de la productora La Corte. El desenlace, ya conocido, no sólo careció del éxito y la celeridad esperados, sino que desencadenó dentro del Gobierno una interna de alcances impredecibles.
El ministro había ido, explicó después, por pedido del mediador Daniel Pollack. Acababa de tener una oportunidad que no suelen tener sus pares: tiempo para explicarle a Cristina Kirchner , durante el vuelo que compartieron desde Buenos Aires a Caracas, toda su desconfianza en la ya famosa negociación de los bancos locales con los holdouts. No le cerraba. Le remitía, diría horas después ante su equipo y con el default consumado, a la polémica de 2010, con el segundo canje y el asesoramiento de la consultora Arcadia. "Yo no voy a firmar nada que después termine en una cuestión penal", fue la explicación a sus colaboradores. Dudaba además de que el 31% que la Anses tiene en el banco Macro pudiera ser interpretado como una propuesta estatal que gatillara la cláusula RUFO, que obliga a igualar cualquier oferta hecha en la reestructuración anterior.
Hasta entonces existían tres negociaciones simultáneas: la de Kicillof, que insistía en mantener en Nueva York la postura de no ceder y "no levantarse de la mesa hasta el final"; la del grupo de bancos y empresas argentinas avalado por Carlos Zannini , Juan Carlos Fábrega y Jorge Capitanich , y una tercera, que compraran la deuda bancos internacionales, entre ellos el JP Morgan, corporación de buen diálogo con el ministro de Economía. La Presidenta no había descartado ninguna de estas opciones. Ésa fue acaso la razón de que el paso de Kicillof por las oficinas de Pollack no fuera el trámite expeditivo que preveía: el ministro tuvo que reprogramar su regreso para el miércoles.
Mientras tanto, los bancos argentinos avanzaban con lo que, a la luz de los trascendidos, parecía la única alternativa. Eduardo Eurnekian, presidente de Corporación América, y Jorge Brito, de la asociación bancaria, se cansaron de llamar a hombres de negocios para explicarles lo obvio: a ninguna compañía podía convenirle que el país defaulteara y sus acciones se desplomaran al 20% del valor, por lo que resultaba aconsejable un aporte de todos. No estaba solo. Miguel Galuccio , CEO de YPF, hacía al mismo tiempo similares esfuerzos. Está la palabra del Gobierno de que, una vez que los bancos compren parte de la deuda, se encuentre el modo de devolverles esos fondos mediante bonos, en 2015, tranquilizó. Héctor Méndez , jefe de la Unión Industrial Argentina, oyó varias veces esta propuesta que se discutió también en Nueva York. Allí, un grupo de banqueros se reunió con Kicillof para contarle lo que éste tenía íntimamente descartado. El ministro los oyó, pero los dejó esperando: nunca volvió a convocarlos. Esos contactos tenían el respaldo de una parte del Gobierno, tal vez la más débil. Gustavo Cinossi, uno de los dueños del Sheraton de Pilar, se coló en una de esas reuniones, dijo, por pedido de Zannini. Pero la iniciativa partía de un equívoco, porque ninguna idea económica prospera en la Argentina sin acuerdo previo con el Palacio de Hacienda.
Kicillof es el primer ministro de Economía con peso propio desde Lavagna. Tal vez su influencia en el oído presidencial pueda equipararse con la de Galuccio. Pero, a diferencia del ingeniero, cuyos consejos petroleros son tomados en Olivos llave en mano, sin objeción alguna, Kicillof ejercita el arte de la persuasión delante de Cristina Kirchner. Es su expertise. En la noche del miércoles, mientras escuchaba en aquella conferencia de prensa interminable lo que Pollack resumió en un comunicado de cuatro líneas, un compañero de aulas, militancia e ideas del ministro se impacientó frente al televisor: "¡Qué hijo de puta, es igual que en la facultad: cuatro horas para decir algo!"
Pero esa exposición bastó para dilapidar la propuesta que incomodaba a Kicillof, que se desligó de la negociación de los bancos y, lo más relevante, fustigó a Pollack y a Griesa , dos actores sin cuya colaboración la idea se volvía inviable. Ningún banquero debió darse por sorprendido: momentos antes, el jefe del Palacio de Hacienda les había advertido en privado que si el paquete de compra de deuda no incluía el total de los 1400 millones de dólares en cuestión -y no parte del monto, como ellos pretendían- no la aceptaría. A partir de allí, la desconfianza partió de los bancos: si la deuda quedaba desde enero en poder de empresarios locales sin ningún fondo buitre que presionara desde afuera para cobrar, ¿les pagaría realmente el Gobierno?
En el anochecer del miércoles, mientras transcurría la charla en las oficinas de Pollack y se suponía que la jugada de los bancos seguía vigente, funcionarios del Ministerio de Economía se comunicaron con varios periodistas para advertir, en off the record: "Nosotros no avalamos lo de Fábrega y los bancos". Ya empezaba a gravitar además el aspecto ideológico: ¿serían las corporaciones finalmente las salvadoras de la patria? ¿Y justo Brito, uno de los principales contribuyentes a la campaña de Sergio Massa?
Era inevitable que este fracaso tocara a los impulsores de la idea en el Gobierno. Cada uno reaccionó a su manera. Zannini calló, Capitanich sobreactuó una arenga antinorteamericana y Fábrega, que estalló en silencio, contó entre banqueros que había presentado una renuncia no aceptada por Cristina Kirchner. Un modo de explicarles que no les estaba faltando el respeto.
Queda dilucidar qué razón llevó al ministro de Economía a entender que este incumplimiento financiero es menos perjudicial que las otras opciones. En recesión, con control cambiario, inflación mayor al 35% y desempleo en alza, su historia en la administración no lo ubica precisamente en el lote de solucionadores de problemas. Es cierto que, más que un gestor, Kicillof es un auditor de la economía: esa destreza para delatar puntos oscuros le viene deparando un avance sin freno en áreas estatales.
No es la primera vez, por otra parte, que la pretensión de un aporte patriótico privado para resolver un conflicto queda en la nada. A principios de 2008, el Gobierno le pidió a un grupo de empresarios que hiciera un pull para comprar Aerolíneas Argentinas. Parte de aquel trío es el mismo de hoy: Brito, Eurnekian y Juan Carlos López Mena. Como tampoco hubo acuerdo, se nacionalizó la compañía. Esa lógica reverdeció con la deuda y vuelve a ser estandarte de una militancia para la que, después de todo, siempre será preferible estatizar un problema que privatizar una solución.