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ANÁLISIS
Mercado de Gas en Latinoamérica: una caída que no respeta fronteras

Toda la Región perdió reservas a pesar de las distintas políticas. El mito del precio como única razón

04/08/2014
Río Negro Online

A inicios de los noventa, América Latina aparecía como una región donde, de no desarrollarse nuevos mercados para el gas natural, este energético aparecería subutilizado, un criterio estrecho frente a un eje que, como el de seguridad de suministro, los países desarrollados siempre consideraron prioritario. En realidad, la región daba cuenta tan sólo del 6,5% de las reservas comprobadas de gas natural del mundo en 1990, apenas por encima del 6,3% de lo que representaban en 1980. A fines del 2012 las de América Latina y el Caribe sólo representaban el 4,2% del total mundial y excluyendo las de Venezuela –que en su mayor parte son asociadas al petróleo y se usan dentro de la misma industria– sólo el 1,3%.

Los mercados de gas no se hallaban plenamente desarrollados. La relación promedio reservas/producción más baja era la de Colombia con 24 años, mientras que la Argentina y Brasil le seguían con 37 años, Trinidad y Tobago presentaba 45 años, México 75 y Venezuela más de 175 años en 1990. A fines del 2013 la relación era de menos, 9 años para Argentina y Trinidad y Tobago, sólo 6 años para México, de 12 años para Colombia, 16 y 25 años para Perú y Brasil respectivamente, mientras que Venezuela continúa en cerca de 165 años, cifra que no significa demasiado teniendo en cuenta la dificultad de utilizar comercialmente esas reservas.

Por otra parte, a inicios de los noventa, la crisis financiera ocasionada por la deuda externa latinoamericana –que era de 439,7 mil millones de dólares– supuso junto con otras restricciones, como las ambientales, serios reparos para instalar nuevas centrales hidroeléctricas o nucleares, cuyos plazos de construcción y costos de inversión siempre fueron elevados. En paralelo emergía en el mundo el paradigma de la eficiencia en la generación eléctrica a partir de la tecnología de los ciclos combinados, que demandaban menores inversiones por kilovatio instalado y permitían a los operadores de gas ingresar en dos negocios de bajo riesgo: el de la generación –con un mercado asegurado– y el de la producción –que le permitía valorizar el recurso.

 

EL BOOM GEOTÉRMICO

Aunque no todos los países impulsaron reformas energéticas con el mismo grado de profundidad y celeridad, en todos ellos, con muy distintos marcos institucionales y normativos, se produjo una notable expansión del parque de generación termoeléctrico, en particular con ciclos combinados o aun centrales a vapor convertidas para quemar gas natural "barato y abundante".

Entre 1990 y el 2000 se instalaron en América Latina y el Caribe alrededor de 66.600 MW de potencia nueva, correspondiendo 48% a centrales térmicas, la gran mayoría consumidoras de gas natural. Esta cifra en realidad oculta que otro 48% del incremento de potencia se originó en nueva potencia hidroeléctrica, de la cual Brasil dio cuenta de casi dos terceras partes. Esto significó que países como Argentina, Chile, Perú, México y Colombia vieron transformada rápidamente su matriz de generación de electricidad hacia un sesgo marcadamente térmico y dependiente del gas. Cabe aclarar que las centrales de ciclo combinado consumen sólo gas o en su defecto gasoil, pero un elevado uso sobre esta última base las puede dañar.

El consumo de gas para generación de electricidad se multiplicó al menos por dos veces y media entre 1990 y 2000 y continuó creciendo hasta la actualidad, básicamente como consecuencia de los factores mencionados. En países como México, por ejemplo, la creación de la figura de productores independientes de energía dio lugar tanto a una creciente demanda de gas, que debía satisfacer Pemex, como a una subutilización de los equipos de La Comisión Federal de Electricidad (CFE). Este proceso, que fue denunciado como "la privatización silenciosa", se produjo como forma de garantizar la participación privada en el negocio de energía con un elevado costo económico pagado por consumidores, por el Estado y sus empresas públicas, sin que tal esfuerzo lograra incorporar nuevas reservas.

Pero no sólo eso. Las crisis de Chile (1998-1999), California (2000-2001) y Brasil (2001) y los problemas de poder de mercado que afectaron a los de Colombia, Inglaterra y Gales, California y otros –todos funcionando con esquemas de mercados eléctricos mayoristas y reglas de competencia– pusieron una pausa en el desarrollo de estos modelos descentralizados generados en los noventa. De hecho la decisión de Chile de migrar a un equipamiento de ciclos combinados venía en parte a consecuencia de la falta de inversiones que debían impulsar las reglas de mercado. El desarrollo de reservas de gas en Bolivia fue impulsado en buena medida por Brasil, que proyectaba incrementar su parque termoeléctrico y balancear su matriz energética muy dependiente de recursos hídricos e inversiones costosas. Tanto Argentina como Bolivia exportaban gas barato bajo el supuesto falso de su abundancia de reservas.

LA DÉCADA DEL GAS

Sin embargo, el mayor consumo de reservas de gas –sin reposición de las mismas– se produjo en la década siguiente. Es que el escenario que caracterizó al mundo después del 2003, especialmente entre 2003 y 2008, estuvo marcado por una bonanza sin precedentes para la mayor parte de la región debido a la creciente demanda de sus recursos naturales y la elevación de los precios de los mismos, que a su vez se tradujo en procesos de crecimiento económico y de consumo. La demanda eléctrica no escapó a esta tendencia y cuando la demanda crece rápido resulta más veloz responder con equipamiento térmico que con cualquier otro, a menos que haya habido inversiones previas en otras fuentes, algo que las simples reglas de mercado no podían lograr.

No pocos países presentaron episodios de crisis del sector eléctrico vinculado con sequías u otros eventos, que pusieron de manifiesto tanto una falta de planificación como escasez de gas natural, el que en forma paradójica había incrementado su precio de remuneración en todos los países en cantidades que duplicaron o sextuplicaron los valores vigentes en 1990 y en el 2000. Por ejemplo, no sólo la Argentina comenzó a enfrentar un estancamiento en la producción de gas después del 2004 –el que terminó suspendiendo exportaciones a Chile, que se convirtió en importador de gas natural licuado–, sino que en Colombia, país con reglas estables y precios libres, la industria del gas se vio en dificultades en el 2009 para satisfacer la demanda de industrias y vehículos a causa de la prioridad para atender a centrales eléctricas.

En Perú, las distribuidoras de gas apenas han podido obtener contratos a pesar de que el país destinó un tercio de sus reservas a la planta de licuefacción de gas con miras a exportar gas al mercado de California, mientras que los generadores acaparan casi todo el gas restante a precios extremadamente bajos en ambos casos.

Brasil no ha desarrollado prácticamente el mercado de gas después de la crisis con Bolivia que se inició con el referendo del presidente Mesa en el 2005 y culminó con la nacionalización en el 2006. De allí en más ha intentado incorporar reservas, pero éstas no se consumen a causa del subdesarrollo del mercado de gas allí, precisamente porque el fluido brasileño es el más caro de América Latina.

Aunque Colombia le envía gas a Venezuela, estas exportaciones son interrumpibles, por ley, si el gas es requerido por las termoeléctricas. Trinidad y Tobago, gran exportador de GNL, ha visto también mermar sus reservas.

LOS PRECIOS, EN LA MIRA

Lo increíble es que esta merma de reservas se produjo en un escenario de precios en todos los casos mucho más favorable que el vigente entre 1990 y 2000. Por ejemplo, la Argentina introdujo precios de estímulo a través del programa Gas Plus, Colombia alineó las remuneraciones con precios del fuel oil de Nueva York, Bolivia elevó el valor a niveles internacionales –y aun con mayores impuestos y regalías, el precio neto para los productores resultaba superior al previo–, mientras que tanto en México como en Trinidad y Tobago se situaron en niveles tres veces los previos y en Brasil cinco veces los del 2010 respecto de los del 2001.

Tampoco los marcos legales e institucionales podrían explicar esto. Venezuela y Bolivia presentaron modelos con sesgo nacionalización, pero Perú y Colombia se caracterizaron por liberalizar más sus mercados. Brasil, con una Petrobras capitalizada, se manejó en este campo de un modo no tan distinto de empresas privadas, aunque con mayores esfuerzos propios por explorar. Pemex actuó bajo gobiernos liberales y sus fondos han servido tanto como los de Pdvsa para financiar la economía, más que las inversiones del sector. Por lo tanto cualquier lectura simplista sería, más que errónea, una pura lectura ideológica direccionada a derribar a un adversario que, según el caso, puede ser neoliberal o nacional y popular o nada.

La consecuencia de todo ello ha sido que muchos países han debido recurrir a importaciones de gas natural licuado para garantizar el suministro eléctrico o intentar crear un marco para mejorar la confiabilidad de sus sistemas. Pero las centrales eléctricas de ciclo combinado –que siguen presentando un bajo costo de inversión– ya no producen una energía eléctrica tan competitiva frente a otras fuentes como la nuclear, la hidroeléctrica o la eólica si el gas es caro. El resultado ha sido, en general, una mayor vulnerabilidad de la seguridad de suministro de las cadenas de gas y de electricidad y mayores costos por kilovatio hora generado. Cuando este mayor costo ha sido trasladado a los consumidores, la competitividad de sus economías se ha visto afectada; cuando no, ha implicado la necesidad de subsidios que han pesado sobre el presupuesto público.

Que ello haya ocurrido con tan distintos marcos institucionales y de regulación muestra que los precios de la energía pueden ser condición necesaria pero no suficiente para lograr objetivos como la seguridad de suministro. Hoy la mayor parte de los países de América Latina remunera el gas producido por encima o en proximidad a los precios del Henry Hub, los que descendieron en Estados Unidos a consecuencia de la revolución del shale gas, colocándose en un nivel promedio de 3,84 u$s MBTU entre enero del 2010 y junio del 2014, frente a una media de casi siete dólares entre el 2003 y fines del 2009.

Tal vez una lección aprendida haya sido que en sectores estratégicos, como el energético, la planificación y las miradas de largo plazo son absolutamente indispensables porque toda improvisación se paga muy cara. Por otra parte cabe la pregunta de si esta escasez del gas, con productos sustitutos más costosos, no ha sido una estrategia clara de las empresas tanto para desarrollar mercados de GNL y capturar rentas en yacimientos en mar y tierra, como para abrir una ventana de oportunidades para que "fuentes limpias y renovables", como la energía eólica y otras, pudieran ingresar sin tal magnitud de subsidios como los que facilitaron su instalación en Europa durante los últimos veinte años.

Sin embargo no es lo mismo afrontar los costos de una energía eléctrica a 70 ó 120 dólares por Mwh en países con un PBI por habitante de un rango de 3.000 a 10.000 dólares (caso de América Latina), que en uno de rangos medios de 25.000 ó 30.000 (caso de Europa desarrollada y Estados Unidos), más aún teniendo en cuenta que los niveles de pobreza en aquellos primeros son aún importantes y que por la naturaleza de sus estructuras productivas –en un mundo donde la competencia industrial es feroz–, las necesidades de crear empleos, aunque son un desafío global, resultan más acuciantes cuando los niveles de pobreza y marginalidad previos no pueden ser erradicados sin esfuerzos por sostener la producción.

En todo caso queda claro que para incrementar reservas de gas la necesidad de una empresa estatal cuyas rentas no sean capturadas para otros fines ha mostrado ser el mejor camino –tanto en el pasado como en el presente inmediato–, mientras que una planificación de largo plazo crea un marco de referencia para una diversificación programada de la matriz energética y la posibilidad de integrar cadenas de valor. Ello no excluye asociaciones estratégicas con empresas que aporten capitales, tecnología y experiencia, pero la historia reciente es rica en que tales complejidades no son resolubles atomizando el mercado, multiplicando actores o atrayendo inversiones que no aseguren reglas de reproducción interna de activos.

Roberto Kozulj. Vicerrector de la Sede Andina de la UNRN. Experto en energía.

 


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