Desde el aire luce como un paisaje apocalíptico. Es como si hubiesen bombardeado la selva y los proyectiles hubiesen arrancado los árboles y dejado cráteres llenos de agua y barro. Cientos de hectáreas de paisaje lunar robadas al manto del Amazonas peruano para extirparle su tesoro más íntimo: el oro. Sobrevolamos la llamada “La Pampa”, el epicentro de la minería ilegal en la región de Madre de Dios, y la visión sobrecoge. Sobre todo cuando se piensa que ese trozo de selva muerta es parte del escudo protector de la reserva nacional de Tambopata.
A ras de suelo, con nuestras botas embarradas por el fango de los cráteres, la imagen pierde perspectiva y gana aún más contundencia. Hemos llegado hasta aquí por una pista de arena abierta en medio de la selva, a lomos de un mototaxi, después de varias horas de negociaciones. Este es un territorio clandestino, nada de lo que sucede aquí debería suceder. Así que los testigos no son bienvenidos. Ni siquiera venir de la mano de hombres que tienen intereses en La Pampa te libra de unas miradas que parecen decir: “¿Sois policías?”
Sobre un fondo de árboles muertos, dentro de uno de los agujeros, tres hombres se sumergen hasta el cuello en un agua de color ocre en la que flotan desperdicios de comida, latas de refrescos y ramas secas. Dos de ellos nadan hasta subirse en una plataforma que parece una mezcla de balsa de náufrago, tobogán artesanal y bomba de agua. Una especie de draga con la que succionan la arena del fondo del cráter para precipitarla por el tobogán, donde una alfombra atrapa las partículas de oro disueltas en la arena. Es una imagen que parece sacada de otra época, no de su versión 2.0.
Los caprichos de la geología han convertido las llanuras selváticas de Madre de Dios en un enorme depósito de oro en polvo. Las lluvias lo arrastran con fuerza desde las cumbres de los Andes, que descienden desde los 4.000 metros de altura hasta los 200 en unos pocos kilómetros. Y en Madre de Dios esos ríos se ralentizan y alteran constantemente su curso. El oro acaba depositado en los dos lugares ecológicamente más vulnerables: los ríos y los humedales que una vez fueron cauce de río, como La Pampa. El problema de ese oro es que está en polvo y para amalgamarlo hay que usar sustancias tan peligrosas como el mercurio que terminan contaminando los ríos. Su importación está controlada en Perú, pero todos los años llegan varios miles de kilos al país que acaban en manos de mineros ilegales. Un alto porcentaje de ese mercurio procede, según todos cuentan en la zona, de España. Un estudio de la Universidad de Stanford, muy discutido por el sector minero, mostró que el 75% de las personas analizadas en Madre de Dios mostraban niveles de mercurio por encima del máximo permitido y que el 60% del pescado tiene altos niveles de contaminación por esa sustancia.
En los humedales como La Pampa, el problema ecológico es aún mayor, porque para llegar al oro hay que arrancar el bosque y remover la capa de tierra que se conoce como greda. “Es como una arena de playa, suave. En cada metro cúbico de greda hay 0,35 gramos de oro”, dice Daniel Urresti, alto comisionado para la lucha contra la minería ilegal. Vamos, que hay que mover mucha selva y mucha tierra, pero los precios actuales del oro lo compensan con creces.
“En términos ambientales hay un impacto bastante significativo. Estamos hablando de 40.000 a 50.000 hectáreas desforestadas. Lugares donde antes había bosques primarios, secundarios. Una riqueza en biodiversidad única en el mundo. Contaminación del aire, del suelo y del agua por mercurio”, dice Humberto Cordero, coordinador del equipo del Ministerio de Ambiente en Madre de Dios.
Al lado de la draga que flota en el cráter, otro minero en calzoncillos remueve con la pierna el agua de un barril. Contiene el barro salido de las alfombras del tobogán. Mientras el agua se agita, añade gotas de mercurio puro. Después de un rato, vacía el agua en el cráter y vuelve a remover. Repite el proceso varias veces, hasta que queda muy poca agua. Del fondo aparece un mercurio más espeso, que ha atrapado todas las partículas de oro disueltas en el barro. Lo vierte en un trapo y lo seca. Dentro queda una bolita metálica. “Esto ya es el oro. Está recubierto de mercurio, pero en cuanto lo quememos, el mercurio se evaporará y saldrá el oro con su color dorado”, dice Michel Franco, uno de los mineros. Son unos diez gramos de oro bruto, unos 260 euros al cambio. Tres cuartas partes se las quedará el patrón, que pone la maquinaria, el combustible, la gasolina. Los mineros se reparten el resto.
Al final le queda a cada uno 30 euros. Es casi cuatro veces más de lo se paga en Cuzco y los Andes, de donde provienen casi todos ellos, por un jornal que además escasea. Desde la cordillera salieron, como muchas otras generaciones antes que ellos, buscando el sueño del oro amazónico, de una vida un poco mejor. Lo que se encontraron fue un trabajo duro, turnos de entre 12 y 15 horas metidos en el barro y en el agua, pero a ellos no parece importarles. “No es tan malo como se cree”, dice Michel.
La nueva fiebre del oro que sacude la Amazonía proviene del Primer Mundo. A principios de la década de 2000, el precio del oro era tan bajo que en Madre de Dios fueron muchos los que abandonaron la minería. Pero la crisis financiera internacional aumentó el apetito de los mercados por un valor refugio como el oro. Y el gramo, que costaba 10 euros, subió a 26. La llamada del metal dorado se hizo sentir en todo Perú, que es el sexto productor mundial. Todas las provincias productoras recibieron mareas de inmigrantes en busca de trabajo y de gente sin escrúpulos para sacar tajada. Las selvas de Madre de Dios no fueron una excepción. De hecho, para muchos resultaron más atractivas porque se trataba de un territorio de frontera, con poco control del Estado, donde se encontraron con una minería artesanal sin regular que daba la bienvenida a los aventureros. Los que pudieron encontraron trabajo en las explotaciones legalizadas. Los más necesitados y los más codiciosos se echaron al monte para explotar lugares como La Pampa.
Foto: Un grupo de mineros se dedica a la extracción de oro en La Pampa. Primero vino la desforestación del escudo de protección de la reserva nacional de Tambopata hasta acabar con miles de hectáreas de bosque; después, el trabajo en los cráteres arenosos donde las lluvias arrastran el polvo de oro de los Andes. / SERGIO CARO
El sueño de un mañana mejor que comparten Michel y sus compañeros no admite detenerse en consideraciones ecológicas ni de contaminación, y menos las que puedan venir de unos gringos o de unas ONG que, según la opinión generalizada por aquí, “se preocupan mucho de los árboles y de los ríos, pero nada por gente como nosotros”. “La selva es muy grande y nosotros estamos utilizando solo una parte muy pequeña. Lo hacemos por necesidad, no por gusto. Y lo que dicen del mercurio, que pone enferma a la gente, no es verdad. Yo he trabajado toda la vida con mercurio y estoy perfectamente. Aquí lo único que quieren es que nos vayamos nosotros para que entre alguna multinacional extranjera a explotar esto. Este es un oro peruano y debería dar de comer a los peruanos”, dice uno de los compañeros de Michel.
La existencia de un territorio al margen de la ley como La Pampa no es un secreto para nadie, pero ha adquirido tales dimensiones que la policía tiene que pensarse dos veces cómo, cuándo y con cuántos efectivos entra aquí. Uno de los últimos operativos terminó en enfrentamientos y disturbios. “Cuando viene la policía hay que esconderlo todo, hundir los motores en el agua para que no los dinamiten y escapar. Vienen por tierra, por aire, es como si esto fuera una guerra, y nosotros, terroristas”, dice Michel. Uno de sus compañeros se queja de su suerte: “Yo era dueño de un motor, pero la policía me lo reventó y ahora tengo que trabajar como obrero para pagar al banco el crédito que me dio. Tengo 21 años y dos hijos. Vivo metido en la selva. Mi mujer viene a verme los fines de semana”.
A la zona en la que estamos la llaman Mega 11, y aquí ya quedan pocos mineros y poco oro. Más adentro en la selva están Mega 12 y Mega 13, los epicentros de la extracción ilegal, unos campamentos donde, según a quién le preguntes, viven cientos o miles de mineros. Una pequeña ciudad de plástico y madera. Pero hasta allí no nos quieren dejar pasar. “Nosotros les llevaríamos, pero lo más probable es que les linchen. Ahora mismo la gente está muy nerviosa porque hay rumores de que la policía va a entrar”, nos dicen nuestros anfitriones. Quizá por la inminencia de los operativos, impera en La Pampa una sensación de ultimátum. Se trabaja 24 horas al día, todos los días, una carrera contrarreloj. Extraer lo que se pueda mientras se pueda.
“Si nos sacan de aquí, no sé qué vamos a hacer. No hay trabajo. Yo conozco algunas personas que eran rateros, incluso criminales. Aquí se pueden ganar la vida, tener un empleo. Si los sacan, se volverán a la delincuencia”, se lamenta otro de los mineros.
Si eso ocurre, no será la primera vez. La Pampa ha vivido ya varias redadas. La ley peruana no prevé penas de cárcel para este tipo de actividades, pero sí multas y la destrucción de todas las instalaciones dedicadas a la extracción. Como es maquinaria pesada y resulta muy difícil sacarla de la selva, los agentes la dinamitan. Algunas intervenciones han destruido unos pocos motores, otras han supuesto desalojos masivos. “El problema es que la ganancia que ellos tienen es tan alta que las máquinas que nosotros destruimos se reponen. Para que sean efectivas, las operaciones tienen que ser continuas. En lugares donde ha habido una fiebre del oro, solo ha acabado de dos formas: una, porque se acabó el mineral, que no parece que vaya a suceder aquí, y dos, porque dejó de ser rentable. Nosotros apostamos a eso, a restringir el tráfico de combustible que en Madre de Dios es 15 veces superior al habitual y controlar el comercio de mercurio. Con todas estas medidas estamos aumentando el costo para que no sea tan rentable”, dice Urresti.
Foto: Uno de los poblados surgidos de esta moderna fiebre del oro. No tienen nombre. La gente se refiere a ellos simplemente por el punto kilométrico en el que están enclavados. Aquí viven los que dan alojamiento y de comer y beber a los mineros. También las prostitutas. / SERGIO CARO
Pero los mineros siempre vuelven. No importa el riesgo, ni el dinero perdido en forma de maquinaria dinamitada. Tampoco importan los sobornos que haya que pagar. El poder corruptor del oro y el bajo sueldo de los policías se alían en este territorio sin Estado para que muchos de losoperativos policiales contra esa minería ilegal acaben en nada. Por la zona circulan hasta unas tarifas de sobornos: tanto por evitar que dinamiten el motor, tanto por elegir que dinamiten un motor viejo en lugar del nuevo. Mucho más disciplinada y efectiva es la Marina de Guerra, que se ocupa de dinamitar todas las dragas que hay en los ríos. Por eso la mayor parte de las explotaciones hoy día están tierra adentro.
“Es cierto, entre las filas tenemos agentes corruptos. Estamos mejorando mucho en eso, deshaciéndonos de las manzanas podridas, pero aún nos queda mucho porque el oro tiene un gran poder de corrupción. Cuando llegué aquí, no podías hacer un operativo sin que los mineros supieran por adelantado qué iba a ocurrir. Por eso he optado por no convocar a mis hombres hasta el último momento, a una hora en la que no puedan avisar a nadie. Muchas veces salimos de la comisaría sin que sepan exactamente adónde van. Pero se acaban enterando, porque tienen gente esperando a ver si salen nuestros vehículos”, afirma el coronel Darío Calvo, jefe de la policía en Puerto Maldonado. El coronel nos ha invitado a presenciar un operativo que tendrá lugar dentro de unos días y sobre cuyos detalles nos ha pedido que mantengamos el máximo secreto.
Hasta los alrededores del cráter donde están trabajando los mineros se acerca una mujer. Es la patrona, la dueña de la maquinaria, que viene a llevarse su parte y a traer lo necesario para que el siguiente turno de mineros pueda hacer su trabajo. Ese oro lo llevará luego a alguna de las decenas de establecimientos de compraventa que hay cerca de La Pampa o en Puerto Maldonado, la capital de Madre de Dios. El comprador no hace preguntas sobre su procedencia. Así, el oro ilegal termina confundido con el legal y llega a los mercados internacionales.
Mientras salimos de la zona, el teléfono de uno de los mineros ilegales pita anunciando la llegada de un mensaje. Su dueño lo lee y sonríe, mientras alarga el aparato para que leamos el mensaje. “La policía va a hacer un operativo en esta zona dentro de tres días, deberían ustedes venir a verlo para su reportaje”, dice. En el mensaje se puede leer el día, la hora y el lugar del operativo de alto secreto que nos había anunciado el coronel.
A La Pampa se llega después de conducir unos cien kilómetros desdePuerto Maldonado siguiendo la Ruta Interoceánica. Para acceder a su interior, hay que pasar por una especie de campamento, un poblado móvil surgido de la nada donde residen muchos de los mineros y toda una población que vive de darles de comer, hospedarlos… El lugar parece un campo de refugiados extendido a lo largo de varios kilómetros a los dos costados de la carretera. Ni siquiera tiene nombre. La gente se refiere a él por sus puntos kilométricos: la entrada del 103, la tienda del 104. Todo en él parece provisional, construido para ser abandonado sin mirar atrás, pero con los detalles coquetos de quien llega aquí buscando un sueño. Una pequeña ciudad hecha de palos de madera y lonas de plástico. Hay de todo: hoteles, restaurantes, talleres donde arreglar motores, bares que se esfuerzan por no parecer prostíbulos.
La Pampa es un imán para la prostitución. La llamada del oro en manos de unos jóvenes que no tienen otra distracción atrae a las mafias de la trata de blancas. Algunas de las chicas vienen voluntariamente. Muchas, quizá la mayoría, son traídas con la promesa de un trabajo como cocineras o camareras y obligadas a prostituirse en un régimen de semiexclavitud. La mayoría de los operativos policiales encuentran menores entre las prostitutas.
La Ruta Interoceánica sobre la que se asienta el campamento separa las dos realidades de la minería del oro en Madre de Dios. Al sur queda la minería ilegal y algunas pequeñas explotaciones cooperativas. Al norte está el llamado “corredor minero”, la zona habilitada para la extracción en la que se aglutina la minería informal. La diferencia entre informal e ilegal, aunque parezca sutil en el lenguaje, alumbra dos realidades sociales totalmente diferentes. La minería ilegal carece de todo tipo de permisos y se desarrolla en zonas prohibidas. La informal es la que se hace en lugares permitidos, pero solo cumple algunos de los requisitos establecidos por la ley. La mayoría de los más de 40.000 mineros informales cuentan con títulos de concesión otorgados por el Estado; muchos aseguran que pagan impuestos, y los hay que llevan dos décadas practicando la minería.
Juntas, la minería informal y la ilegal suponen el 20% de la producción de oro de Perú y ocupan a 170.000 personas. La diferencia entre una y otra está clara sobre el papel, pero a qué lado de la línea cae uno u otro minero depende de a quién se le pregunte. Demasiadas veces, desde demasiados sectores, incluida la prensa, se han presentado ambas como una misma cosa, sin ningún matiz. “Nos han satanizado, nos han convertido en terroristas”, dice Alex Condori, secretario de Fedemin, la patronal que agrupa a los mineros informales.
“Desde el punto de vista de un abogado, todos serían ilegales, porque no tienen permiso de explotación, no están pagando impuestos, están fuera de la ley. Desde el punto de vista político, tenemos que hacer una diferencia entre quiénes se pueden formalizar y los que no. La minería ilegal debemos erradicarla, y la minería informal, formalizarla, porque al formalizarla podemos fiscalizarla y podemos exigirle que trabajen con ciertas técnicas que no contaminen”, dice Urresti. El Alto Comisionado, un militar retirado, es el hombre designado por el presidente Ollanta Humala para atajar el problema de la minería ilegal antes de que el año que viene Lima albergue la Conferencia Mundial sobre el Clima. Para los mineros, Urresti es la encarnación de la traición de Humala hacia un sector que le votó en masa por la promesa de que los formalizaría. Una apuesta, dicen ellos, por la dinamita en lugar del diálogo.
Desde el aire, el corredor minero no se ve muy diferente a La Pampa. Sigue siendo un enorme páramo arrebatado a la selva con cráteres llenos de agua y árboles muertos. Se observa, eso sí, un uso del terreno un poco más ordenado, menos precario, fruto del uso de maquinaria pesada en algunas de las explotaciones. A ras de suelo es un terreno de gente combativa que se siente engañada por el Estado, atrapada en un proceso de formalización que nunca llega a buen puerto y que, para colmo, tiene una fecha de caducidad. En teoría, se acaba el próximo 19 de abril. Quienes no se hayan formalizado para entonces entrarán en la ilegalidad. “¿Cómo puede ser que a hoy día, después de años de papeles, no haya habido ni un solo minero que haya conseguido la formalización en todo Madre de Dios?”, se pregunta Alex Condori. “Tenemos títulos dados por el Estado, pagamos nuestros impuestos, hemos hecho nuestros estudios de impacto ambiental, nuestros planes de remedio. Cuando haces un papel que te ha costado una buena plata, vienen y te piden otro diferente. Y mientras, te dinamitan tu maquinaria. Lo cierto es que no quieren formalizarnos. Para la Hankoil, la petrolera americana, todos son facilidades para que busque petróleo en lugares mucho más delicados que los que nosotros ocupamos. Para nosotros, dinamita. No hay caso”, añade.
En el corredor minero hay de todo. Gente más cercana a la legalidad y otros que han dado el proceso por imposible y sacan lo que pueden mientras llega el 19 de abril. Uno puede encontrar mineros que trabajan en lugares prohibidos como los lechos de los ríos y otros que, por propia conciencia o porque sienten el aliento del Estado en la nuca, han comenzado a aplicar ellos mismos planes de remediación ambiental. Casi todos utilizan ya sistemas como la “retorta” para reciclar el mercurio al separarlo del oro y evitar así tanta contaminación. Hay experiencias piloto que tapan los agujeros cuando termina la extracción y los cubren con tierra vegetal para poder utilizarla en la agricultura, o simplemente para que la selva vuelva a recuperar lo que es suyo. “Habría más planes de estos si el Estado nos echara una mano en lugar de perseguirnos. Somos gente sencilla, admitimos que hay que tomar medidas por el medio ambiente y que no sabemos, pedimos la ayuda del Estado para que podamos explotar de una manera más sostenible, pero el Estado no quiere saber nada de eso. Solo quieren volarnos nuestras máquinas”, dice Condori.
Foto: Una imagen del puerto de Sarayaku, cargando combustible en canoa con destino a los campos mineros. El tráfico de gasolina en esta zona es 15 veces superior al del resto de Perú. / SERGIO CARO
El proceso de formalización ha sido, según coinciden casi todos los implicados, un caos. Para empezar, el Estado peruano otorgó hace años licencias de explotación sobre la tierra de Madre de Dios en un afán de colonizar un territorio que era poco más que selva virgen. Pero cada ministerio hizo lo que quiso. El resultado es que sobre un mismo pedazo de tierra a veces hay hasta tres o cuatro personas que tienen derechos: unos, explotación maderera; otros, minería; otros, agricultura… Incluso se llegó a admitir peticiones de explotación sobre lugares que están considerados reservas. Todo ello fruto del desconocimiento y de unas políticas salidas de Lima que poco tenían que ver con la realidad del mundo amazónico. La desidia histórica del Estado hacia Madre de Dios ha sido tal que hasta hace poco no había ni medios en el hospital para diagnosticar ni tratar la contaminación con mercurio, que, según el propio Gobierno, es el principal riesgo para la minería. Por eso nadie sabe a ciencia cierta cuánta gente se ha envenenado ni el efecto real del mercurio de la minería.
La cercanía del 19 de abril ha puesto a la minería de Madre de Dios en pie de guerra. Ha retomado las huelgas que en el pasado, allá por el año 2011, se cobraron tres vidas y derivaron en la práctica paralización de la provincia. Al fin y al cabo, la minería supone, según datos de Fedemin, el 58% del PIB de Madre de Dios.
En Huaipetue, otro de los centros mineros, los ánimos están preparados para todo. El pueblo, que tiene 5.000 habitantes y alrededor de una decena de estaciones de servicio que alimentan la maquinaria pesada con la que se trabaja el oro en esta zona, vive una auténtica cuenta atrás. Hasta el maestro de la escuela viajó a Lima para tratar de contarles a los políticos que sus alumnos tenían pesadillas por las noches con gente que venía a dinamitar las excavadoras de sus padres. “Aquí la gente ya no tiene nada que perder. Todos viven de la minería. Si les quitan sus explotaciones, si les quitan algo por lo que llevan toda la vida trabajando y luchando, ¿qué crees que van a hacer? Los van a tener que sacar muertos”, dice Tomás Díaz, vicepresidente de Fedemin y propietario de una explotación en Huaipetue.
El conflicto está servido en Madre de Dios, una tierra totalmente olvidada hasta hace bien poco, que solo la codicia por sus recursos ha devuelto a las noticias. Una tierra que guarda un tesoro en sus entrañas que bien podría acabar con ella.