Junto al terrorismo islamista, la zigzagueante relación entre los principios de la integridad territorial de los Estados y el derecho a la autodeterminación de los pueblos sigue siendo el principal foco de conflicto en el mundo actual. La disputa ideológica global que supuso la Guerra Fría y, en paralelo, la construcción del caso más emblemático de integración supranacional (el europeo) sancionaron, prematura y engañosamente como se vio, el carácter perimido de los reclamos nacionales. Hoy sabemos que la primera fue apenas un tapón que con sólo saltar reveló un mar interminable de querellas nacionalistas irresueltas; y que la segunda fue un espejismo que vendió la idea del fin del interés nacional y el inicio de una nueva era de cooperación, ilusión que no superó la prueba de ácido de la crisis desatada en 2008, que reveló que, más que nunca, "Europa" aún en buena medida es el escenario en el que defienden su interés nacional los alemanes, los franceses, los británicos y otros afortunados, mientras griegos, españoles y demás pueblos en necesidad hacen lo que pueden.
De Israel y Palestina a los confines de la extinta Unión Soviética, del Tíbet a España y el Reino Unido, por nombrar unos pocos casos emblemáticos, todo el planeta sigue cruzado por reivindicaciones nacionales. La Ucrania desgarrada entre Moscú y Occidente es hoy solamente el caso más caliente de esa tendencia, en una clave totalmente distinta a la de la Guerra Fría: ya no se trata de una puja ideológica, sino de la reaparición del factor nacional, con una Rusia que nunca (ni con los zares, ni con el comunismo ni con Vladimir Putin), dejó de verse a sí misma como un imperio. Y qué decir de sus contendientes, con Estados Unidos a la cabeza de la lista.
Imperios al fin, actúan sobre la base de intereses, y el tantas veces evocado "derecho internacional" no es más que un barniz tendiente a dar una pátina algo más respetable a la política de poder pura y dura. Por eso no sorprende que Rusia, que hoy defiende el derecho soberano de la mayoría rusoparlante de Crimea a definir su futuro, en 1999 haya resistido que los kosovares ejercieran la misma prerrogativa frente a su aliada Serbia. Y, en un perfecto juego de espejos, que Estados Unidos y Europa occidental, tan celosos entonces del derecho a la autodeterminación de los pueblos ahora defiendan con la fe de los conversos la preservación de la integridad territorial de Ucrania.
Oportunismo, claro, pero también preocupación. ¿Cómo podría sostener lo contrario una Unión Europea cruzada por amenazas separatistas en Cataluña, el País Vasco, Bélgica y hasta Escocia? Este último caso expone en toda su alevosía el doble discurso del Reino Unido, imperio de imperios. Londres, con el conservadorDavid Cameron como mera circunstancia histórica, resistió todo lo que pudo la pretensión de Escocia de dar por tierra con el Acta de Unión de 1707, un derecho obvio de cualquier parte de un contrato. Cuando no hubo más que hacer, comenzó a jalonar el camino al referendo independentista del próximo 18 de septiembre con todo tipo de amenazas al electorado escocés: expulsión de la UE, caos económico, explosión de la presión impositiva.
Mientras, Londres, como vemos, se opone a que los crimeos ejerzan este domingo un derecho similar, pero lo avala en el caso de los kelpers. Tampoco importa que la población de aquella región supere los dos millones de personas y que la implantada por la fuerza en nuestras islas Malvinas ronde las dos mil... menos que sus vecinos de consorcio, estimado lector.
Volviendo a Crimea, el final del camino es aún imprevisible. La campaña militar en la que el Kremlin aplastó en 2008 a Georgia en auxilio de los rusos de Osetia del Norte y Abjasia terminó en una independencia de facto de esas regiones, aunque en lo formal reconocida casi con exclusividad por Rusia. ¿Aguarda el mismo resultado a Crimea?
Si los principios son pura ficción para los grandes actores del drama, lo que ocurra dependerá de la relación de fuerzas. Y ésta hoy parece clara: mientras, según una encuesta del Centro de Investigaciones Pew, un 56% de los estadounidenses le advierte a Barack Obama que ni se le ocurra poner las manos en un conflicto tan lejano, la popularidad de Putin vuela, de acuerdo con el instituto Levada, a un récord del 69%.
Aquí, en un país que no participa del gran juego, sólo nos queda esperar y ver. Y, claro, nunca dejar de levantar los principios morales y legales. Los débiles no tienen otra arma.