La discusión pública sobre Ucrania gira en torno a la confrontación únicamente. Pero ¿sabemos hacia dónde vamos? En mi vida he visto cuatro guerras, que comenzaron con gran entusiasmo y apoyo público.
Por Henry Kissinger*
No sabíamos cómo terminarlas a todas ellas y de tres nos retiramos de forma unilateral. La prueba de la política es ver de qué forma termina una guerra, no cómo comienza.
Con demasiada frecuencia, el tema Ucrania es planteado como un momento decisivo que consiste en ver si Ucrania se suma al Este o al Oeste. Pero si Ucrania desea sobrevivir y prosperar, no debe ser la avanzada de una parte contra la del otro. Debería funcionar como un puente entre ambas.
Rusia debe aceptar que tratar de forzar a Ucrania a un status de satélite, y volver a mover las fronteras de Rusia, condenaría a Moscú a repetir su historia de ciclos autocumplidos de presiones recíprocas con Europa y Estados Unidos.
Occidente debe entender que para Rusia Ucrania nunca puede ser un mero país extranjero. La historia rusa comenzó en lo que se llamaba el Kievan Rus. La religión rusa se propagó desde allí. Ucrania fue parte de Rusia durante siglos y sus historias estaban ligadas desde antes. Algunas de las batallas más importantes por la libertad rusa, empezando por la de Poltava en 1709, se libraron en suelo ucraniano. La flota rusa del Mar Negro -con la que Rusia proyecta su poderío en el Mediterráneo- tiene su base en Sevastopol, Crimea. Hasta disidentes muy renombrados como Aleksandr Solzhenitsyn y Joseph Brodsky insistían que Ucrania era parte integrante de la historia rusa y de Rusia, de hecho.
La Unión Europea debe reconocer que su demora burocrática y subordinación del elemento estratégico a la política interna al negociar la relación de Ucrania con Europa contribuyó a convertir una negociación en una crisis. La política exterior es el arte de establecer prioridades.
Los ucranianos son el elemento decisivo. Viven en un país con una compleja historia y una composición políglota. La parte occidental fue incorporada a la Unión Soviética en 1939, cuando Stalin y Hitler se dividieron el botín. Crimea, con una población que es rusa en un 60%, se volvió parte de Ucrania en 1954, cuando Nikita Kruschev la entregó como parte del festejo de los 300 años de un acuerdo ruso con los cosacos. La parte occidental es mayormente católica. La parte oriental rusa ortodoxa en su mayoría. El oeste habla ucraniano. El este, ruso mayormente. Cualquier intento de una parte de Ucrania para dominar a la otra -como ha sido la norma- conduciría a la larga a una guerra civil o fragmentación. Tratar a Ucrania como parte de una confrontación Este-Oeste hará desaparecer por décadas toda perspectiva para unir a Rusia y Occidente -Rusia y Europa en especial- en un sistema internacional de cooperación.
Ucrania es independiente desde hace nada más que 23 años. Y desde el siglo XIV ha estado bajo algún tipo de dominio extranjero. No sorprende entonces que sus dirigentes no hayan aprendido el arte del compromiso, y mucho menos de la perspectiva histórica. La política de la Ucrania post independencia demuestra claramente que la raíz del problema radica en los esfuerzos de los políticos ucranianos para imponer su voluntad en partes reacias del país, primero por parte de una facción, después por otra. Esa es la esencia del conflicto entre Viktor Yanukovich y su principal rival política, Julia Timoshenko. Representan a las dos alas de Ucrania y no quisieron compartir el poder. Una política norteamericana inteligente hacia Ucrania buscaría una forma para que los dos sectores del país cooperen entre sí. Debiéramos buscar la reconciliación, no el dominio de una facción.
Rusia y Occidente, y mucho menos las distintas facciones de Ucrania, no actuaron según este principio. Cada uno empeoró la situación. Rusia no estaría en condiciones de imponer una solución militar sin aislarse, en un momento en que muchas de sus fronteras ya son frágiles.
Para Occidente, la demonización de Vladimir Putin no es una política. Es una coartada a falta de una.
Putin debiera darse cuenta de que al margen de sus reclamos, una política de imposiciones militares generaría otra Guerra Fría. Por su parte, Estados Unidos necesita evitar tratar a Rusia como un pervertido al que se le deben enseñar pacientemente reglas de conducta creadas por Washington. Putin es un estratega serio -sobre las premisas de la historia rusa-. La comprensión de la psicología y valores norteamericanos no es su fuerte. Como tampoco lo fue la comprensión de la psicología e historia rusa para los políticos estadounidenses.
Los líderes de todas las partes debieran volver a examinar los resultados y no competir con poses. La que sigue es mi idea sobre un resultado compatible con los valores e intereses de seguridad de todas las partes: (1) Ucrania debiera tener derecho a elegir libremente sus asociaciones políticas y económicas, con Europa inclusive.
(2) Ucrania debiera sumarse a la OTAN, una postura que asumí hace siete años, cuando surgió por última vez.
(3) Ucrania debiera ser libre para crear cualquier gobierno que sea compatible con la voluntad de su pueblo. Los dirigentes ucranianos más sabios optarán luego por una política de reconciliación entre las distintas partes de su país. A nivel internacional debieran perseguir una postura comparable a la de Finlandia. No deja duda sobre su virulenta independencia y coopera con Occidente en la mayoría de los campos aunque evita cuidadosamente la hostilidad institucional hacia Rusia.
(4) Que Rusia anexe a Crimea es incompatible con las reglas del orden mundial existente. Pero debiera ser posible ubicar a la relación de Crimea con Ucrania en un nivel menos tenso. Para ese fin, Rusia debe reconocer la soberanía de Ucrania sobre Crimea. Ucrania debería reforzar la autonomía de Crimea en elecciones celebradas en presencia de observadores internacionales. El proceso debe incluir la eliminación de toda ambigüedad sobre el status de la flota del Mar Negro en Sevastopol.
Todos estos son principios, no recetas. La gente familiarizada con la región sabrá que no todos serán aceptables a todas las partes. La prueba no es una satisfacción absoluta sino una insatisfacción equilibrada. Si no se lograra una solución basada en estos u otros elementos comparables, el rumbo hacia la confrontación se acelerará. Ese momento tendrá lugar dentro de bastante poco.
*Ex Canciller de EE.UU. Historiador
Por Marcelo Cantelmi
Algo disipada la polvareda inicial, la crisis de Ucrania comienza a exhibir un escenario que se extiende mucho más allá de lo aparente. Todo lo que se ve se desarrolla también bien lejos de la afiebrada búsqueda de buenos y malos que se ha dado alrededor de esta contienda casi en la clave del “imperio del mal” que le achacaba Ronald Reagan a la fallecida Unión Soviética.
Menos que una pelea entre héroes y villanos, lo que hay allí es el choque de intereses objetivos y la consolidación de la potencia regional rusa como pronosticó con conmovedor acierto hace un lustro George Friedman en su The Next 100 Years. Lo que el politólogo norteamericano entrevió es que Moscú en esta década expandiría su influencia hacia Europa como herramienta para reasegurar su control sobre el viejo patio trasero del tablero soviético.
“Desde el punto de vista ruso, esto es tanto un razonable intento de establecer una mínima esfera de influencia como esencialmente una estructura defensiva”, escribió. “Rusia no se convertirá en una potencia global ... pero sí en un significativo poder regional. Y eso preludia la colisión con Europa”.
La crisis en torno a Ucrania es consecuencia de esas transformaciones. Una de las claves de la contradicción en este litigio es la válvula de gas con la que Rusia abastece el 30% del fluido que requiere Europa y que distribuye por los tres gasoductos que conectan sus enormes yacimientos al centro del continente. Alemania compra en aquel mundo el 25% del gas que consume. El tamaño de esa cuota es proporcional a la importancia y vigencia del vínculo entre Berlín y Moscú. La dependencia energética amenaza ampliarse con los nuevos gasoductos.
Las alternativas para torcer ese cuadro son complejas. La chance de importar el gas desde EE.UU. acabaría produciendo un salto indeseado en las tarifas.
Ucrania es el puente por donde va esa energía hacia Occidente. Es un país de dos mundos y la pieza crucial en el ajedrez expansivo del Kremlin.
Esa importancia excede el apetito sobre la estratégica península de Crimea que, según alguna mirada, se encaminaría ya a la anexión por parte de Rusia. En esa línea sería la eventual primera etapa de una partición que abarcaría toda el área sur y este del mapa ucraniano donde Moscú jamás ha perdido influencia. El presidente Vladimir Putin, que es un líder autoritario ajeno a las formas (sobre todo las democráticas), no ha hecho demasiado para que esas visiones guerreras se atenúen. El ímpetu secesionista del Parlamento de Crimea, que Moscú controla con sus tropas permanentes en la base naval de Sebastopol y a través de la amplia mayoría pro rusa de la región, lleva su marca. Según aquella percepción, la división de Ucrania sería consecuencia de lo que el Kremlin caracteriza como un golpe en Kiev que arrasó a su gobierno aliado y del cual responsabiliza a Bruselas y Washington. Esa presunción la funda en los partidos que secuestraron la rebelión popular, como el Svoboda de filiación pro nazi y cuyo líder Oleh Tyahnybok no oculta un antisemitismo visceral que Occidente no ha denunciado.
Pero esa mirada omitiría detalles importantes. Para muchos analistas la estrategia rusa es retener y, si puede evitarlo, no conquistar militarmente la península o las restantes regiones que le son fieles.
La intención del Kremlin es la de seguir siendo un poder real en Ucrania y no fuera de ella. Esa y no Crimea es la discusión central con el Norte Mundial. Es por eso que Putin aclaró que no tiene intenciones de anexarse la región, aunque sus diputados abrieron los brazos al grito independentista del Parlamento regional.
Moscú alienta esa ambigüedad porque no reconoce y desprecia al gobierno interino que relevó al derrocado pro ruso Viktor Janukovich. Lo que realmente observa, al igual que lo hace Occidente, son las elecciones del 25 de mayo en las cuales el país votará su nueva administración.
El analista ruso Ruslan Pukhov desnudó en The New York Times los túneles y trampas de este castillo de naipes al recordar que Putin mantiene una línea abierta con la ex premier proeuropea Julia Timoshenko. La mujer acaba de recuperar la libertad tras 3 años en prisión.
El líder ruso no avaló aunque toleró ese arresto fabricado con causas falsas por su gobierno títere en Kiev.
Pukhov sostiene que el pulso sobre Ucrania consolida a Timoshenko, ya candidata para aquellos comicios, “como la única líder con autoridad y capacidad para forjar un acuerdo con Rusia”. La propia dirigente, quien comparte con Moscú la vital sociedad con Alemania, ha prometido reunirse con Putin “por el bien de Ucrania”.
Hay una alta dosis de pragmatismo en esos pasos que se explica en la arquitectura que profetizó Friedman sobre el lugar de poder ruso. Una Ucrania inestable basculando entre este y oeste acabará en otro terremoto.
Los intereses suelen ir de la mano de las necesidades. Ucrania está quebrada.
Requiere de un extraordinario auxilio por encima de los US$ 35 mil millones para evitar el default. El Kremlin había liberado una línea de 15 mil millones que ahora congeló. Y Europa prepara otro tanto. Esos salvatajes a dos manos aliviarían el costo social que amenaza al país por el enorme ajuste en ciernes. Un ejemplo basta: el país subsidia cinco a uno el valor de la energía al costo de 7,5% del ingreso anual nacional. Resolver eso implicaría un alza brutal de casi 50% en las tarifas que destruiría en las calles al nuevo gobierno.
Por último, no se debería perder de vista que esta es una crisis de maduración y reacomodamiento originada en las mutaciones que experimentan los liderazgos globales desde 2008. Hace apenas meses Barack Obama había justificado en el “excepcionalismo” norteamericano su derecho a atacar Siria. Esa campaña se frenó por la intervención de Moscú que con fuerte apoyo europeo aisló a Washington. Rusia se convirtió en la llave del desarme químico de la dictadura de Damasco y en gran medida del futuro de la región. Pero hubo más. Putin se solazó entonces calificando de “peligrosa” y al menos fuera de la historia esa autorreivindicación de EE.UU. que enlaza con la idea de un “destino manifiesto” por encima del resto y que está presente en los orígenes mismos de esa nación. Estamos, es cierto, en otro mundo y difícilmente el anterior reaparezca en la estribaciones de este conflicto.