Cuando las protestas remecían la capital de Ucrania y estallaba la violencia, el rostro de Yulia Timoshenko coronado por sus doradas trenzas de campesina contemplaba el caos desde carteles en las calles: una presencia fantasmagórica insólita para una mujer que se hizo famosa como líder opositora.
Los carteles, exhibidos cerca de la tribuna en el campamento de los opositores y en el cercano árbol de Navidad municipal, eran la única presencia posible para Timoshenko. Está presa desde hace más de dos años, cumpliendo una condena que la mayoría considera un acto de revancha política por parte de su archienemigo el presidente Viktor Yanukovich.
Pero el regreso de Timoshenko podría ser cuestión de días. Horas después que Yanukovich y los dirigentes de las protestas firmaron un acuerdo el viernes para resolver la crisis política, el parlamento antes sumiso al presidente aprobó una medida que despenaliza el cargo utilizado para condenar a la ex primera ministra, allanando el camino para su excarcelación.
Su libertad significaría el regreso de una de las personalidades más polémicas en el sobrecalentado escenario político ucraniano. Hay quienes la admiran como símbolo de la democracia y quienes la detestan como una maniobrera de pasado turbio a la que solo le interesa la autopromoción.
Timoshenko se proyectó a la escena mundial durante la Revolución Naranja de 2004, una figura que atraía tanto por sus fogosas denuncias de fraude electoral como por su combinación singular de pelo campesino y vestidos a la última moda.
Era más carismática que su socio en la Revolución Naranja Viktor Yuschenko, quien acusaba al gobierno de despojarlo de su legítima victoria en las presidenciales. Timoshenko pasó a ser primera ministra cuando Yuschenko ganó las nuevas elecciones decretadas por la justicia.
La fachada de unidad no tardó en derrumbarse. Yuschenko la echó a los nueve meses, pero en 2007 ella volvió a ganar el puesto de premier. Las tensiones entre ambos acabaron por paralizar al gobierno.
En 2010, montado en una ola de malestar popular, Yanukovich ganó las elecciones. Era el hombre que, según los activistas de la Revolución Naranja, le había robado el triunfo a Yuschenko seis años antes.
En 2011, Timoshenko fue arrestada y acusada de abuso de poder en una transacción con Rusia por el gas natural. La expremier denunció el juicio como un acto de revancha pura y los gobiernos occidentales expresaron el temor de que hubiera motivación política detrás de la acusación.
Las críticas internacionales arreciaron tras su condena a siete años de prisión y su encarcelamiento.
Mucho antes de adquirir fama global, Timoshenko era una figura conocida en Ucrania. Con su esposo, aprovechó las reformas de la perestroika para crear un negocio de alquiler de videos.
La pareja fundó una compañía de distribución de combustibles y ella pasó a presidir Unified Energy Systems, una distribuidora mayorista de gas. Así se convirtió en una de las oligarcas más ricas y poderosas del país, conocida como la "Princesa del Gas".
Desde la cárcel siguió siendo una destacada figura de la oposición. El sábado pasado emitió un comunicado en el que exhortó a los ucranianos a despertar, sumarse a las protestas y derrocar a Yanukovich.
Por Rafael Bielsa
Todos mueven sus fichas en el delicado ajedrez ucraniano. El activismo de los Estados Unidos, los intereses de Rusia y la presión de la Unión Europea. El nuevo Muro de la vieja Guerra Fría. La obsesión de un pasado que regresa.
El uso extendido del término fuck! (‘¡demonios!’, por ahora) entre los norteamericanos no parece eximir a Victoria Nuland secretaria de Estado adjunta de los Estados Unidos, de la conveniencia de evitar su empleo en las conversaciones telefónicas oficiales. Sobre todo cuando el diálogo es con Geoffrey Pyatt, su embajador en Kiev, Ucrania. La señora que emitió la exhortación a copular en modo imperativo a la Unión Europea: “fuck the UE!” (“¡jodan a la Unión Europea!”, ¿somos adultos o no?) es la mujer de Robert Kagan, líder de un poderoso cabildo neoconservador de Washington y ex asesor principal de Dick Cheney, el recordado secretario de Defensa de George W. Bush.
Discutir si fueron o no los servicios rusos quienes filtraron la conversación a una red social es desviar el foco de lo que realmente importa sobre Ucrania: la posición de los Estados Unidos; la de la Unión Europea; la de Alemania, potencia rectora de esa asociación política; y la de Rusia.
Que la Casa Blanca muestre enojo por una escucha telefónica indiscreta es señal de arrogante autoestima de una potencia cuya agencia nacional de seguridad (NSA) efectúa diariamente acciones de masiva violación de la privacidad, a escala planetaria. Por hablar de alguien en boga comunicacional: es como si Pablo Escobar Gaviria se irritara por los decibeles de un proyectil de AKM 5.56.
Ucrania, epicentro de violencia y división, es un territorio poblado por dos principales minorías que profesan dos variantes del cristianismo. Cada parte, asentada una hacia el Este (la de predominio ruso) y la otra al Oeste, se define a partir de preferencias e inclinaciones difíciles de conciliar sin generar conflictos como el que se vive hoy, duro y sangriento.
Se debe consignar que la zona oriental está poblada en su mayor parte por ciudadanos cultural y políticamente proclives a Rusia, de rito cristiano ortodoxo; en tanto que los habitantes de la zona occidental son del rito greco-católico “uniato”, coptos y genética y culturalmente oriundos de varios pueblos: polacos, lituanos, húngaros y alemanes.
Para tener una idea de la complejidad de la historia de Ucrania, baste con recordar que alguna vez fue el carozo del futuro Imperio Ruso; que pasó varios siglos dominada por la gran Lituania, formó parcialmente parte de Polonia y, saltando al siglo XX, fue ocupada por Alemania y por Rusia (URSS) durante la Segunda Guerra Mundial. Esa ocupación simultánea por el ejército soviético y el alemán (en varias regiones ocurrió primero la alemana y después la soviética) se desplegó con terquedad genocida y dejó una imborrable cicatriz en la memoria de los desventurados ucranianos.
El crudo espacio geográfico del país es el resultado espacial de los acuerdos que sellaron la cartografía política europea a partir de 1945, y que atribuyeron Ucrania a la URSS, entonces regida por Stalin.
Así fue como la zona transcarpática (de predominio polaco) pasó a ser parte de la Ucrania soviética; en 1954, Moscú atribuyó también a Ucrania la península de Crimea. Luego de la caída del Muro, Ucrania recuperó (1991) la posibilidad de una vida nacional autónoma y democrática, aunque siempre “protegida” por su ex metrópolis.
La desorganización, las penurias económicas y la corrupción prevalecientes en la otrora inexpugnable patria de los zares, y que conoció su vértice durante la presidencia etílica de Boris Yeltsin, permitieron al gobierno de Kiev un desarrollo institucional con relativa autonomía. No obstante, las privaciones de su pueblo continuaron, y quedan sin réplica cuando se observa que su población pasó de 51 millones en 1991 a 45 millones en 2012.
Ucrania y la hambruna en tiempos de Stalin; Ucrania y lo inenarrable de Chernóbil, hecatombe nuclear que transformó una vasta región en una “zona” como la narrada en la película de Andréi Arsényevich Tarkovski: lagunas y claros, en los que aparecen horrendas mutaciones animaloides.
Sobre ese legado de menoscabo, hambruna y desarrollo nuclear ciego, se inscribe la inquina antirrusa de la región occidental y en la transcarpática, que repudian con vigor todo incremento de las condiciones de vasallaje a Moscú.
Pero la relación con Rusia para muchos habitantes de Ucrania al este del río Dniéper es parte de su acervo. Que sea favorable o desfavorable para sus intereses es otra partitura. La comparación con Bélgica, evocada por algún comentario reciente, es una desacertada superposición de realidades muy diferentes. Ya de por sí es complejo un diorama, para superponerle otro. Quien prefiera la literatura encontrará en Las benévolas (Jonathan Littell, premio Goncourt 2006) razones, horrores y la oscura belleza de la muerte sorprendida en plena faena.
La primera diferencia consiste en que Ucrania está situada, en términos estratégicos, en un intersticio entre Europa y Asia y, sin ser “bifronte” como Rusia, linda con un Estado que lo es. Además, es un país por el que cruza el gasoducto ruso más importante de Europa, vital para Alemania. Y resulta necesario recordar que en Sebastopol, Crimea, está el apostadero de la poderosa flota rusa del Mar Negro.
En esta escenografía rica en dramática hondura, se inscribe la metralla de los cables de agencias, según los cuales el tema que disparó la crisis actual sería la “generosa” oferta hecha por Bruselas a Kiev de un acuerdo preliminar aduanero, y su rechazo por Víktor Yanukóvich, el presidente. No se trataba, habrá que subrayarlo, de una invitación a comenzar una negociación conducente a la adhesión plena de Ucrania a la UE. Era más bien el equivalente a la oferta hecha por Moscú de sumarse a la Unión Aduanera conformada por Kazajistán y Armenia.
La negativa del presidente ucraniano a aceptar esa módica invitación resultaría ser la fuente de las muertes difundidas tercamente por los medios. En verdad, el abandono de Yanukóvich de una tratativa preliminar fue consecuencia de una conversación de más de diez horas entre él y Vladimir Putin, quien debe de haberle recordado que en el tablero estratégico mundial se juega una partida que excede ampliamente los intereses de Kiev. Estados Unidos tiene una intención estratégica en disminuir el “peso asiático” de Rusia, debilitando su ya escuálido capital en los Estados que fueron parte de la llamada Europa del Este hasta 1991, y reduciendo sus “espacios de amortiguación”. La erección del llamado “escudo” misilístico norteamericano en Polonia es un tema de muy afilada prioridad para Putin, quien considera inaceptable cualquier menoscabo de su influencia en Ucrania.
En cuanto a Europa, es natural que la canciller de Alemania sea, por muchas razones, renuente a la intervención en la cuestión ucraniana. El suministro de hidrocarburos ruso es esencial para Alemania, sin campos petrolíferos o de gas propios, y cuya substitución sería de costo inimaginable. Por todo lo cual Berlín no admite irritaciones desproporcionadas con Moscú, más allá de la protocolar exhibición de algunos premolares a propósito de activistas como la banda punk Pussy Riot.
Con otros índices de empleo y crecimiento, y otras situaciones financieras y fiscales en comparación con la UE, no resulta atractivo para Merkel. Lo probable es que esta inteligente mujer, nacida y criada en la Alemania del Este, prefiera moverse en los planos de la mediación entre extremos. Nada cómodo cuando los extremos se tocan.
Emparejando el desacierto de la señora Nuland (ahora más explicable), el presidente Barack Obama ha recaído en su adicción, al decir que hay “una línea” (sic) a no cruzar en la crisis de Ucrania. Se recuerda la anterior “línea roja” (Siria), que se disolvió en una realidad que lo contradijo impiadosamente. Obama dirigió el nuevo desafío geométrico más a su tribuna doméstica que a Yanukóvich; se ve que lo suyo son los electrocardiogramas planos.
Quizás sea oportuno citar un comentario del diario The Times of Israel, referido a cierta acción diplomática: “Un viejo refrán dice que la locura se caracteriza por repetir la misma acción una y otra vez con la esperanza de obtener un resultado diferente”. Tal vez Merkel conozca una frase de Littell: “Salí de la guerra como un hombre hueco, sólo con amargura y con una larga vergüenza, como arena que chirría entre los dientes”.