Es indudable que la desintegración energética prevalente hoy en América del Sur no sería del agrado de Simón Bolívar, el héroe de la independencia que esperaba transformar este continente en una sola nación. Es más, él comprendería que es imposible construir una comunidad sobre una base tan fragmentada.
Los optimistas imaginan una región donde se racionaliza la producción, se construyen gasoductos, se interconectan las redes eléctricas, el gas de Bolivia y Argentina fomenta no sólo el crecimiento propio, sino también el de Brasil, Chile y Uruguay, lo que sería ampliamente beneficioso.
Pero este sueño nunca logra superar una formidable barrera: las rivalidades nacionales existentes desde hace décadas y hasta siglos suelen impedir que se firmen acuerdos de integración energética provechosos para todas las partes. O, si se los firma, con frecuencia se los ignora cuando ello es conveniente por razones de corto plazo.
Sin embargo, ahora existe un nuevo y poderoso factor capaz de cambiar esta desalentadora ecuación política: shale gas, es decir, el gas extraído de esquisto o de pizarra, cuyo efecto ya es evidente en Estados Unidos y su economía. En vista de que en este país el precio del gas ha bajado de US$ 13 a US$ 4 por un millón de BTU en pocos años, hasta los analistas más prudentes prevén la posibilidad de que la revolución de este gas no convencional conlleve un mayor crecimiento en la economía estadounidense, además de la creación de unos dos millones de empleos.
En América del Sur, esta revolución tiene un doble impacto. Primero, se produce la posibilidad de que países que carecen de gas (Chile), o donde la demanda pueda exceder la oferta nacional (Brasil), importen gas a precios más bajos. Segundo, en la propia región hay gas no convencional que se puede explotar. Argentina supuestamente ocupa el tercer lugar del mundo en cuanto a la magnitud de sus yacimientos, después de Estados Unidos y China. Recién se empieza a explorar Vaca Muerta, un vasto yacimiento de propiedad de la empresa energética YPF. En 2012, el gobierno argentino le expropió YPF a la empresa española Repsol, y las demandas y contra-demandas resultantes pospusieron la inversión en gas de esquisto. Sin embargo, el interés en esta materia ha recrudecido luego del reciente acuerdo entre Argentina y Repsol.
Federico Sturzenegger, economista argentino y parlamentario recientemente electo, calcula que el valor del gas de Vaca Muerta (según los precios que Argentina paga hoy día por el gas que importa) equivaldría al actual PIB de ese país multiplicado por nueve. Pero como es probable que los precios a nivel mundial disminuyan rápidamente a medida que Estados Unidos acelera sus exportaciones, Argentina debe actuar sin demora para lograr esos posibles beneficios. Según Sturzenegger, la decisión sobre el gas de esquisto, es “la más importante” de la historia de la economía en Argentina.
Las decisiones que tome Argentina afectarán no sólo la economía de la región, sino también su política. Puesto que el gas de Vaca Muerta es mucho más del que Argentina podría consumir, su exportación sería la única vía capaz de asegurar el progreso nacional, y entre sus clientes naturales estarían países vecinos, como Chile y Brasil.
El cambio que el poder basado en el gas genere en el equilibrio regional, a su vez, podría llevar a que los nacionalistas de Bolivia, Perú y otros países, se replantearan sus políticas. A ello podría seguir la integración en petróleo, gas y otras fuentes de energía, así como la interconexión de las redes eléctricas de los distintos países. De ser así, el mapa económico y político de América del Sur habrá cambiado para siempre.
¿Es esto demasiado optimista? Probablemente lo sea. De partida, habría que crear salvaguardias políticas y jurídicas que aseguren flujos de energía seguros y fiables, tarea más bien difícil como lo muestra la historia de la región. El nacionalismo y la política de corto plazo han entrampado la razón una y otra vez en Sudamérica. Pero dado lo mucho que hay en juego, por lo menos cabe mantener las esperanzas.